Tomado de de la revista Foreign Policy, Edición Española; abril-mayo 2007, http://www.fp-es.org/
Dice la portada de la revista que hay 10 gandadores en Irak. Agrega, que "Las noticias recuerdan sin cesar elfracaso en el que se ha convertido Irak. Las muertes de civiles iraquíes sobrepasan con mucho cualquier previsión del horror, mientras el número de bajas estadounidenses sigue en aumento. Y los ataques de los insurgentes son cada vez más intensos y letales. Pero si las guerras tienen perdedores, es verdad que en casi todas hay también un buen puñado de ganadores. Por eso, y tras cuatro años de conflicto, nos preguntamos: ¿qué países, instituciones, ideas o individuos están mejor gracias a la contienda?, ¿quiénes son los ganadores de Irak?"
Las respuestas las dan: sobre Irán/Vali Nasr; [2] Muqtada al Sader/Dexter Filkins; [3] Al Qaeda/Daniel Byman; [4] Samuel Huntington/David Frum; 5] China/Steve Tsang; [6] Dictadores árabes/Marina Ottaway; [7] El precio del petróleo/Bill Emmott; [8] Naciones Unidas/Martin Wolf; [9] La Vieja Europa/Gianni Riotta e [10] Israel/ Amatzia Baram.
[1] Irán/Vali Nasr, catedrático en la Escuela Naval de Posgrado y miembro adjunto del Council on Foreign Relations; autor de The Shia Revival: How Conflicts Within Islam Will Shape the Future (W.W. Norton, Nueva York, 2006).
Después de casi veinticinco años de luchar contra Sadam Husein, los líderes chiíes que gobiernan en Teherán deben agradecer su poder a la guerra.
Se preveía que el nuevo Irak fuese un modelo para Oriente Medio y una amenaza para la teocracia de Irán. En lugar de ello, Teherán ha resultado ser el máximo vencedor de la guerra americana. Hay poca estabilidad o democracia ahora en tierras mesopotámicas como para impresionar a los iraníes. El conflicto, que ha despertado más temores que esperanzas, no ha hecho nada para disminuir el control de los clérigos sobre el país persa. Los iraníes se alegraron de la caída de Sadam, con quien se habían enfrentado en una guerra de ocho años en la que murieron cientos de miles de ellos, muchos en ataques con armas químicas. Para Irán, la guerra de Irak produjo beneficios estratégicos porque acabó con el baazismo y pacificó a una némesis que había sido una espina clavada en su costado durante gran parte del siglo XX. Los nuevos señores chiíes –y, en buena medida, los kurdos– de Bagdad mantienen unas relaciones amistosas con Irán. No es casualidad que Teherán fuera el primer vecino de Irak que reconoció al nuevo Gobierno y que alentó a la población iraquí a participar en el proceso político iniciado por EE UU.
En el vacío de poder que siguió a la caída de Sadam, la influencia iraní se extendió rápidamente por el sur de Irak gracias a las relaciones comerciales –fomentadas por un volumen cada vez mayor de intercambios y una afluencia masiva de peregrinos iraníes a las ciudades santas de Irak– y unos vínculos crecientes en materia de política e inteligencia. El influjo se extendió rápidamente a todos los niveles de la burocracia, el clero y las tribus, así como a los aparatos político y de seguridad. El conflicto convirtió gran parte de Irak en un área de influencia de Teherán y, cosa también muy importante, allanó el terreno para la hegemonía iraní en el golfo Pérsico. Tras la desaparición del Ejército iraquí, no existe en la zona ningún baluarte militar capaz de contener las ambiciones expansionistas de Irán.
Irak ha cambiado también el contexto de las relaciones entre la Casa Blanca y Teherán. Bush incluyó al régimen de los ayatolás en el eje del mal y, a partir de entonces, se negó categóricamente a negociar con sus gobernantes [hasta el pasado 10 de marzo], incluso después de que los dos países colaboraran con éxito en Afganistán tras la caída de los talibanes, en 2001.
Para Irán, la guerra en Irak produjo beneficios estratégicos porque acabó con el baazismo y pacificó a una ‘némesis’ que había sido una espina clavada
En 2002, el mantra de Washington era la necesidad de cambiar el régimen en Teherán. Pero desde que empezó la guerra, hace cuatro años, EE UU se ha resistido a tratar con Irán, a pesar del punto muerto en la cuestión nuclear, del apoyo iraní a Hezbolá y Hamás y los violentos ataques a Israel. Washington ha decidido que la manera de lograr la estabilidad regional consiste en enfrentarse con Irán y reducir su influencia en la zona. Sin embargo, el creciente antiamericanismo en el mundo árabe y el aumento de la intervención militar estadounidense en Irak harán que a Washington le sea difícil contener a los iraníes. En otras palabras, Irak ha reforzado a Irán y ha debilitado a EE UU. Aun así, junto a las ventajas, Teherán afronta nuevos desafíos. Puede que no tenga ya mucho que temer del Ejecutivo de Bagdad, pero el caos que se avecina en el interior de ese país pone nerviosos a sus dirigentes. Un Irak roto –o, peor aún, en guerra, lleno de ideologías radicales y gobernado por milicias violentas– constituye una amenaza para la estabilidad de Irán. La autonomía o la independencia de los kurdos podrían perturbar la situación de esta minoría en el país persa. En las capitales árabes se habla sin cesar del peligro que supone la República Islámica y se evoca el espectro de un alineamiento regional en contra de Teherán. La guerra ha transformado a Irán en el coco de la zona. Ahora bien, ése es un precio que está dispuesto a pagar a cambio de ganar en Irak.
En el vacío de poder que siguió a la caída de Sadam, la influencia iraní se extendió rápidamente por el sur de Irak gracias a las relaciones comerciales –fomentadas por un volumen cada vez mayor de intercambios y una afluencia masiva de peregrinos iraníes a las ciudades santas de Irak– y unos vínculos crecientes en materia de política e inteligencia. El influjo se extendió rápidamente a todos los niveles de la burocracia, el clero y las tribus, así como a los aparatos político y de seguridad. El conflicto convirtió gran parte de Irak en un área de influencia de Teherán y, cosa también muy importante, allanó el terreno para la hegemonía iraní en el golfo Pérsico. Tras la desaparición del Ejército iraquí, no existe en la zona ningún baluarte militar capaz de contener las ambiciones expansionistas de Irán.
Irak ha cambiado también el contexto de las relaciones entre la Casa Blanca y Teherán. Bush incluyó al régimen de los ayatolás en el eje del mal y, a partir de entonces, se negó categóricamente a negociar con sus gobernantes [hasta el pasado 10 de marzo], incluso después de que los dos países colaboraran con éxito en Afganistán tras la caída de los talibanes, en 2001.
Para Irán, la guerra en Irak produjo beneficios estratégicos porque acabó con el baazismo y pacificó a una ‘némesis’ que había sido una espina clavada
En 2002, el mantra de Washington era la necesidad de cambiar el régimen en Teherán. Pero desde que empezó la guerra, hace cuatro años, EE UU se ha resistido a tratar con Irán, a pesar del punto muerto en la cuestión nuclear, del apoyo iraní a Hezbolá y Hamás y los violentos ataques a Israel. Washington ha decidido que la manera de lograr la estabilidad regional consiste en enfrentarse con Irán y reducir su influencia en la zona. Sin embargo, el creciente antiamericanismo en el mundo árabe y el aumento de la intervención militar estadounidense en Irak harán que a Washington le sea difícil contener a los iraníes. En otras palabras, Irak ha reforzado a Irán y ha debilitado a EE UU. Aun así, junto a las ventajas, Teherán afronta nuevos desafíos. Puede que no tenga ya mucho que temer del Ejecutivo de Bagdad, pero el caos que se avecina en el interior de ese país pone nerviosos a sus dirigentes. Un Irak roto –o, peor aún, en guerra, lleno de ideologías radicales y gobernado por milicias violentas– constituye una amenaza para la estabilidad de Irán. La autonomía o la independencia de los kurdos podrían perturbar la situación de esta minoría en el país persa. En las capitales árabes se habla sin cesar del peligro que supone la República Islámica y se evoca el espectro de un alineamiento regional en contra de Teherán. La guerra ha transformado a Irán en el coco de la zona. Ahora bien, ése es un precio que está dispuesto a pagar a cambio de ganar en Irak.
[2] Muqtada al Sader/Dexter Filkins, fue corresponsal en Bagdad de The New York Times de 2003 a 2006. Actualmente es profesor en la cátedra Nieman de la Universidad de Harvard (EE UU).
EL VÍDEO CAÓTICO Y MAL ILUMINADO DE la ejecución de Sadam Husein lo mostraba muy bien: “¡Muqtada!, ¡Muqtada!, ¡Muqtada!”, gritaba una voz mientras los verdugos apretaban el nudo alrededor del cuello de Sadam. Segundos más tarde, el cuerpo del depuesto dictador caía a través de una trampilla.
Tras cuatro años de ocupación estadounidense de Irak, han muerto decenas de miles de personas y la nación se derrumba. Y Muqtada al Sader, un joven clérigo agitador del que pocos habían oído hablar cuando comenzó la invasión, puede afirmar hoy que es el hombre más poderoso del país. Su poder abarca todo el espectro de posibilidades políticas: cuenta con tantos aliados como cualquier otro partido en el Parlamento iraquí, mientras que sus seguidores armados están presentes en todas las fuerzas de seguridad, controlan las calles del este de Bagdad y el sur chií y nutren las filas de muchos de los escuadrones de la muerte que aterrorizan a la minoría suní. A los estadounidenses les gustaría que Muqtada desapareciese de escena; a muchos líderes chiíes moderados les gustaría verle muerto. Pero Al Sader, que tiene sólo treinta y tantos años, parece invulnerable. Es la persona que saldría más beneficiada si Irak se hunde aún más en el caos.
Su ascenso fue, más que una marcha decidida, una ebullición. Subió apoyado en las esperanzas de sus partidarios, millones de chiíes oprimidos que, en otro tiempo, habían venerado a su padre, el ayatolá Mohamed Sadeq al Sader, clérigo y estudioso asesinado junto a otros dos hijos suyos en 1999 por los pistoleros de Sadam. No tiene la erudición de su padre; a veces da la impresión de que se deja llevar por su movimiento, el Ejército del Mahdi, en vez de dirigirlo. Pero, como cualquier buen demagogo, posee un sentido de la oportunidad extraordinario.
En 2003 y 2004, se aprovechó del desencanto cada vez mayor ante la ocupación estadounidense y la creciente ferocidad de la insurgencia suní, que EE UU no lograba detener. Cualquier tarde de viernes, uno puede ir a la mezquita al aire libre de Al Mohsen, en el suburbio chií de Ciudad Sader, y observar a unos 25,000 hombres arrodillados en la calle que gritan: “¡Muqtada!, ¡Muqtada!, ¡Muqtada!”. Es un espectáculo inquietante, una demostración de dónde se encuentra el poder en el nuevo Irak.
Le he visto en una ocasión y sólo durante un segundo. Fue en agosto de 2004, en Nayaf. Durante semanas, sus hombres habían ocupado el santuario del imán Alí, uno de los lugares más sagrados de los chiíes, y los estadounidenses, con la bendición tácita del ayatolá Alí al Sistani y la dirección chií oficial, habían librado una batalla para entrar en la ciudad y expulsar de la mezquita al Ejército del Mahdi de Al Sader.
Los estadounidenses mataron a centenares de sus seguidores y dejaron que los clérigos moderados del círculo de Al Sistani negociaran un alto el fuego. Un día, los clérigos reunieron a un grupo de periodistas en una casa cercana para hacer su anuncio. Llegué tarde y, cuando me aproximaba, vi a Muqtada que se escabullía por una puerta lateral. Qué imagen: el joven rebelde que había causado tantos problemas se largaba, mientras los adultos arreglaban su desaguisado.
El hecho de que ahora sea imposible imaginar algo así resulta indicativo de lo que ha cambiado la situación en Irak desde entonces. Al Sader es mucho más poderoso que cualquiera de los clérigos que sólo le soportaban hace dos años. La próxima vez no se irá por la puerta de atrás; ahora es el dueño del escenario.
[3] Al Qaeda/Daniel Byman es director del Centro de Estudios sobre la Paz y la Seguridad en la Facultad de Servicio Exterior de la Universidad de Georgetown (EE UU) y miembro no residente del Centro Saban de Política para Oriente Medio en la Brookings Institution (EE UU).
“LOS AMERICANOS ESTÁN ENTRE DOS fuegos”, declaró el lugarteniente de Osama Bin Laden, Ayman al Zauahiri, en 2004. “Si se quedan [en Irak], morirán desangrados; y, si se retiran, lo perderán todo”. Esta sombría predicción ha resultado acertada. Estados Unidos y sus aliados iraquíes se desmoronan, mientras Bin Laden y el movimiento yihadista surgen victoriosos.
Antes de que los americanos invadieran Irak, Al Qaeda estaba contra las cuerdas. Washington y sus aliados habían expulsado a la organización de Afganistán y habían derrocado a los talibanes, y una persecución a escala mundial iba cerrando células terroristas una tras otra, desde Marruecos hasta Malaisia. Además –tal vez igual de importante–, muchos islamistas, incluidos algunos yihadistas, criticaban duramente al multimillonario saudí por haber atacado de forma precipitada a la superpotencia y, por consiguiente, haber provocado la derrota de los talibanes, el único régimen islámico auténtico a ojos de numerosos radicales.
Pero la invasión de Irak dio nueva vida a la organización. En el plano operativo, Washington prefirió desviar tropas a Bagdad que consolidar su victoria en Afganistán y aumentar las posibilidades de localizar a Bin Laden. Hoy, Al Qaeda está reconstruyéndose en las áreas tribales de Pakistán. En el plano político, Irak justificó el argumento del líder saudí de que el enemigo fundamental del mundo musulmán no eran los autócratas locales, sino el enemigo lejano: Estados Unidos.
La invasión de Irak ha inspirado a una nueva generación de jóvenes musulmanes en todo el mundo. La guerra indignó a los más radicales, muchos de ellos han asumido la forma de violencia de Bin Laden.
EL VÍDEO CAÓTICO Y MAL ILUMINADO DE la ejecución de Sadam Husein lo mostraba muy bien: “¡Muqtada!, ¡Muqtada!, ¡Muqtada!”, gritaba una voz mientras los verdugos apretaban el nudo alrededor del cuello de Sadam. Segundos más tarde, el cuerpo del depuesto dictador caía a través de una trampilla.
Tras cuatro años de ocupación estadounidense de Irak, han muerto decenas de miles de personas y la nación se derrumba. Y Muqtada al Sader, un joven clérigo agitador del que pocos habían oído hablar cuando comenzó la invasión, puede afirmar hoy que es el hombre más poderoso del país. Su poder abarca todo el espectro de posibilidades políticas: cuenta con tantos aliados como cualquier otro partido en el Parlamento iraquí, mientras que sus seguidores armados están presentes en todas las fuerzas de seguridad, controlan las calles del este de Bagdad y el sur chií y nutren las filas de muchos de los escuadrones de la muerte que aterrorizan a la minoría suní. A los estadounidenses les gustaría que Muqtada desapareciese de escena; a muchos líderes chiíes moderados les gustaría verle muerto. Pero Al Sader, que tiene sólo treinta y tantos años, parece invulnerable. Es la persona que saldría más beneficiada si Irak se hunde aún más en el caos.
Su ascenso fue, más que una marcha decidida, una ebullición. Subió apoyado en las esperanzas de sus partidarios, millones de chiíes oprimidos que, en otro tiempo, habían venerado a su padre, el ayatolá Mohamed Sadeq al Sader, clérigo y estudioso asesinado junto a otros dos hijos suyos en 1999 por los pistoleros de Sadam. No tiene la erudición de su padre; a veces da la impresión de que se deja llevar por su movimiento, el Ejército del Mahdi, en vez de dirigirlo. Pero, como cualquier buen demagogo, posee un sentido de la oportunidad extraordinario.
En 2003 y 2004, se aprovechó del desencanto cada vez mayor ante la ocupación estadounidense y la creciente ferocidad de la insurgencia suní, que EE UU no lograba detener. Cualquier tarde de viernes, uno puede ir a la mezquita al aire libre de Al Mohsen, en el suburbio chií de Ciudad Sader, y observar a unos 25,000 hombres arrodillados en la calle que gritan: “¡Muqtada!, ¡Muqtada!, ¡Muqtada!”. Es un espectáculo inquietante, una demostración de dónde se encuentra el poder en el nuevo Irak.
Le he visto en una ocasión y sólo durante un segundo. Fue en agosto de 2004, en Nayaf. Durante semanas, sus hombres habían ocupado el santuario del imán Alí, uno de los lugares más sagrados de los chiíes, y los estadounidenses, con la bendición tácita del ayatolá Alí al Sistani y la dirección chií oficial, habían librado una batalla para entrar en la ciudad y expulsar de la mezquita al Ejército del Mahdi de Al Sader.
Los estadounidenses mataron a centenares de sus seguidores y dejaron que los clérigos moderados del círculo de Al Sistani negociaran un alto el fuego. Un día, los clérigos reunieron a un grupo de periodistas en una casa cercana para hacer su anuncio. Llegué tarde y, cuando me aproximaba, vi a Muqtada que se escabullía por una puerta lateral. Qué imagen: el joven rebelde que había causado tantos problemas se largaba, mientras los adultos arreglaban su desaguisado.
El hecho de que ahora sea imposible imaginar algo así resulta indicativo de lo que ha cambiado la situación en Irak desde entonces. Al Sader es mucho más poderoso que cualquiera de los clérigos que sólo le soportaban hace dos años. La próxima vez no se irá por la puerta de atrás; ahora es el dueño del escenario.
[3] Al Qaeda/Daniel Byman es director del Centro de Estudios sobre la Paz y la Seguridad en la Facultad de Servicio Exterior de la Universidad de Georgetown (EE UU) y miembro no residente del Centro Saban de Política para Oriente Medio en la Brookings Institution (EE UU).
“LOS AMERICANOS ESTÁN ENTRE DOS fuegos”, declaró el lugarteniente de Osama Bin Laden, Ayman al Zauahiri, en 2004. “Si se quedan [en Irak], morirán desangrados; y, si se retiran, lo perderán todo”. Esta sombría predicción ha resultado acertada. Estados Unidos y sus aliados iraquíes se desmoronan, mientras Bin Laden y el movimiento yihadista surgen victoriosos.
Antes de que los americanos invadieran Irak, Al Qaeda estaba contra las cuerdas. Washington y sus aliados habían expulsado a la organización de Afganistán y habían derrocado a los talibanes, y una persecución a escala mundial iba cerrando células terroristas una tras otra, desde Marruecos hasta Malaisia. Además –tal vez igual de importante–, muchos islamistas, incluidos algunos yihadistas, criticaban duramente al multimillonario saudí por haber atacado de forma precipitada a la superpotencia y, por consiguiente, haber provocado la derrota de los talibanes, el único régimen islámico auténtico a ojos de numerosos radicales.
Pero la invasión de Irak dio nueva vida a la organización. En el plano operativo, Washington prefirió desviar tropas a Bagdad que consolidar su victoria en Afganistán y aumentar las posibilidades de localizar a Bin Laden. Hoy, Al Qaeda está reconstruyéndose en las áreas tribales de Pakistán. En el plano político, Irak justificó el argumento del líder saudí de que el enemigo fundamental del mundo musulmán no eran los autócratas locales, sino el enemigo lejano: Estados Unidos.
La invasión de Irak ha inspirado a una nueva generación de jóvenes musulmanes en todo el mundo. La guerra indignó a los más radicales, muchos de ellos han asumido la forma de violencia de Bin Laden.
La resurrección más espectacular se produjo en el propio Irak. Sadam había aplastado a los yihadistas con su mano de hierro, pero el país vuelve a estar lleno de ellos, que relegan a los combatientes extranjeros a un papel cada vez más secundario.
Los yihadistas que van a luchar a Irak están formando una red parecida a la que se creó en Afganistán durante la guerra contra los soviéticos. Algunos morirán allí, pero no los suficientes, no todos. Muchos sobrevivirán y volverán a sus países de origen con más fervor que nunca, una ideología más coherente y una agenda llena de contactos. No necesariamente estarán bajo el control de Bin Laden, pero sí formarán parte del movimiento general que ha conseguido alimentar.
La invasión de Irak ha inspirado a una nueva generación de jóvenes musulmanes. Los más radicales han asumido la forma de violencia de Bin Laden
Además, resultan cada vez más letales. Los explosivos improvisados que utilizan en Irak presentan de forma gradual una mayor elaboración y se emplearán en otras yihad, en Cachemira, Chechenia y Somalia. Lo mismo ocurre con los atentados suicidas, tan habituales que no asombran a nadie. Todas estas técnicas están apareciendo ya en Afganistán. La retirada tiene también sus peligros para la lucha antiterrorista. Aunque EE UU se vaya, muchos yihadistas permanecerán en Irak para luchar contra sus enemigos iraquíes. El antiamericanismo resulta muy popular, y la propaganda de este movimiento sabe destacar con gran habilidad el papel que ha desempeñado a la hora de socavar la campaña estadounidense. La credibilidad de esos combatientes envalentonará a los luchadores y les convencerá de que se puede derrotar a Washington y a otros enemigos si los musulmanes prosiguen la batalla.
Los peores presagios apuntan a que algunas zonas de Irak pueden convertirse en un nuevo refugio para el movimiento. Fueron yihadistas del oeste del país los responsables de los sangrientos atentados llevados a cabo en Jordania en 2005, en los que murieron 60 personas. Habrá seguramente otros ataques similares a medida que Irak pase de ser un campo de batalla a constituirse en una base desde la que preparar la siguiente lucha.
[4] Samuel Huntington/David Frum, es miembro residente del think tank American Enterprise Institute y columnista en la versión digital de National Review.
Los yihadistas que van a luchar a Irak están formando una red parecida a la que se creó en Afganistán durante la guerra contra los soviéticos. Algunos morirán allí, pero no los suficientes, no todos. Muchos sobrevivirán y volverán a sus países de origen con más fervor que nunca, una ideología más coherente y una agenda llena de contactos. No necesariamente estarán bajo el control de Bin Laden, pero sí formarán parte del movimiento general que ha conseguido alimentar.
La invasión de Irak ha inspirado a una nueva generación de jóvenes musulmanes. Los más radicales han asumido la forma de violencia de Bin Laden
Además, resultan cada vez más letales. Los explosivos improvisados que utilizan en Irak presentan de forma gradual una mayor elaboración y se emplearán en otras yihad, en Cachemira, Chechenia y Somalia. Lo mismo ocurre con los atentados suicidas, tan habituales que no asombran a nadie. Todas estas técnicas están apareciendo ya en Afganistán. La retirada tiene también sus peligros para la lucha antiterrorista. Aunque EE UU se vaya, muchos yihadistas permanecerán en Irak para luchar contra sus enemigos iraquíes. El antiamericanismo resulta muy popular, y la propaganda de este movimiento sabe destacar con gran habilidad el papel que ha desempeñado a la hora de socavar la campaña estadounidense. La credibilidad de esos combatientes envalentonará a los luchadores y les convencerá de que se puede derrotar a Washington y a otros enemigos si los musulmanes prosiguen la batalla.
Los peores presagios apuntan a que algunas zonas de Irak pueden convertirse en un nuevo refugio para el movimiento. Fueron yihadistas del oeste del país los responsables de los sangrientos atentados llevados a cabo en Jordania en 2005, en los que murieron 60 personas. Habrá seguramente otros ataques similares a medida que Irak pase de ser un campo de batalla a constituirse en una base desde la que preparar la siguiente lucha.
[4] Samuel Huntington/David Frum, es miembro residente del think tank American Enterprise Institute y columnista en la versión digital de National Review.
El hombre que habló del choque de civilizaciones en un polémico artículo publicado hace casi quince años parece más profético que nunca
LOS DISCURSOS DEL PRESIDENTE GEORGE W. Bush sobre la guerra de Irak presentaban a una población iraquí culta y capacitada, deseosa de vivir en libertad en cuanto pudiera emanciparse del dictador que la tiranizaba. En sus alocuciones, comparaba el país mesopotámico con Alemania y Japón, unas naciones que construyeron unas sociedades decentes cuando sus dictaduras cayeron derrocadas por la fuerza. Subrayaba una y otra vez la universalidad de los ideales democráticos y cuestionaba a quienes dudaban de que esos valores pudieran encontrar apoyo en el mundo árabe y musulmán.
En lugar de todo eso, los ciudadanos estadounidenses han visto a los iraquíes divididos en tribus rivales. Han visto a los suníes reunirse en torno a las bandas asesinas de Al Qaeda y a los chiíes congregarse alrededor de unas milicias brutales. Han visto a las distintas comunidades que pueblan Irak enzarzadas en una guerra salvaje. [Parafraseando el título del famoso libro de Bernard Lewis:] ¿qué ha fallado? La respuesta que se oye cada vez más dentro de Estados Unidos: los iraquíes fallaron. Cuando se pregunta hoy a los estadounidenses por las prioridades de la política exterior, la promoción de la democracia aparece como la última de sus preocupaciones.
Desde principios de 2002 hasta comienzos de 2006, la proporción de americanos que decían que el islam fomentaba la violencia pasó del 14% al 33%. El 58% contestaba “sí” a la pregunta (ligeramente distinta) de si esa confesión tenía más seguidores violentos que otras religiones. Es decir, gracias a los sangrientos enfrentamientos que tienen lugar hoy en Irak, ahora hay más estadounidenses que creen que la fe de los seguidores de Mahoma es una creencia violenta que en el periodo inmediatamente posterior a que los terroristas mataran a 3.000 de sus ciudadanos en nombre de esa religión.
Da la impresión de que los hechos han confirmado los peores temores del gran politólogo Samuel Huntington. En su polémico e histórico artículo publicado en 1993, ‘El choque de civilizaciones’, el catedrático de la Universidad de Harvard (EE UU) escribió: “[La] interacción militar entre Occidente y el islam, que data de varios siglos, tiene pocas probabilidades de disminuir. Es posible que se vuelva más violenta”. Diez años antes de que el presidente George W. Bush afirmara que la democracia fomenta la paz, Huntington había dicho: “En el mundo árabe (...) la democracia occidental refuerza a los grupos políticos antioccidentales”.
Cada vez más, los estadounidenses están convencidos de que la naturaleza del islam esconde una confesión hostil a la democracia y a Occidente
A medida que se vuelven en contra de la guerra de Irak, los americanos también parecen haber rechazado las alegres teorías sobre Oriente Medio que constituyeron el fundamento de la invasión. El actual inquilino de la Casa Blanca dijo que el terrorismo era obra de un puñado de extremistas, y que la inmensa mayoría de los habitantes de Oriente Medio les repudiaba. Sus compatriotas han dejado de creerle. Cada vez más, están convencidos de que la naturaleza del islam esconde una confesión intrínsecamente hostil a la democracia y a Occidente. Las civilizaciones están en pleno choque. Paul Wolfowitz ha perdido. Sam Huntington ha ganado.
5] China/Steve Tsang, enseña en la cátedra Louis Cha de estudios chinos modernos en St. Antony’s College (Oxford, Reino Unido).
SI LA IMPRESIONANTE DEMOSTRACIÓN DE fuerza de Estados Unidos durante la invasión de Irak en 2003 causó gran preocupación en Pekín, los errores de la Administración Bush en la ocupación posterior han sido un regalo del cielo para el Imperio del Centro.
La extraordinaria transformación de las asombrosas victorias militares en un lodazal para el Ejército estadounidense, los escándalos de Abu Ghraib y la incapacidad de proporcionar seguridad y estabilidad –por no hablar de democracia– al Irak posterior a Sadam han erosionado de forma muy grave el prestigio internacional de EE UU. La espectacular caída del poder blando estadounidense desde las alturas a las que llegó tras la guerra fría, justo después de la intervención en Kosovo, ha engendrado una situación internacional favorable a China, que muestra un ascenso pacífico, benigno e incluso constructivo.
Pekín, considerado como el único rival convincente de Estados Unidos a largo plazo, debe manejar su ascensión con enorme cuidado para no causar en la comunidad internacional una alarma que podría desembocar en nuevas rivalidades desestabilizadoras entre superpotencias.
Con independencia de que uno se crea o no la defensa que hacen las autoridades chinas de “un orden mundial armonioso”, está claro que esta actitud contrasta sobremanera con la preferencia de Bush por el unilateralismo y su evidente incapacidad de estar a la altura de su retórica sobre la democracia y el “hacer el bien”. Esa diferencia y la aparente obsesión de Washington con Irak han permitido que China se construya una imagen positiva en Asia y en el resto del mundo. Los chinos han intentado sacar el máximo provecho con la organización de las negociaciones a seis bandas sobre el programa de armas nucleares de Corea del Norte.
Si no se produce un vuelco radical de la situación de Estados Unidos en el país mesopotámico, esa experiencia va a debilitar, casi con toda seguridad, el deseo de los estadounidenses de intervenir militarmente en otros países. Y eso eleva el umbral político para que Washington ayude a Taiwan a defenderse de China. Esta perspectiva debería empujar a la isla disidente a no hacer lo que, desde el punto de vista de Pekín, son pasos “provocadores”.
Ya en 2003, la actual Administración, la que más ha apoyado a Taiwan desde la época de Eisenhower, fue la única que criticó públicamente a su líder por su política en relación con China.
Aunque la Casa Blanca sigue dispuesta a defender al régimen de Taipei en caso de un ataque no provocado de China, ahora ya suele contener al presidente, Chen Shui-bian, para que no emplee cierto tipo de retórica nacionalista ni lleve a cabo acciones que puedan ser demasiado ofensivas para el Gobierno comunista.
Por último, los compromisos en Irak exigen que el Ejército estadounidense dedique su atención y sus partidas presupuestarias a la lucha contra la insurgencia en lugar de a la guerra convencional. Eso hace que hoy disponga de menos recursos para acumular las fuerzas que le permitieran vencer en una posible guerra de China contra Taiwan. La diplomacia de Pekín no lo había conseguido nunca. Hasta que llegó la guerra de Irak.
[6] Dictadores árabes
Los autócratas de Oriente Medio sufrían presiones para reformar sus países. Ahora respiran tranquilos.
Marina Ottaway es directora del programa de Oriente Medio en el Carnegie Endowment for International Peace (EE UU).
EL FRACASO DE LA POLÍTICA DE EE UU EN Oriente Medio un respiro en las presiones democratizadoras, siempre y cuando se sitúen de forma clara al lado de Washington en el enfrentamiento que se avecina con Irán, Siria y los islamistas chiíes. Arabia Saudí y Egipto han sido los máximos beneficiarios de la pérdida de interés de los estadounidenses en secar el pantano de la autocracia, una vez que se han encontrado con caimanes tan grandes como Irán y sus aliados. La autocracia vuelve a prosperar; y los caimanes, también.
Arabia Saudí ha sido históricamente un socio fiel de Estados Unidos, al que ofrece petróleo barato a cambio de protección. Egipto, al que Nasser ató en corto durante años, se convirtió en sólido aliado cuando el presidente Anuar al Sadat viajó a Jerusalén y luego firmó los acuerdos de Camp David, convirtiéndose así en el primer país árabe que rubricó un tratado de paz con Israel, en 1978.
La postura prooccidental de Egipto y Arabia Saudí les protegió de las críticas... hasta los atentados del 11 de septiembre de 2001. Casi de la noche a la mañana, los dos países se convirtieron en enemigos de Estados Unidos y se les acusó de alimentar el terrorismo porque negaban a sus ciudadanos la democracia y una política de libre mercado y generadora de riqueza. El autoritarismo y la mala política económica, según el nuevo credo de Washington, engendraban frustraciones que encontraban la válvula de escape en el terrorismo. El antídoto era la democracia.
Durante unos años, Egipto y Arabia Saudí se encontraron en la posición incómoda y poco frecuente de que las autoridades estadounidenses les dieran lecciones de democracia. El Cairo se llevó la mayor parte de las críticas porque estaban claras las reformas que debía hacer su Ejecutivo para ser más democrático. Sus funcionarios recibieron clases constantes sobre elecciones competitivas y enmiendas constitucionales; la situación más grave tuvo lugar tras aplazar Estados Unidos las conversaciones sobre un acuerdo de libre comercio después de que el Gobierno egipcio condenó a un líder moderado de la oposición a cinco años de cárcel por unos cargos que eran, en el mejor de los casos, endebles.
Arabia Saudí salió mejor librada, en parte, porque nadie tenía un plan para transformar este reino en una democracia y, en parte, porque EE UU dependía de su petróleo. Aun así, el país cayó bajo sospecha, acusado de financiar la expansión del islam radical e incluso a grupos terroristas. Nunca más, proclamaron altos funcionarios y expertos, nunca más volvería Estados Unidos a apoyar a regímenes autoritarios en nombre de una estabilidad inmediata. El 11 de septiembre acabó con esa política. Al menos durante unos años.
Ahora que la Casa Blanca está atascada en el sangriento caos iraquí, Arabia Saudí y Egipto gozan de nuevo del favor del Gobierno Bush. Y no porque se hayan vuelto más democráticos: Riad no ha cambiado y el régimen egipcio tolera cada vez menos la disidencia
Ahora que la Casa Blanca está atascada en el sangriento caos iraquí, Arabia Saudí y Egipto gozan de nuevo del favor de la Administración Bush. Pero no porque se hayan vuelto más democráticos. La monarquía saudí no ha cambiado. El régimen egipcio está retrocediendo por momentos y tolera cada vez menos la disidencia a medida que se acerca, al cabo de 25 años, el inevitable final de la presidencia de Hosni Mubarak y se prepara para una sucesión difícil.
Sin embargo, los dos países están rehabilitados o, por lo menos, reetiquetados: por desgracia, ahora se les considera moderados. Como quizá habría dicho el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, con un lenguaje más franco, siguen siendo los mismos hijos de puta, pero son de nuevo “nuestros hijos de puta”.
En Oriente Medio hemos vuelto a la política de la guerra fría. Es posible que los elevados ideales de la promoción de la democracia sigan teniendo hueco en los discursos oficiales, pero, a la hora de elaborar las políticas, los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos. El adversario es Irán, que, como antaño ocurría con la Unión Soviética, se ha rodeado de peligrosos adláteres: Hamás, Hezbolá y Siria. El régimen de Teherán quiere dominar la región y Washington va a seguir apoyando a los países que estén interesados en resistirse a ese dominio. Y en ese sentido puede contar con Arabia Saudí y Egipto. Eso les convierte en moderados, y basta.
Ahora bien, los Gobiernos de El Cairo y Riad están pagando un precio muy alto por ese respiro en el celo democrático de Washington. Tienen que lidiar con un Irán que ya no se ve limitado por el poder iraquí, con la resurrección de los chiíes, con el desmoronamiento de un Líbano que puede sumirse en el caos y con una Palestina que ya está en él.
No está nada claro si Egipto y Arabia Saudí no preferirían cambiar los problemas que ha supuesto la desestabilización de la región por la vuelta a las presiones reformistas de antaño. Pero ahora no pueden elegir.
[7] El precio del petróleo/Bill Emmott, está escribiendo un libro sobre el futuro equilibrio de poder entre China, India y Japón. Fue director de The Economist durante 13 años, hasta 2006.
LA GRÚA SE HA CONVERTIDO EN símbolo del desarrollo económico en Occidente. También en muchos de los países del mundo árabe que se opusieron a la invasión de Irak y todavía hoy la condenan. Sin embargo, la verdad muestra que esos países se han beneficiado enormemente de la invasión, por lo menos en términos económicos. Cuando se visitan Dubai, Qatar o cualquiera de las ciudades-Estado del golfo Pérsico, lo primero que llama la atención es el volumen de construcciones: rascacielos relucientes, complejos de vacaciones, opulentos edificios de viviendas y plantas desalinizadoras. El motivo de todas esas obras es que los Estados del Golfo están en pleno boom económico. ¿Por qué? Porque George W. Bush invadió Irak
Se citan muchas razones cuando se quiere explicar por qué los precios del petróleo alcanzaron casi los 80 dólares (unos 60 euros) por barril en julio de 2006: la fuerte demanda en China, India y otros mercados emergentes; las escasas inversiones en nuevas reservas de crudo e instalaciones de refino durante los dos decenios anteriores; las interrupciones del suministro en otros países productores, como Nigeria; el miedo a atentados terroristas en oleoductos y otras infraestructuras, sobre todo en Arabia Saudí. Todos esos motivos son ciertos, pero ni siquiera todos juntos justifican de forma convincente un aumento tan espectacular. La pieza del rompecabezas que falta es la invasión de Irak.
Justo antes de la intervención, el precio era aproximadamente de 30 dólares el barril. Durante los tres años sucesivos, subió a más del doble. Las bolsas árabes se dispararon, ayudadas también por el aumento de los gastos de reconstrucción en Irak y el consiguiente flujo de dinero a la región. Los presupuestos de los Gobiernos, que hasta entonces estaban sufriendo dificultades o incluso presentaban déficit, experimentaron superávit repentinos gracias a los ingresos del petróleo, lo cual permitió que países como Arabia Saudí, preocupados por el desempleo y el malestar social, aumentaran el gasto público.
La guerra tuvo un efecto decisivo sobre el crudo, en parte, por la catástrofe en la que se ha convertido. Los mercados que esperaban, como mínimo, una recuperación gradual del suministro de oro negro del propio Irak, se han visto desilusionados, gracias a la insurgencia. La invasión también ha ayudado al cartel de productores de petróleo, la OPEP, a limitar de forma coordinada su producción y alegrarse de que la subida de los precios pudiera achacarse a la guerra y a los atentados terroristas, y no a ellos. Es verdad que la OPEP no tenía mucha capacidad de producir excedentes durante este periodo, pero también que el grupo no sintió en ningún momento la necesidad de apresurarse a aumentarla. Estaba sacando demasiado provecho al elevado precio.
Ahora que casi todos los especialistas en predicciones económicas del mundo han empezado a prever que los precios energéticos seguirán al alza durante un tiempo indefinido, es cuando están empezando a bajar: hoy se encuentran casi un 35% por debajo de su cota máxima.
La unidad de la OPEP muestra quizá sus primeras grietas, los suministros aumentan gradualmente y la demanda se reduce en algunos países o aumenta más despacio en otros. Pero nada de todo eso se debe a que la situación haya mejorado en Irak. Los productores de petróleo tienen que agradecer a esa aventura haber disfrutado de tres años magníficos.
[8] Naciones Unidas/Martin Wolf, es director adjunto y comentarista económico principal de The Financial Times.
LOS DELIRIOS DE GRANDEZA DE UNA superpotencia invencible han muerto en las arenas de Mesopotamia. Pero ¿qué surgirá cuando perezca la fantasía del momento unipolar? Nos guste o no –y a muchos estadounidenses les desagrada profundamente–, parte de la solución estará en Naciones Unidas.
Estados Unidos no puede marginarse de nuestro mundo, cada vez más integrador, por muy tentadora que se vuelva la opción del aislacionismo. No sólo es el centro de la economía mundial, sino que depende de importaciones de materias primas esenciales, sobre todo de la energía. Ahora bien, si Washington no puede apartarse y no puede o no quiere imponer su voluntad al resto del mundo, ¿qué opción le queda, salvo actuar como líder de un grupo de potencias concertadas? Seguirá siendo la mayor potencia económica, militar, tecnológica y cultural del mundo. Pero tendrá una posición de avanzadilla, no de dominio incontestado. ¿Cómo debería ejercer ese liderazgo? La respuesta, como siempre, consiste en encontrar un número suficiente de seguidores voluntarios. Pero eso sólo se puede lograr si los posibles partidarios ven que la superpotencia tiene debidamente en cuenta sus intereses, sus sensibilidades e incluso sus incompetencias. Para alcanzar ese nivel de superioridad hace falta algo más que la diplomacia ad hoc del equilibrio de poder decimonónico, con su comprobada capacidad de alimentar animosidades y cometer errores.
Los esfuerzos para encontrar soluciones coordinadas a los problemas mundiales deben centrarse en una ONU reformada, sobre todo con una renovación del Consejo de Seguridad. Al trabajar a través de esta organización, Estados Unidos puede lograr más legitimidad. Al reconocer la necesidad de escuchar a otras potencias, puede hacer que acepten mejor su poder. Al negociar de buena fe, puede asegurarse la cooperación de otros Estados y, de esa forma, aplicar más experiencia y más recursos a la superación de los retos a los que se enfrenta.
También resulta importante el hecho de que el sistema de Naciones Unidas ofrece unas ventajas esenciales a la hora de abordar los problemas más acuciantes. Ante todo, tiene la legitimidad que le da representar al mundo en su conjunto. Y, asimismo, posee una amplia experiencia en construcción nacional, unos recursos humanos considerables y, en caso necesario, una mayor capacidad de conovocatoria.
Los críticos alegarán que Naciones Unidas no apoyó a Washington en Irak. Es verdad, pero sólo reflejó la opinión de gran parte del mundo, que consideraba que la intervención en aquel país era una misión imposible.
Asimismo dirán que se trata de una institución llena de defectos. Eso es cierto, pero también ha quedado clara para todo el mundo la ineficacia de la Casa Blanca para construir una nación en solitario. Una ONU reformada aportará seguramente más eficacia que las intervenciones espasmódicas de una superpotencia solitaria y, a menudo, inatenta, en parte porque posee más legitimidad y en parte porque tiene más experiencia.
A Washington le parecerá frustrante esta vía, por supuesto. Pero no tiene por qué temer a la ONU, ya que siempre podrá vetar sus medidas. Sobre todo, si no consigue sus deseos por sí solo, deberá atraer a otros para que le den la cooperación que necesita. No existe otra alternativa. Por eso Naciones Unidas, pese a todos sus defectos, ha salido inevitablemente vencedora de la humillante experiencia estadounidense en Irak
[9] La Vieja Europa/Gianni Riotta, es colaborador de la edición estadounidense de Foreign Policy y redactor de Tg1, el primer informativo de la televisión italiana.
EN 216 A. C. ANÍBAL GANÓ LA BATALLA DE Cannas. El legendario general rodeó a las legiones romanas y en un solo día murieron alrededor de 70.000 legionarios, 80 senadores y un cónsul. Pero Aníbal no supo qué hacer con el poder que había obtenido tan brillantemente. Roma tardó poco más de un decenio en vengarse.
Del mismo modo, la historia demostrará que la Vieja Europa ganó la batalla de Bagdad. Cuatro años después de que las tropas estadounidenses entraran en la capital de Irak, la Vieja Europa parece haber vencido a las legiones bushianas, a docenas de centuriones neocon, a unos cuantos senadores republicanos y a un presidente.
Es un momento fundamental para las potencias europeas –encabezadas sobre todo por Francia y Alemania– que defendieron la contención y advirtieron sobre los peligros que podían derivar de una guerra apresurada. Ahora bien, ¿sabe Europa qué hacer con su victoria moral?, ¿perderá ímpetu, como les ocurrió a las tropas de Aníbal que disfrutaban de vacaciones invernales en Capua mientras Roma se reagrupaba?
Estados Unidos se ha quedado sin fuelle en Oriente Medio, y los embajadores de la Vieja Europa recorren el mundo suavemente, corteses y un poco engreídos, en sus trajes impecablemente cortados, mientras sugieren: “Ya se lo dijimos”. Y es verdad que la Vieja Europa le dijo a Washington muchas cosas que han resultado ser verdad: no había armas de destrucción masiva, los clanes existentes en Irak están enfrentados y ese país no se entregará fácilmente a la democracia. Hay que perdonar a los diplomáticos de la Vieja Europa que, tras haberse sentido reivindicados en las arenas de Irak, crean ahora que tienen razón sobre muchos otros asuntos.
Pero, aunque la Vieja Europa tenía razón sobre la guerra, no es fácil decir que han administrado su victoria mejor que el general más famoso de Cartago. Hoy no existe ninguna solución europea para controlar las ambiciones nucleares de Irán. ¿Dónde está su plan estratégico para impulsar las trayectorias políticas del presidente palestino, Mahmud Abbas, y el primer ministro libanés, Fuad Siniora?
Si el general estadounidense David Petraeus retirase rápidamente a sus tropas de Bagdad, ¿tendría la Vieja Europa alguna idea o solución que proponer para detener la guerra civil? Si alguien pide ayuda a Bruselas, ¿responderá a la llamada?
Los europeos tenían razón desde el punto de vista táctico en 2003, pero todavía no han presentado ninguna estrategia mundial. Corren el peligro de que los vencedores sean Pekín, Moscú y Teherán
Durante gran parte de los últimos cuatro años, se ha aireado abundantemente la superioridad ética de la Vieja Europa sobre Estados Unidos, a través de la CNN y un número interminable de páginas web y portales de noticias.
Pero ése es el equivalente posmoderno de las tropas de Aníbal que descansaban en Capua. Porque, por mucha razón que crean tener los diplomáticos de la Vieja Europa, no existe un plan de pax europea, ni un plan de banderas azules con estrellas sobre Bagdad.
Aníbal era un genio táctico que luchó por su país con una mala estrategia. La Vieja Europa tenía razón desde el punto de vista táctico en 2003, pero todavía no ha presentado ninguna nueva estrategia mundial. Si no lo hace, corre el riesgo de que los auténticos vencedores de la locura de Bush sean Pekín, Moscú y Teherán. Aníbal lo sabe mejor que nadie.
[10] Israel/Amatzia Baram, dirige el Centro Meir y Miriam Ezri de Estudios sobre Irán y el golfo Pérsico en la Universidad de Haifa (Israel).
LA HISTORIA DE LO QUE ISRAEL HA ganado con la guerra de Irak es la historia de una victoria sobre casos hipotéticos, sobre condicionales. Antes del conflicto, mucha gente creía –sin razón– que Sadam Husein había iniciado un programa nuclear militar, después de que prohibiera la entrada de los inspectores de la ONU en 1998.
La idea de que existía esa amenaza no andaba del todo descaminada; posteriormente, los subordinados de Sadam declararon al Grupo Duelfer de Estudios sobre Irak que creían que su líder estaba decidido a reanudar su proyecto nuclear militar en cuanto se levantara el embargo internacional. Como ocurre hoy con Irán, en Israel, antes de la invasión, se pensaba que las decisiones de Sadam eran difíciles de predecir y que, por consiguiente, un Irak nuclear representaba un peligro inmenso. En esa época, el dictador iraquí aparecía como el único dirigente árabe que pedía la eliminación de Israel, además del libio, Muamar Gadafi.
Por suerte para Israel, la guerra de Irak ha enseñado una lección al coronel Gadafi mediante la intimidación. Aunque las negociaciones entre el líder libio y Occidente habían comenzado antes de que empezara la guerra iraquí, existen motivos para pensar que la eliminación de Sadam y sus esbirros pesó en su decisión de abandonar el programa nuclear y reincorporarse a la comunidad de países civilizados. Ni siquiera los servicios israelíes de inteligencia sabían, en aquel entonces, hasta dónde había llegado Trípoli en su intento de obtener un pequeño arsenal nuclear. No es posible conocer hasta dónde habría llevado Gadafi el programa, ni si habría atacado al Estado judío con armas nucleares. Gracias al uso de la fuerza contra su homólogo iraquí, los israelíes no van a tener que averiguarlo.
Tampoco tendrán que preguntarse qué habría ocurrido con un Sadam envalentonado si EE UU y varios aliados no hubieran invadido Irak. Antes de la guerra, el régimen de Bagdad era militarmente débil. Pero el embargo internacional sufría erosiones continuas. Si las cosas hubieran seguido avanzando en la misma dirección durante unos cuantos años más, sobre todo vista la subida meteórica de los precios del petróleo a partir de 2004, el dictador iraquí habría contado con suficientes recursos económicos ilícitos para volver a equipar a sus fuerzas armadas. Dadas las tensiones cada vez mayores entre Israel y Hezbolá y Siria desde julio de 2006, además de una marcada mejoría de las relaciones entre Damasco y Bagdad, éste habría podido intervenir en el frente noreste de Israel. Como ocurrió en la guerra de 1973, en caso de un nuevo conflicto, un Ejército iraquí razonablemente equipado habría podido dar un apoyo importante a las fuerzas de la Siria baazista.
Por el contrario, la caída de Sadam cerró un capítulo en el apoyo de Irak a uno de los peores enemigos del pueblo israelí. En tiempos del dictador iraquí, Bagdad pagaba 25.000 dólares a cada familia palestina cuyo hijo cometiera una operación terrorista suicida contra objetivos israelíes (casi exclusivamente civiles) y 10.000 dólares por atentados menos espectaculares. El estímulo iraquí oficial de los atentados suicidas palestinos se ha terminado. Ahora, en plena guerra civil, la mentalidad del atentado suicida que fomentaba Sadam contra Israel se ha vuelto en contra del propio Irak.
Por desgracia para Israel, cuando un vecino amenazador –o varios– se esfuma, siempre hay otro que acecha a la vuelta de la esquina. El presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, lo ha demostrado en los últimos años. Así como Israel se ha beneficiado de la caída del régimen baazista, los dirigentes iraníes y su islam chií se han convertido en una amenaza para sus vecinos y para la estabilidad de la región.
Pero el principal peligro que representa Irán para Israel no es su influjo en Irak, sino su programa nuclear. La desaparición de Sadam no eliminó todas las amenazas contra la seguridad de Israel, pero el hecho de que ya no pueda haber armas atómicas ni en Irak ni en Libia es una tabla de salvación. Y lo es también –cosa muy importante– para los pueblos iraquí, libio y palestino. Y cuando todos comparten una misma victoria, ése constituye sin duda un motivo de celebración.
LOS DISCURSOS DEL PRESIDENTE GEORGE W. Bush sobre la guerra de Irak presentaban a una población iraquí culta y capacitada, deseosa de vivir en libertad en cuanto pudiera emanciparse del dictador que la tiranizaba. En sus alocuciones, comparaba el país mesopotámico con Alemania y Japón, unas naciones que construyeron unas sociedades decentes cuando sus dictaduras cayeron derrocadas por la fuerza. Subrayaba una y otra vez la universalidad de los ideales democráticos y cuestionaba a quienes dudaban de que esos valores pudieran encontrar apoyo en el mundo árabe y musulmán.
En lugar de todo eso, los ciudadanos estadounidenses han visto a los iraquíes divididos en tribus rivales. Han visto a los suníes reunirse en torno a las bandas asesinas de Al Qaeda y a los chiíes congregarse alrededor de unas milicias brutales. Han visto a las distintas comunidades que pueblan Irak enzarzadas en una guerra salvaje. [Parafraseando el título del famoso libro de Bernard Lewis:] ¿qué ha fallado? La respuesta que se oye cada vez más dentro de Estados Unidos: los iraquíes fallaron. Cuando se pregunta hoy a los estadounidenses por las prioridades de la política exterior, la promoción de la democracia aparece como la última de sus preocupaciones.
Desde principios de 2002 hasta comienzos de 2006, la proporción de americanos que decían que el islam fomentaba la violencia pasó del 14% al 33%. El 58% contestaba “sí” a la pregunta (ligeramente distinta) de si esa confesión tenía más seguidores violentos que otras religiones. Es decir, gracias a los sangrientos enfrentamientos que tienen lugar hoy en Irak, ahora hay más estadounidenses que creen que la fe de los seguidores de Mahoma es una creencia violenta que en el periodo inmediatamente posterior a que los terroristas mataran a 3.000 de sus ciudadanos en nombre de esa religión.
Da la impresión de que los hechos han confirmado los peores temores del gran politólogo Samuel Huntington. En su polémico e histórico artículo publicado en 1993, ‘El choque de civilizaciones’, el catedrático de la Universidad de Harvard (EE UU) escribió: “[La] interacción militar entre Occidente y el islam, que data de varios siglos, tiene pocas probabilidades de disminuir. Es posible que se vuelva más violenta”. Diez años antes de que el presidente George W. Bush afirmara que la democracia fomenta la paz, Huntington había dicho: “En el mundo árabe (...) la democracia occidental refuerza a los grupos políticos antioccidentales”.
Cada vez más, los estadounidenses están convencidos de que la naturaleza del islam esconde una confesión hostil a la democracia y a Occidente
A medida que se vuelven en contra de la guerra de Irak, los americanos también parecen haber rechazado las alegres teorías sobre Oriente Medio que constituyeron el fundamento de la invasión. El actual inquilino de la Casa Blanca dijo que el terrorismo era obra de un puñado de extremistas, y que la inmensa mayoría de los habitantes de Oriente Medio les repudiaba. Sus compatriotas han dejado de creerle. Cada vez más, están convencidos de que la naturaleza del islam esconde una confesión intrínsecamente hostil a la democracia y a Occidente. Las civilizaciones están en pleno choque. Paul Wolfowitz ha perdido. Sam Huntington ha ganado.
5] China/Steve Tsang, enseña en la cátedra Louis Cha de estudios chinos modernos en St. Antony’s College (Oxford, Reino Unido).
SI LA IMPRESIONANTE DEMOSTRACIÓN DE fuerza de Estados Unidos durante la invasión de Irak en 2003 causó gran preocupación en Pekín, los errores de la Administración Bush en la ocupación posterior han sido un regalo del cielo para el Imperio del Centro.
La extraordinaria transformación de las asombrosas victorias militares en un lodazal para el Ejército estadounidense, los escándalos de Abu Ghraib y la incapacidad de proporcionar seguridad y estabilidad –por no hablar de democracia– al Irak posterior a Sadam han erosionado de forma muy grave el prestigio internacional de EE UU. La espectacular caída del poder blando estadounidense desde las alturas a las que llegó tras la guerra fría, justo después de la intervención en Kosovo, ha engendrado una situación internacional favorable a China, que muestra un ascenso pacífico, benigno e incluso constructivo.
Pekín, considerado como el único rival convincente de Estados Unidos a largo plazo, debe manejar su ascensión con enorme cuidado para no causar en la comunidad internacional una alarma que podría desembocar en nuevas rivalidades desestabilizadoras entre superpotencias.
Con independencia de que uno se crea o no la defensa que hacen las autoridades chinas de “un orden mundial armonioso”, está claro que esta actitud contrasta sobremanera con la preferencia de Bush por el unilateralismo y su evidente incapacidad de estar a la altura de su retórica sobre la democracia y el “hacer el bien”. Esa diferencia y la aparente obsesión de Washington con Irak han permitido que China se construya una imagen positiva en Asia y en el resto del mundo. Los chinos han intentado sacar el máximo provecho con la organización de las negociaciones a seis bandas sobre el programa de armas nucleares de Corea del Norte.
Si no se produce un vuelco radical de la situación de Estados Unidos en el país mesopotámico, esa experiencia va a debilitar, casi con toda seguridad, el deseo de los estadounidenses de intervenir militarmente en otros países. Y eso eleva el umbral político para que Washington ayude a Taiwan a defenderse de China. Esta perspectiva debería empujar a la isla disidente a no hacer lo que, desde el punto de vista de Pekín, son pasos “provocadores”.
Ya en 2003, la actual Administración, la que más ha apoyado a Taiwan desde la época de Eisenhower, fue la única que criticó públicamente a su líder por su política en relación con China.
Aunque la Casa Blanca sigue dispuesta a defender al régimen de Taipei en caso de un ataque no provocado de China, ahora ya suele contener al presidente, Chen Shui-bian, para que no emplee cierto tipo de retórica nacionalista ni lleve a cabo acciones que puedan ser demasiado ofensivas para el Gobierno comunista.
Por último, los compromisos en Irak exigen que el Ejército estadounidense dedique su atención y sus partidas presupuestarias a la lucha contra la insurgencia en lugar de a la guerra convencional. Eso hace que hoy disponga de menos recursos para acumular las fuerzas que le permitieran vencer en una posible guerra de China contra Taiwan. La diplomacia de Pekín no lo había conseguido nunca. Hasta que llegó la guerra de Irak.
[6] Dictadores árabes
Los autócratas de Oriente Medio sufrían presiones para reformar sus países. Ahora respiran tranquilos.
Marina Ottaway es directora del programa de Oriente Medio en el Carnegie Endowment for International Peace (EE UU).
EL FRACASO DE LA POLÍTICA DE EE UU EN Oriente Medio un respiro en las presiones democratizadoras, siempre y cuando se sitúen de forma clara al lado de Washington en el enfrentamiento que se avecina con Irán, Siria y los islamistas chiíes. Arabia Saudí y Egipto han sido los máximos beneficiarios de la pérdida de interés de los estadounidenses en secar el pantano de la autocracia, una vez que se han encontrado con caimanes tan grandes como Irán y sus aliados. La autocracia vuelve a prosperar; y los caimanes, también.
Arabia Saudí ha sido históricamente un socio fiel de Estados Unidos, al que ofrece petróleo barato a cambio de protección. Egipto, al que Nasser ató en corto durante años, se convirtió en sólido aliado cuando el presidente Anuar al Sadat viajó a Jerusalén y luego firmó los acuerdos de Camp David, convirtiéndose así en el primer país árabe que rubricó un tratado de paz con Israel, en 1978.
La postura prooccidental de Egipto y Arabia Saudí les protegió de las críticas... hasta los atentados del 11 de septiembre de 2001. Casi de la noche a la mañana, los dos países se convirtieron en enemigos de Estados Unidos y se les acusó de alimentar el terrorismo porque negaban a sus ciudadanos la democracia y una política de libre mercado y generadora de riqueza. El autoritarismo y la mala política económica, según el nuevo credo de Washington, engendraban frustraciones que encontraban la válvula de escape en el terrorismo. El antídoto era la democracia.
Durante unos años, Egipto y Arabia Saudí se encontraron en la posición incómoda y poco frecuente de que las autoridades estadounidenses les dieran lecciones de democracia. El Cairo se llevó la mayor parte de las críticas porque estaban claras las reformas que debía hacer su Ejecutivo para ser más democrático. Sus funcionarios recibieron clases constantes sobre elecciones competitivas y enmiendas constitucionales; la situación más grave tuvo lugar tras aplazar Estados Unidos las conversaciones sobre un acuerdo de libre comercio después de que el Gobierno egipcio condenó a un líder moderado de la oposición a cinco años de cárcel por unos cargos que eran, en el mejor de los casos, endebles.
Arabia Saudí salió mejor librada, en parte, porque nadie tenía un plan para transformar este reino en una democracia y, en parte, porque EE UU dependía de su petróleo. Aun así, el país cayó bajo sospecha, acusado de financiar la expansión del islam radical e incluso a grupos terroristas. Nunca más, proclamaron altos funcionarios y expertos, nunca más volvería Estados Unidos a apoyar a regímenes autoritarios en nombre de una estabilidad inmediata. El 11 de septiembre acabó con esa política. Al menos durante unos años.
Ahora que la Casa Blanca está atascada en el sangriento caos iraquí, Arabia Saudí y Egipto gozan de nuevo del favor del Gobierno Bush. Y no porque se hayan vuelto más democráticos: Riad no ha cambiado y el régimen egipcio tolera cada vez menos la disidencia
Ahora que la Casa Blanca está atascada en el sangriento caos iraquí, Arabia Saudí y Egipto gozan de nuevo del favor de la Administración Bush. Pero no porque se hayan vuelto más democráticos. La monarquía saudí no ha cambiado. El régimen egipcio está retrocediendo por momentos y tolera cada vez menos la disidencia a medida que se acerca, al cabo de 25 años, el inevitable final de la presidencia de Hosni Mubarak y se prepara para una sucesión difícil.
Sin embargo, los dos países están rehabilitados o, por lo menos, reetiquetados: por desgracia, ahora se les considera moderados. Como quizá habría dicho el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, con un lenguaje más franco, siguen siendo los mismos hijos de puta, pero son de nuevo “nuestros hijos de puta”.
En Oriente Medio hemos vuelto a la política de la guerra fría. Es posible que los elevados ideales de la promoción de la democracia sigan teniendo hueco en los discursos oficiales, pero, a la hora de elaborar las políticas, los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos. El adversario es Irán, que, como antaño ocurría con la Unión Soviética, se ha rodeado de peligrosos adláteres: Hamás, Hezbolá y Siria. El régimen de Teherán quiere dominar la región y Washington va a seguir apoyando a los países que estén interesados en resistirse a ese dominio. Y en ese sentido puede contar con Arabia Saudí y Egipto. Eso les convierte en moderados, y basta.
Ahora bien, los Gobiernos de El Cairo y Riad están pagando un precio muy alto por ese respiro en el celo democrático de Washington. Tienen que lidiar con un Irán que ya no se ve limitado por el poder iraquí, con la resurrección de los chiíes, con el desmoronamiento de un Líbano que puede sumirse en el caos y con una Palestina que ya está en él.
No está nada claro si Egipto y Arabia Saudí no preferirían cambiar los problemas que ha supuesto la desestabilización de la región por la vuelta a las presiones reformistas de antaño. Pero ahora no pueden elegir.
[7] El precio del petróleo/Bill Emmott, está escribiendo un libro sobre el futuro equilibrio de poder entre China, India y Japón. Fue director de The Economist durante 13 años, hasta 2006.
LA GRÚA SE HA CONVERTIDO EN símbolo del desarrollo económico en Occidente. También en muchos de los países del mundo árabe que se opusieron a la invasión de Irak y todavía hoy la condenan. Sin embargo, la verdad muestra que esos países se han beneficiado enormemente de la invasión, por lo menos en términos económicos. Cuando se visitan Dubai, Qatar o cualquiera de las ciudades-Estado del golfo Pérsico, lo primero que llama la atención es el volumen de construcciones: rascacielos relucientes, complejos de vacaciones, opulentos edificios de viviendas y plantas desalinizadoras. El motivo de todas esas obras es que los Estados del Golfo están en pleno boom económico. ¿Por qué? Porque George W. Bush invadió Irak
Se citan muchas razones cuando se quiere explicar por qué los precios del petróleo alcanzaron casi los 80 dólares (unos 60 euros) por barril en julio de 2006: la fuerte demanda en China, India y otros mercados emergentes; las escasas inversiones en nuevas reservas de crudo e instalaciones de refino durante los dos decenios anteriores; las interrupciones del suministro en otros países productores, como Nigeria; el miedo a atentados terroristas en oleoductos y otras infraestructuras, sobre todo en Arabia Saudí. Todos esos motivos son ciertos, pero ni siquiera todos juntos justifican de forma convincente un aumento tan espectacular. La pieza del rompecabezas que falta es la invasión de Irak.
Justo antes de la intervención, el precio era aproximadamente de 30 dólares el barril. Durante los tres años sucesivos, subió a más del doble. Las bolsas árabes se dispararon, ayudadas también por el aumento de los gastos de reconstrucción en Irak y el consiguiente flujo de dinero a la región. Los presupuestos de los Gobiernos, que hasta entonces estaban sufriendo dificultades o incluso presentaban déficit, experimentaron superávit repentinos gracias a los ingresos del petróleo, lo cual permitió que países como Arabia Saudí, preocupados por el desempleo y el malestar social, aumentaran el gasto público.
La guerra tuvo un efecto decisivo sobre el crudo, en parte, por la catástrofe en la que se ha convertido. Los mercados que esperaban, como mínimo, una recuperación gradual del suministro de oro negro del propio Irak, se han visto desilusionados, gracias a la insurgencia. La invasión también ha ayudado al cartel de productores de petróleo, la OPEP, a limitar de forma coordinada su producción y alegrarse de que la subida de los precios pudiera achacarse a la guerra y a los atentados terroristas, y no a ellos. Es verdad que la OPEP no tenía mucha capacidad de producir excedentes durante este periodo, pero también que el grupo no sintió en ningún momento la necesidad de apresurarse a aumentarla. Estaba sacando demasiado provecho al elevado precio.
Ahora que casi todos los especialistas en predicciones económicas del mundo han empezado a prever que los precios energéticos seguirán al alza durante un tiempo indefinido, es cuando están empezando a bajar: hoy se encuentran casi un 35% por debajo de su cota máxima.
La unidad de la OPEP muestra quizá sus primeras grietas, los suministros aumentan gradualmente y la demanda se reduce en algunos países o aumenta más despacio en otros. Pero nada de todo eso se debe a que la situación haya mejorado en Irak. Los productores de petróleo tienen que agradecer a esa aventura haber disfrutado de tres años magníficos.
[8] Naciones Unidas/Martin Wolf, es director adjunto y comentarista económico principal de The Financial Times.
LOS DELIRIOS DE GRANDEZA DE UNA superpotencia invencible han muerto en las arenas de Mesopotamia. Pero ¿qué surgirá cuando perezca la fantasía del momento unipolar? Nos guste o no –y a muchos estadounidenses les desagrada profundamente–, parte de la solución estará en Naciones Unidas.
Estados Unidos no puede marginarse de nuestro mundo, cada vez más integrador, por muy tentadora que se vuelva la opción del aislacionismo. No sólo es el centro de la economía mundial, sino que depende de importaciones de materias primas esenciales, sobre todo de la energía. Ahora bien, si Washington no puede apartarse y no puede o no quiere imponer su voluntad al resto del mundo, ¿qué opción le queda, salvo actuar como líder de un grupo de potencias concertadas? Seguirá siendo la mayor potencia económica, militar, tecnológica y cultural del mundo. Pero tendrá una posición de avanzadilla, no de dominio incontestado. ¿Cómo debería ejercer ese liderazgo? La respuesta, como siempre, consiste en encontrar un número suficiente de seguidores voluntarios. Pero eso sólo se puede lograr si los posibles partidarios ven que la superpotencia tiene debidamente en cuenta sus intereses, sus sensibilidades e incluso sus incompetencias. Para alcanzar ese nivel de superioridad hace falta algo más que la diplomacia ad hoc del equilibrio de poder decimonónico, con su comprobada capacidad de alimentar animosidades y cometer errores.
Los esfuerzos para encontrar soluciones coordinadas a los problemas mundiales deben centrarse en una ONU reformada, sobre todo con una renovación del Consejo de Seguridad. Al trabajar a través de esta organización, Estados Unidos puede lograr más legitimidad. Al reconocer la necesidad de escuchar a otras potencias, puede hacer que acepten mejor su poder. Al negociar de buena fe, puede asegurarse la cooperación de otros Estados y, de esa forma, aplicar más experiencia y más recursos a la superación de los retos a los que se enfrenta.
También resulta importante el hecho de que el sistema de Naciones Unidas ofrece unas ventajas esenciales a la hora de abordar los problemas más acuciantes. Ante todo, tiene la legitimidad que le da representar al mundo en su conjunto. Y, asimismo, posee una amplia experiencia en construcción nacional, unos recursos humanos considerables y, en caso necesario, una mayor capacidad de conovocatoria.
Los críticos alegarán que Naciones Unidas no apoyó a Washington en Irak. Es verdad, pero sólo reflejó la opinión de gran parte del mundo, que consideraba que la intervención en aquel país era una misión imposible.
Asimismo dirán que se trata de una institución llena de defectos. Eso es cierto, pero también ha quedado clara para todo el mundo la ineficacia de la Casa Blanca para construir una nación en solitario. Una ONU reformada aportará seguramente más eficacia que las intervenciones espasmódicas de una superpotencia solitaria y, a menudo, inatenta, en parte porque posee más legitimidad y en parte porque tiene más experiencia.
A Washington le parecerá frustrante esta vía, por supuesto. Pero no tiene por qué temer a la ONU, ya que siempre podrá vetar sus medidas. Sobre todo, si no consigue sus deseos por sí solo, deberá atraer a otros para que le den la cooperación que necesita. No existe otra alternativa. Por eso Naciones Unidas, pese a todos sus defectos, ha salido inevitablemente vencedora de la humillante experiencia estadounidense en Irak
[9] La Vieja Europa/Gianni Riotta, es colaborador de la edición estadounidense de Foreign Policy y redactor de Tg1, el primer informativo de la televisión italiana.
EN 216 A. C. ANÍBAL GANÓ LA BATALLA DE Cannas. El legendario general rodeó a las legiones romanas y en un solo día murieron alrededor de 70.000 legionarios, 80 senadores y un cónsul. Pero Aníbal no supo qué hacer con el poder que había obtenido tan brillantemente. Roma tardó poco más de un decenio en vengarse.
Del mismo modo, la historia demostrará que la Vieja Europa ganó la batalla de Bagdad. Cuatro años después de que las tropas estadounidenses entraran en la capital de Irak, la Vieja Europa parece haber vencido a las legiones bushianas, a docenas de centuriones neocon, a unos cuantos senadores republicanos y a un presidente.
Es un momento fundamental para las potencias europeas –encabezadas sobre todo por Francia y Alemania– que defendieron la contención y advirtieron sobre los peligros que podían derivar de una guerra apresurada. Ahora bien, ¿sabe Europa qué hacer con su victoria moral?, ¿perderá ímpetu, como les ocurrió a las tropas de Aníbal que disfrutaban de vacaciones invernales en Capua mientras Roma se reagrupaba?
Estados Unidos se ha quedado sin fuelle en Oriente Medio, y los embajadores de la Vieja Europa recorren el mundo suavemente, corteses y un poco engreídos, en sus trajes impecablemente cortados, mientras sugieren: “Ya se lo dijimos”. Y es verdad que la Vieja Europa le dijo a Washington muchas cosas que han resultado ser verdad: no había armas de destrucción masiva, los clanes existentes en Irak están enfrentados y ese país no se entregará fácilmente a la democracia. Hay que perdonar a los diplomáticos de la Vieja Europa que, tras haberse sentido reivindicados en las arenas de Irak, crean ahora que tienen razón sobre muchos otros asuntos.
Pero, aunque la Vieja Europa tenía razón sobre la guerra, no es fácil decir que han administrado su victoria mejor que el general más famoso de Cartago. Hoy no existe ninguna solución europea para controlar las ambiciones nucleares de Irán. ¿Dónde está su plan estratégico para impulsar las trayectorias políticas del presidente palestino, Mahmud Abbas, y el primer ministro libanés, Fuad Siniora?
Si el general estadounidense David Petraeus retirase rápidamente a sus tropas de Bagdad, ¿tendría la Vieja Europa alguna idea o solución que proponer para detener la guerra civil? Si alguien pide ayuda a Bruselas, ¿responderá a la llamada?
Los europeos tenían razón desde el punto de vista táctico en 2003, pero todavía no han presentado ninguna estrategia mundial. Corren el peligro de que los vencedores sean Pekín, Moscú y Teherán
Durante gran parte de los últimos cuatro años, se ha aireado abundantemente la superioridad ética de la Vieja Europa sobre Estados Unidos, a través de la CNN y un número interminable de páginas web y portales de noticias.
Pero ése es el equivalente posmoderno de las tropas de Aníbal que descansaban en Capua. Porque, por mucha razón que crean tener los diplomáticos de la Vieja Europa, no existe un plan de pax europea, ni un plan de banderas azules con estrellas sobre Bagdad.
Aníbal era un genio táctico que luchó por su país con una mala estrategia. La Vieja Europa tenía razón desde el punto de vista táctico en 2003, pero todavía no ha presentado ninguna nueva estrategia mundial. Si no lo hace, corre el riesgo de que los auténticos vencedores de la locura de Bush sean Pekín, Moscú y Teherán. Aníbal lo sabe mejor que nadie.
[10] Israel/Amatzia Baram, dirige el Centro Meir y Miriam Ezri de Estudios sobre Irán y el golfo Pérsico en la Universidad de Haifa (Israel).
LA HISTORIA DE LO QUE ISRAEL HA ganado con la guerra de Irak es la historia de una victoria sobre casos hipotéticos, sobre condicionales. Antes del conflicto, mucha gente creía –sin razón– que Sadam Husein había iniciado un programa nuclear militar, después de que prohibiera la entrada de los inspectores de la ONU en 1998.
La idea de que existía esa amenaza no andaba del todo descaminada; posteriormente, los subordinados de Sadam declararon al Grupo Duelfer de Estudios sobre Irak que creían que su líder estaba decidido a reanudar su proyecto nuclear militar en cuanto se levantara el embargo internacional. Como ocurre hoy con Irán, en Israel, antes de la invasión, se pensaba que las decisiones de Sadam eran difíciles de predecir y que, por consiguiente, un Irak nuclear representaba un peligro inmenso. En esa época, el dictador iraquí aparecía como el único dirigente árabe que pedía la eliminación de Israel, además del libio, Muamar Gadafi.
Por suerte para Israel, la guerra de Irak ha enseñado una lección al coronel Gadafi mediante la intimidación. Aunque las negociaciones entre el líder libio y Occidente habían comenzado antes de que empezara la guerra iraquí, existen motivos para pensar que la eliminación de Sadam y sus esbirros pesó en su decisión de abandonar el programa nuclear y reincorporarse a la comunidad de países civilizados. Ni siquiera los servicios israelíes de inteligencia sabían, en aquel entonces, hasta dónde había llegado Trípoli en su intento de obtener un pequeño arsenal nuclear. No es posible conocer hasta dónde habría llevado Gadafi el programa, ni si habría atacado al Estado judío con armas nucleares. Gracias al uso de la fuerza contra su homólogo iraquí, los israelíes no van a tener que averiguarlo.
Tampoco tendrán que preguntarse qué habría ocurrido con un Sadam envalentonado si EE UU y varios aliados no hubieran invadido Irak. Antes de la guerra, el régimen de Bagdad era militarmente débil. Pero el embargo internacional sufría erosiones continuas. Si las cosas hubieran seguido avanzando en la misma dirección durante unos cuantos años más, sobre todo vista la subida meteórica de los precios del petróleo a partir de 2004, el dictador iraquí habría contado con suficientes recursos económicos ilícitos para volver a equipar a sus fuerzas armadas. Dadas las tensiones cada vez mayores entre Israel y Hezbolá y Siria desde julio de 2006, además de una marcada mejoría de las relaciones entre Damasco y Bagdad, éste habría podido intervenir en el frente noreste de Israel. Como ocurrió en la guerra de 1973, en caso de un nuevo conflicto, un Ejército iraquí razonablemente equipado habría podido dar un apoyo importante a las fuerzas de la Siria baazista.
Por el contrario, la caída de Sadam cerró un capítulo en el apoyo de Irak a uno de los peores enemigos del pueblo israelí. En tiempos del dictador iraquí, Bagdad pagaba 25.000 dólares a cada familia palestina cuyo hijo cometiera una operación terrorista suicida contra objetivos israelíes (casi exclusivamente civiles) y 10.000 dólares por atentados menos espectaculares. El estímulo iraquí oficial de los atentados suicidas palestinos se ha terminado. Ahora, en plena guerra civil, la mentalidad del atentado suicida que fomentaba Sadam contra Israel se ha vuelto en contra del propio Irak.
Por desgracia para Israel, cuando un vecino amenazador –o varios– se esfuma, siempre hay otro que acecha a la vuelta de la esquina. El presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, lo ha demostrado en los últimos años. Así como Israel se ha beneficiado de la caída del régimen baazista, los dirigentes iraníes y su islam chií se han convertido en una amenaza para sus vecinos y para la estabilidad de la región.
Pero el principal peligro que representa Irán para Israel no es su influjo en Irak, sino su programa nuclear. La desaparición de Sadam no eliminó todas las amenazas contra la seguridad de Israel, pero el hecho de que ya no pueda haber armas atómicas ni en Irak ni en Libia es una tabla de salvación. Y lo es también –cosa muy importante– para los pueblos iraquí, libio y palestino. Y cuando todos comparten una misma victoria, ése constituye sin duda un motivo de celebración.
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