Genocidio e Historia Sagrada/Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra
Publicado en EL PAÍS, 18/12/08;
La Historia Sagrada da noticia de bastantes genocidios, de abominaciones tan antiguas como la humanidad. Así, por ejemplo, cuenta lo que hicieron los madianitas: los hijos de Israel, narran las Escrituras (Números, 31:7-18), atacaron Madián, incendiaron sus ciudades, pasaron a cuchillo a los hombres, cautivaron a mujeres y niños y saquearon lo que no quemaron. Luego volvieron a matar, esta vez, a todas las mujeres que hubieran dormido con un hombre y a todos los hijos varones, preservando únicamente a las vírgenes. Como esclavas.
Mi generación no puede olvidar tres genocidios que la marcaron desde poco antes de nuestro nacimiento hasta el filo de la vejez: el Holocausto (1942-45), Camboya (1975-78) y Ruanda (1994). Pero nuestros hijos exigen debatir otras hecatombes. Bien está el derecho ancestral de los jóvenes a hacerse con el poder, entre otros, de hacer sitio a las verdades preteridas por sus padres. Pero la libertad de discutir hechos históricos debería quedar al reparo de las leyes. Acaso por ello, nuestro Tribunal Constitucional resolvió hace un año que negar el genocidio, sin más, no puede ser delito (sentencia de 7 de noviembre de 2007). Para muchos, la resolución es tan incomprensible como monstruoso el Holocausto que el recurrente -un neonazi irredento- venía a negar. Pero los jueces tenían buenas razones. La principal, que el derecho mismo sobre el crimen de genocidio ni es perfecto ni sacrosanto, sino que puede ser objeto de discusión.
Así, si el crimen es antiquísimo, la noción y la palabra misma de “genocidio” son modernas, hijas de la tenacidad de Raphael Lemkin (1900-1959), acaso el abogado más grande del siglo XX. Este jurista judío polaco, dotado para las lenguas y cosmopolita casi por fuerza, dedicó su vida a la defensa de un único caso, que ganó. Horrorizado por matanzas hoy olvidadas -como Simele, donde, en 1933, el Ejército iraquí masacró a todos los cristianos asirios-, Lemkin abogó sin descanso por la execración de lo inevitable y, en un libro publicado en 1944 (Axis Rule in Occupied Europe), acuñó y definió el término de “genocidio”: “La destrucción de una nación o de un grupo étnico” en virtud de un “plan coordinado y dirigido al exterminio del grupo como tal”. Acabada la guerra, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó -el 9 de diciembre de 1948- la Convención para la Prevención y Sanción del Crimen de Genocidio, que seguía punto por punto las ideas de Lemkin, centradas en prevenir y reprimir los actos dirigidos sistemáticamente a la destrucción, en todo o en parte, de un grupo nacional, étnico, racial o religioso.
Pero ni su impulsor ni la Convención son Historia Sagrada: hoy saltan a la vista las carencias de la definición de Lemkin, aquello que pretirió, el exterminio por razones políticas o ideológicas. Criticarle por ello sería un anacronismo además de una injusticia, pues, como todo buen abogado, Lemkin sabía de sobra que, para ganar su caso, debía presentarlo selectivamente. Y, en 1948, la Unión Soviética de Iósif Visariónovich Stalin (1878-1953) nunca habría aceptado la caracterización como genocida del exterminio sistemático de grupos de personas por razones políticas o ideológicas. Ciertamente, los eliticidios o las deportaciones ya eran considerados en 1948 como crímenes de guerra o delitos contra la Humanidad, pero no genocidio. En cualquier caso, la historia del derecho muestra que aunque las definiciones legales -hijas de su tiempo- no se deberían sacar de su contexto, también son perfectamente discutibles.
En nuestros días, encontramos demasiados ejemplos semejantes, todos ellos tristísimos, que aconsejan prudencia a la hora de establecer catálogos oficiales, de llevar a las leyes la tacha de infamia para tales o cuales hechos históricos, por ominosos que sean: no hace mucho, se presentó en la Cámara de Representantes estadounidense un proyecto de resolución en cuya virtud se proclamaría oficialmente el genocidio armenio, durante la Primera Guerra Mundial. Pronto, ocho antiguos y alarmados secretarios de Estado urgieron unánimes a la Cámara la retirada de la propuesta, que, al poco, se desvaneció. Se impuso el realismo que advertía sobre el perjuicio para las relaciones con Turquía, bisagra geoestratégica entre Europa y Asia. Los proponentes de la resolución estaban cargados de razones, pero las leyes no suelen ser el mejor laboratorio para el análisis histórico -¿por qué Turquía y no también Indonesia, cuyo Gobierno masacró en 1965 a cientos de miles de comunistas reales o imaginarios?-. Un jurista, como Lemkin, puede hacer historia, pero no debería pretender escribir una nueva Historia Sagrada. No somos profetas.
Mi generación no puede olvidar tres genocidios que la marcaron desde poco antes de nuestro nacimiento hasta el filo de la vejez: el Holocausto (1942-45), Camboya (1975-78) y Ruanda (1994). Pero nuestros hijos exigen debatir otras hecatombes. Bien está el derecho ancestral de los jóvenes a hacerse con el poder, entre otros, de hacer sitio a las verdades preteridas por sus padres. Pero la libertad de discutir hechos históricos debería quedar al reparo de las leyes. Acaso por ello, nuestro Tribunal Constitucional resolvió hace un año que negar el genocidio, sin más, no puede ser delito (sentencia de 7 de noviembre de 2007). Para muchos, la resolución es tan incomprensible como monstruoso el Holocausto que el recurrente -un neonazi irredento- venía a negar. Pero los jueces tenían buenas razones. La principal, que el derecho mismo sobre el crimen de genocidio ni es perfecto ni sacrosanto, sino que puede ser objeto de discusión.
Así, si el crimen es antiquísimo, la noción y la palabra misma de “genocidio” son modernas, hijas de la tenacidad de Raphael Lemkin (1900-1959), acaso el abogado más grande del siglo XX. Este jurista judío polaco, dotado para las lenguas y cosmopolita casi por fuerza, dedicó su vida a la defensa de un único caso, que ganó. Horrorizado por matanzas hoy olvidadas -como Simele, donde, en 1933, el Ejército iraquí masacró a todos los cristianos asirios-, Lemkin abogó sin descanso por la execración de lo inevitable y, en un libro publicado en 1944 (Axis Rule in Occupied Europe), acuñó y definió el término de “genocidio”: “La destrucción de una nación o de un grupo étnico” en virtud de un “plan coordinado y dirigido al exterminio del grupo como tal”. Acabada la guerra, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó -el 9 de diciembre de 1948- la Convención para la Prevención y Sanción del Crimen de Genocidio, que seguía punto por punto las ideas de Lemkin, centradas en prevenir y reprimir los actos dirigidos sistemáticamente a la destrucción, en todo o en parte, de un grupo nacional, étnico, racial o religioso.
Pero ni su impulsor ni la Convención son Historia Sagrada: hoy saltan a la vista las carencias de la definición de Lemkin, aquello que pretirió, el exterminio por razones políticas o ideológicas. Criticarle por ello sería un anacronismo además de una injusticia, pues, como todo buen abogado, Lemkin sabía de sobra que, para ganar su caso, debía presentarlo selectivamente. Y, en 1948, la Unión Soviética de Iósif Visariónovich Stalin (1878-1953) nunca habría aceptado la caracterización como genocida del exterminio sistemático de grupos de personas por razones políticas o ideológicas. Ciertamente, los eliticidios o las deportaciones ya eran considerados en 1948 como crímenes de guerra o delitos contra la Humanidad, pero no genocidio. En cualquier caso, la historia del derecho muestra que aunque las definiciones legales -hijas de su tiempo- no se deberían sacar de su contexto, también son perfectamente discutibles.
En nuestros días, encontramos demasiados ejemplos semejantes, todos ellos tristísimos, que aconsejan prudencia a la hora de establecer catálogos oficiales, de llevar a las leyes la tacha de infamia para tales o cuales hechos históricos, por ominosos que sean: no hace mucho, se presentó en la Cámara de Representantes estadounidense un proyecto de resolución en cuya virtud se proclamaría oficialmente el genocidio armenio, durante la Primera Guerra Mundial. Pronto, ocho antiguos y alarmados secretarios de Estado urgieron unánimes a la Cámara la retirada de la propuesta, que, al poco, se desvaneció. Se impuso el realismo que advertía sobre el perjuicio para las relaciones con Turquía, bisagra geoestratégica entre Europa y Asia. Los proponentes de la resolución estaban cargados de razones, pero las leyes no suelen ser el mejor laboratorio para el análisis histórico -¿por qué Turquía y no también Indonesia, cuyo Gobierno masacró en 1965 a cientos de miles de comunistas reales o imaginarios?-. Un jurista, como Lemkin, puede hacer historia, pero no debería pretender escribir una nueva Historia Sagrada. No somos profetas.
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