Teorias del terror/Luis Fernández-Galiano
Tomado de EL PAÍS, 12/04/2007);
El terror es un juego serio. Tanto en la “destrucción mutua asegurada” de la guerra fría como en los conflictos asimétricos de las dos últimas décadas, el miedo ha sido el tablero sobre el que se han movido las fichas de la política. Agentes y víctimas a la vez, los occidentales han intentado entender el terror con las herramientas añejas de la filosofía de la historia y los instrumentos nuevos de la sociología del signo, pero sin acertar a formular estrategias que garanticen el éxito en este juego de azar. De la “reputación” intimidatoria del príncipe renacentista a la amenaza difusa del terrorista posmoderno, los teóricos del poder han transitado desde la pugna entre amigo y enemigo hasta el desvanecimiento líquido de las guerras virtuales, que el recientemente desaparecido Jean Baudrillard llevó al paroxismo con el “negacionismo” retórico de la guerra del Golfo y la interpretación onírica del 11 de septiembre. España, sujeta por la tenaza de dos terrorismos convergentes, el islamista del 11 de marzo y el de una ETA que juega sus bazas con atentados físicos y suicidios simbólicos, no puede fingir que libra un combate de sombras con simulacros evanescentes, ni permitir que la temperatura febril de la emoción airada divida a sus gentes como ahora lo hace. La estética sublime del terror tiene sus reglas, y la partida se disputa en el territorio áspero de lo real.
Sobrecogidos por el espectáculo de espectros que componen las ruinas humeantes, los cuerpos rotos y los rostros insolentes de los verdugos, querríamos entregarnos al nihilismo intelectual que en todo ello no ve sino simulación mediática, teatro del horror y ficción política. Sin embargo, esa visión paródica que asociamos a Baudrillard -sólo rescatado de la impostura, y aun de la infamia, por el humor negro de sus aforismos patafísicos, no muy lejanos de las greguerías marxianas del José Luis Coll con que ha compartido página necrológica- resulta escasamente consoladora cuando nos asomamos al panorama de un planeta que se enfrenta, más allá del conflicto de civilizaciones teorizado por Samuel Huntington, a lo que Dominique Moïsi ha llamado un “conflicto de emociones”, con Estados Unidos y Europa divididos por una cultura del miedo, el mundo islámico atrapado en una cultura de la humillación y sólo Asia capaz de manifestar una cultura de la esperanza. Más bien que con borrosos simulacros, nuestra cultura del miedo puede examinarse mejor a través de la reflexión sobre el Estado, el poder y la historia que, desde los think tanks norteamericanos, ha socavado los cimientos “políticamente correctos” de la ortodoxia posmoderna en los campus universitarios. Esta corriente, que se extiende desde Leo Strauss hasta Francis Fukuyama, y que se alimenta de fuentes transparentes o turbias que incluyen a Carl Schmitt, Alexandre Kojève o Reinhart Koselleck, ha situado el debate en el terreno esencial de la gobernanza planetaria.
En ese marco de lacónico realismo, Osama Bin Laden o De Juana Chaos -como Al Qaeda o ETA- no son monstruos abyectos que suscitan repugnancia moral, sino enemigos políticos que deben ser derrotados sin que las emociones nublen la claridad del juicio, y sin que la animosidad adversaria oscurezca la percepción de las razones de un “otro” que, con frecuencia, no se halla extramuros del sistema, sino que ha sido precisamente producido por él y que, en esa medida, es parte integrante de nuestra propia realidad. Olivier Roy ha argumentado convincentemente que el terrorismo islamista no es tanto producto de las dislocaciones políticas de Oriente Medio cuanto de las dificultades de integración de los musulmanes en la modernidad pluralista europea, y podemos preguntarnos igualmente si el terrorismo abertzale no es más producto de la democracia -donde han desarrollado sus carreras criminales la práctica totalidad de sus actuales líderes- que residuo arcaizante de la dictadura franquista, porque sus mitos y sus métodos combinan, de forma similar a los islamistas, las utopías comunitarias premodernas con las técnicas mediáticas de la posmodernidad.
Al cabo, el debate sobre el terror es un examen sobre la democracia y la tiranía, sobre la libertad y sus límites, desde los juristas norteamericanos que legitiman Guantánamo y Abu Ghraib como resultado de gue-rras asimétricas donde no puede aplicarse un ius in bello que protege sólo a los combatientes con obligaciones recíprocas, y hasta los estadistas europeos que no vacilan en respaldar públicamente episodios de guerra sucia contra grupos terroristas. En esta arena política y filosófica ofrecen más orientación el Platón de Strauss o el Hegel de Kojève que la cacofonía coyuntural de la intelligentsia ancilar, con frecuencia contaminada por la ambigüedad deliberada de los líderes sociales y el impreciso hermetismo de tantos “maestros pensadores”. La “cobarde vaguedad” que Strauss reprochaba a Heidegger infecta de tal modo el debate intelectual contemporáneo que resulta un alivio leer la última obra de Fukuyama, discípulo indirecto de Kojève y autor que ha recorrido un largo itinerario desde que el “triunfalismo hegeliano” de su libro de 1992, El fin de la historia y el último hombre, le convirtiera en el ideólogo favorito de la nueva derecha norteamericana, pero que en todas las etapas de su trayecto ha practicado lo que Ortega llamaba la cortesía de la claridad.
En el libro, titulado América en la encrucijada en Estados Unidos y Después de los ‘neocons’ en Gran Bretaña, Fukuyama expone las amenazas del terror, los problemas de la guerra preventiva y la conveniencia de la legitimidad internacional, para lo cual sugiere reformular tanto las instituciones de gobernanza global como la política exterior de Estados Unidos, que el antiguo asociado de la Rand Corporation -el más notorio think tank de la guerra fría- propone alinear con lo que llama “realismo wilsoniano”, una vía intermedia entre el realismo à la Metternich de Kissinger y el internacionalismo idealista de Woodrow Wilson. El diagnóstico, que se asemeja bastante al de Joseph Nye y su soft power, y que expresa el mismo pesimismo sobre la capacidad de imponer la democracia que le llevó a oponerse a la guerra de Irak, representa una ruptura significativa con el movimiento neoconservador -cuya historia se relata minuciosamente en uno de los capítulos- del que fue su más conspicuo portavoz, y contiene lecciones aprovechables para los que todavía ahora, entre nosotros, siguen intentando justificar el error histórico de Las Azores, que además de provocar un caos sangriento en Oriente Medio puso aquí las bases de una división civil cada vez más enconada.
Esta división volvió a escenificarse en Madrid el día 10 de marzo, en torno al último episodio del forcejeo del Gobierno con ETA, un proceso cuya opacidad ha creado considerable irritación social, pero que hasta la fecha no se ha saldado con concesiones significativas a la banda terrorista. El último número de Foreign Affairs publica un extenso artículo de Peter R. Neumann -Negotiating with terrorists- que debería ser lectura obligatoria para los dirigentes de los dos grandes partidos democráticos españoles, porque expone las condiciones de esos dirty deals con especial lucidez y realismo, rasgos enteramente ausentes de un escenario nacional fracturado por las emociones y polarizado por el sectarismo. El fracaso en las últimas elecciones de Estados Unidos de la estrategia de la tensión -preconizada por Karl Rove con el argumento de que es más importante movilizar las propias bases indiferentes que persuadir al centro indeciso- debería hacer reflexionar a un liderazgo político que desprecia la inteligencia de los votantes de forma reiterada y ofensiva. El terror es un juego serio que necesitamos ganar.
Sobrecogidos por el espectáculo de espectros que componen las ruinas humeantes, los cuerpos rotos y los rostros insolentes de los verdugos, querríamos entregarnos al nihilismo intelectual que en todo ello no ve sino simulación mediática, teatro del horror y ficción política. Sin embargo, esa visión paródica que asociamos a Baudrillard -sólo rescatado de la impostura, y aun de la infamia, por el humor negro de sus aforismos patafísicos, no muy lejanos de las greguerías marxianas del José Luis Coll con que ha compartido página necrológica- resulta escasamente consoladora cuando nos asomamos al panorama de un planeta que se enfrenta, más allá del conflicto de civilizaciones teorizado por Samuel Huntington, a lo que Dominique Moïsi ha llamado un “conflicto de emociones”, con Estados Unidos y Europa divididos por una cultura del miedo, el mundo islámico atrapado en una cultura de la humillación y sólo Asia capaz de manifestar una cultura de la esperanza. Más bien que con borrosos simulacros, nuestra cultura del miedo puede examinarse mejor a través de la reflexión sobre el Estado, el poder y la historia que, desde los think tanks norteamericanos, ha socavado los cimientos “políticamente correctos” de la ortodoxia posmoderna en los campus universitarios. Esta corriente, que se extiende desde Leo Strauss hasta Francis Fukuyama, y que se alimenta de fuentes transparentes o turbias que incluyen a Carl Schmitt, Alexandre Kojève o Reinhart Koselleck, ha situado el debate en el terreno esencial de la gobernanza planetaria.
En ese marco de lacónico realismo, Osama Bin Laden o De Juana Chaos -como Al Qaeda o ETA- no son monstruos abyectos que suscitan repugnancia moral, sino enemigos políticos que deben ser derrotados sin que las emociones nublen la claridad del juicio, y sin que la animosidad adversaria oscurezca la percepción de las razones de un “otro” que, con frecuencia, no se halla extramuros del sistema, sino que ha sido precisamente producido por él y que, en esa medida, es parte integrante de nuestra propia realidad. Olivier Roy ha argumentado convincentemente que el terrorismo islamista no es tanto producto de las dislocaciones políticas de Oriente Medio cuanto de las dificultades de integración de los musulmanes en la modernidad pluralista europea, y podemos preguntarnos igualmente si el terrorismo abertzale no es más producto de la democracia -donde han desarrollado sus carreras criminales la práctica totalidad de sus actuales líderes- que residuo arcaizante de la dictadura franquista, porque sus mitos y sus métodos combinan, de forma similar a los islamistas, las utopías comunitarias premodernas con las técnicas mediáticas de la posmodernidad.
Al cabo, el debate sobre el terror es un examen sobre la democracia y la tiranía, sobre la libertad y sus límites, desde los juristas norteamericanos que legitiman Guantánamo y Abu Ghraib como resultado de gue-rras asimétricas donde no puede aplicarse un ius in bello que protege sólo a los combatientes con obligaciones recíprocas, y hasta los estadistas europeos que no vacilan en respaldar públicamente episodios de guerra sucia contra grupos terroristas. En esta arena política y filosófica ofrecen más orientación el Platón de Strauss o el Hegel de Kojève que la cacofonía coyuntural de la intelligentsia ancilar, con frecuencia contaminada por la ambigüedad deliberada de los líderes sociales y el impreciso hermetismo de tantos “maestros pensadores”. La “cobarde vaguedad” que Strauss reprochaba a Heidegger infecta de tal modo el debate intelectual contemporáneo que resulta un alivio leer la última obra de Fukuyama, discípulo indirecto de Kojève y autor que ha recorrido un largo itinerario desde que el “triunfalismo hegeliano” de su libro de 1992, El fin de la historia y el último hombre, le convirtiera en el ideólogo favorito de la nueva derecha norteamericana, pero que en todas las etapas de su trayecto ha practicado lo que Ortega llamaba la cortesía de la claridad.
En el libro, titulado América en la encrucijada en Estados Unidos y Después de los ‘neocons’ en Gran Bretaña, Fukuyama expone las amenazas del terror, los problemas de la guerra preventiva y la conveniencia de la legitimidad internacional, para lo cual sugiere reformular tanto las instituciones de gobernanza global como la política exterior de Estados Unidos, que el antiguo asociado de la Rand Corporation -el más notorio think tank de la guerra fría- propone alinear con lo que llama “realismo wilsoniano”, una vía intermedia entre el realismo à la Metternich de Kissinger y el internacionalismo idealista de Woodrow Wilson. El diagnóstico, que se asemeja bastante al de Joseph Nye y su soft power, y que expresa el mismo pesimismo sobre la capacidad de imponer la democracia que le llevó a oponerse a la guerra de Irak, representa una ruptura significativa con el movimiento neoconservador -cuya historia se relata minuciosamente en uno de los capítulos- del que fue su más conspicuo portavoz, y contiene lecciones aprovechables para los que todavía ahora, entre nosotros, siguen intentando justificar el error histórico de Las Azores, que además de provocar un caos sangriento en Oriente Medio puso aquí las bases de una división civil cada vez más enconada.
Esta división volvió a escenificarse en Madrid el día 10 de marzo, en torno al último episodio del forcejeo del Gobierno con ETA, un proceso cuya opacidad ha creado considerable irritación social, pero que hasta la fecha no se ha saldado con concesiones significativas a la banda terrorista. El último número de Foreign Affairs publica un extenso artículo de Peter R. Neumann -Negotiating with terrorists- que debería ser lectura obligatoria para los dirigentes de los dos grandes partidos democráticos españoles, porque expone las condiciones de esos dirty deals con especial lucidez y realismo, rasgos enteramente ausentes de un escenario nacional fracturado por las emociones y polarizado por el sectarismo. El fracaso en las últimas elecciones de Estados Unidos de la estrategia de la tensión -preconizada por Karl Rove con el argumento de que es más importante movilizar las propias bases indiferentes que persuadir al centro indeciso- debería hacer reflexionar a un liderazgo político que desprecia la inteligencia de los votantes de forma reiterada y ofensiva. El terror es un juego serio que necesitamos ganar.
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