13 feb 2011

confesiones de un editor

Las confesiones de un editor

Jaime Salinas ganó el Premio Comillas (Tusquets) en 2003 con un libro que acaba en 1955, cuando entró en Seix Barral. Buscó documentos para un segundo tomo, sobre su vida editorial. No llegó a escribirlo. Pero aquí habla de su oficio, en una conversación inédita

JUAN CRUZ
El País, 13/02/2011
En 1996, Jaime Salinas, que falleció el 25 de enero pasado en Islandia, escribía el primer tomo de sus memorias. Años después, en 2003, obtuvo por ese libro el Premio Comillas, de Tusquets. Y buscó afanosamente materiales para escribir un segundo tomo.
No halló esos documentos de una etapa fundamental en la vida cultural española, la de Salinas como editor. Aquel libro, Travesías, narra su vida junto a sus padres (el padre fue Pedro Salinas, el poeta trasterrado) y a su hermana Solita, desde el exilio hasta la guerra mundial y hasta que llegó a las puertas de Seix Barral, en 1955. El segundo tomo debía partir de ese momento hasta que revolucionó la edición literaria española primero en Alianza Editorial (con José Ortega y con Javier Pradera) y después en Alfaguara y Aguilar.

Para él resultó traumático no encontrar esos documentos, y se frustró el libro en el que este revolucionario tranquilo tenía que habernos explicado de dónde nacieron el orden y la locura que imprimió a sus proyectos. Mientras trabajaba en aquel tomo que mereció el Comillas, el editor Mario Muchnik, otro de los grandes de la edición literaria en lengua española, le encargó a este periodista que conversara con Jaime Salinas, precisamente acerca del periodo en que se convirtió en un genio del oficio. Muchnik dirigía entonces Anaya-Mario Muchnik; el libro, en el que contamos con la colaboración de la escritora Ruth Toledano, nos llevó a vislumbrar el caleidoscopio de una personalidad compleja, paternal y fraternal al mismo tiempo. Terminamos con una conversación-río que se produjo en un hotel de El Escorial, durante un fin de semana en el que se mostró tan feliz y locuaz como en todo el trayecto de este diálogo incesante.
Pero el libro no salió. Cuando ya estaba en segundas pruebas, Salinas consideró que quizá era prematuro darlo a las librerías antes de que él mismo sacara las memorias en las que trabajaba. Y después se clausuró el proyecto editorial de Muchnik con Anaya. Más tarde, las pruebas del libro se fueron diluyendo, hasta que tras la muerte de Jaime una mano milagrosa las rescató de no se sabe dónde. El libro, que quedó inédito, tenía 284 páginas e incluía textos del propio Salinas, del editor y de Javier Marías, un escritor que él impulsó en la juventud de Marías. Y ahora estas pruebas son un lugar al que se puede acudir para saber cómo concebía Salinas este oficio al que se dedicó hasta 1991. Cuando murió estaba en Islandia, con su gran amigo el escritor Gudbergur Bergsson. Aquí publicamos unos extractos de lo que le preguntamos y de lo que él respondió.
-¿Qué es un editor?
-Un editor es (o, mejor dicho, era) una especie de go-between, de intermediario, entre el escritor y el lector (...).
-Y si es un mensajero, ¿por qué tiene tanto poder? (...)
-Hoy lo tiene porque en la edición el factor económico es dominante y, naturalmente, su responsabilidad es mucho mayor de lo que considero que debe ser su papel, que es cumplir con una función cultural. (...) Hoy día, esta responsabilidad está relegada a un segundo plano. No emito juicios, simplemente hablo de la realidad. Si he de formular un juicio, considero que esa prioridad de lo comercial sobre lo cultural, sobre todo en la edición literaria, tiene unas consecuencias absolutamente catastróficas (...).
-¿Cuáles eran tus objetivos cuando empezaste a ser editor y de dónde venía tu conocimiento?
-Absolutamente de ningún sitio, nunca lo había pensado, empecé en la edición por pura casualidad. No conocía lo que era la edición y tuve la suerte de que en esa fase inicial más que editor yo era una especie de bonne à toute faire, en este caso para Carlos Barral [en Seix Barral]. Era un poco ser el gestor, el que coordinaba e intentaba ordenar las cosas. Intervine muy tarde en el papel de editor como tal, a partir del 76, con Alfaguara, porque en Alianza sí desempeñaba ese papel, pero era relativamente fácil, ya que el libro de bolsillo publicaba Faulkner o Baroja o Proust y para eso no hace falta leer. En cierto modo, es un oficio extraño el de editor. A veces es muy gratificante e incluso divertido. Por otra parte, requiere una entrega total. Es un oficio que no necesita ni hacer una carrera, ni estudiar nada en ningún sitio, ni tener especiales conocimientos de nada, aunque ahora, como para todo, se han creado másteres para hacerse editor. En realidad, la simple atracción hacia un libro, el hecho de haber estado cerca de los libros toda la vida, es posible que baste y sobre (...).
-¿Cómo ha cambiado al escritor un mayor conocimiento de sus derechos y de su significación económica en el negocio editorial?
-El escritor ya no tiene nada que ver con los que yo conocí en mi tierna infancia, los amigos de mi padre, y con los que fui conociendo después como editor. Uno de los temas de conversación favoritos del escritor de hoy es hablar de sus ordenadores, de sus tiradas, de cuántos ejemplares ha vendido, de si está o no en la lista de los más vendidos, de si ha sido traducido y a cuántas lenguas. Antes hablaban de tonterías o de política o de mujeres o de hombres o de literatura (...).
-¿Qué supuso el boom para la literatura española escrita en España?
-En cierto sentido, nos obligó a plantearnos la posibilidad de escribir buenas novelas. Fue una especie de reto al que se ha respondido hasta cierto punto (...).
-¿Cómo era tu relación con Julio Cortázar?
-Empezó siendo una relación estrictamente personal. En aquel momento él vivía con una mujer lituana importante en la edición, en Gallimard, Ugne Karvelis, y lo conocí a través de ella. Nos hicimos amigos, pero le tenía tal respeto literario que jamás se me ocurrió pedirle un libro. Una de las veces que me invitaron a pasar unos días en la casa que tenían en Saignon, a la vuelta Julio me llevó al tren y me dijo que tenía un libro de cuentos y que si me interesaba publicarlo. ¡Cómo se le ocurría hacerme esa pregunta!
-Trázame un perfil de tus relaciones con autores de la talla de Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti o Jorge Luis Borges.
-Cuando comienzan mis relaciones con Cortázar, gran parte de su obra ya está publicada en otras editoriales. Se me ocurrió, siempre pensando en el catálogo, hacer una Biblioteca Cortázar. (...) Con Julio hablé fundamentalmente del orden en que debían publicarse, siempre con una modestia por su parte, con una humildad y una generosidad como he visto pocas. A Borges lo publiqué en Alianza. Nos llega a través de las relaciones que teníamos entonces con Argentina, y en este caso concreto es posible que Pradera o José Ortega tuvieran más mano que yo. Luego lo conocí cuando vino a Madrid y Ortega le invitó a una cena. Por otra parte, como él había estado enseñando en Harvard, donde también enseñaba mi cuñado Juan Marichal, en alguna ocasión en que Borges vino a Madrid estuve más tiempo con él. Pero no puedo decir que tuviera una estrecha relación con Borges. Me inspiraba respeto, me impresionaba muchísimo, no me sentía cómodo con él, lo que a la gente le solía suceder. Apreciaba mucho su sentido del humor, y era un ser absolutamente seductor. Tenía una sonrisa que desarmaba y sospecho que lo sabía.
-Me decías en alguna ocasión que desconfiabas del alcance de su erudición. Por ejemplo, que presumía de hablar islandés y no era cierto.
-Te puedo asegurar que no hablaba islandés. Lo sé porque, a través de mi amigo Bergsson -su traductor a esta lengua-, le organicé un viaje a Islandia. Había estudiado islandés clásico y había escrito un pequeño libro sobre mitología islandesa. Pero yo, que conozco un poco la lengua y la literatura islandesas, y mi amigo Bergsson, que es islandés, percibíamos sus limitaciones. Se interesaba más por el old-english que por el islandés. En cuanto a Onetti, fue una persona a la que vi poco. No se dejaba ver. Precisamente en un viaje que hizo Ugne Karvelis a Madrid, que quería ver a Onetti por asuntos relacionados con Gallimard, yo organicé una cena a la que asistimos Ugne, Onetti, su mujer y yo. Empezamos a beber en el restaurante, después fuimos a mi casa y seguimos bebiendo. Onetti estaba ya bastante ebrio y empezó a lamentarse de que no tenía una lámpara para escribir. Dio la casualidad de que yo había hecho un viaje a Estados Unidos, donde me había comprado una lamparita que daba una luz magnífica. Se la saqué y se la regalé.
-Años después me conmovió muchísimo cuando tú le publicaste Cuando ya no importe [en Alfaguara] y él atribuyó la escritura de ese libro a la lamparita que yo le había regalado.
-¿Qué otros personajes conociste que pudieran ilustrar esos contornos que tiene la relación de amistad del escritor con el editor?
-Te podría mencionar a Gabriel García Márquez, pero eso empezó bien y acabó regular. Cuando estaba trabajando en Alianza me llamó Carmen Balcells y me dijo que iba a llegar a Madrid un escritor prácticamente desconocido en España que se llamaba Gabriel García Márquez. Me pidió que fuera a buscarlo al aeropuerto y le buscara un hotel. Le busqué un hotel que no fuera muy caro y García Hortelano me recomendó el Tirol, en cuyo bar, por cierto, te servían unos excelentes gin-tonics. El tiempo que pasaron aquí García Márquez, su mujer y los niños estuvieron bastante en mi casa y nos hicimos amigos. Yo me sentía cómodo con ellos, y ellos, aparentemente, también. Después, cuando ya se convirtió en un personaje público, empezó a dosificar sus relaciones con los demás. Me llamó mucho la atención en una ocasión, cuando ya él vivía en Barcelona. Yo hice un viaje para asistir a una cena que Carmen había organizado en su honor. Al entrar en el restaurante vi a Gabo con una sonrisa que pensé que iba dirigida a mí. A medida que me iba acercando, me adelantó otra persona, un periodista, que era el destinatario de su sonrisa. Cuando yo llegué a él me saludó correctamente. No era lo que yo esperaba de una persona a la que tenía y sigo teniendo afecto y gran admiración.
-¿Qué sentimiento te produjo?
-Tristeza.
-¿Cuándo acaba la gratitud del escritor?
-Cuando no te necesita (...).
-¿Cómo te ves a ti mismo? ¿Cuál es tu autorretrato?
-Yo me suelo ver como un tonto útil, pero no tengo nada en contra. Creo que los tontos útiles son muy necesarios en la sociedad.
-Quizá el papel del editor es ese.
-Sí, los tontos útiles cumplen un papel importante, porque los brillantes son a menudo inútiles, y los inteligentes, peligrosos.
-¿Y qué te gustaría que los demás pensaran de ti?
-Que me he portado decentemente, que me han ayudado y les he ayudado, que hemos trabajado juntos a gusto, a pesar de que no soy una persona fácil, más bien tímida e insegura, lo que, a su vez, puede dar la impresión de soberbia y distanciamiento. Que en el fondo quiero y soy leal a los amigos.
-¿A qué se parece la palabra memoria?
-A recordar e inventar.
-¿Y la palabra adiós?
-No me gusta decir adiós.

Iprescindible


En el libro que él mismo propició, Mario Muchnik termina así su epílogo, hablando de lo que Salinas tendría para seguir contando: "Es la historia de nuestra cultura en la que él, aun a su pesar, desempeñó un papel imprescindible". Años después, y ante evidencia abrumadora de que ya no está aquel compañero suyo de batalla por la edición literaria en español, Muchnik nos decía que Salinas "cubrió una tarea fantástica, entre cuyos logros no cabe duda de que hay que poner muy en primer lugar la creación de Alianza; esa fue una de las obras mayores en la edición en nuestra lengua". Salinas, dice Muchnik, "quiso hacer Penguin en castellano, y llevó adelante este proyecto, con la ayuda inestimable del gran portadista Daniel Gil, hasta límites que superaron los de Penguin". Entre los atributos de Salinas para ser editor estaba "su extraordinario don de lenguas, que le permitió hacer una agenda envidiable. Eran instrumentos a los que no se le acercaba Carlos Barral, a cuyo esplendor contribuyó sin duda; él fue el alma de los premios Formentor, porque era el que trabajaba, mientras que los otros, como Barral o como Giulio Einaudi o Claude Gallimard, se levantaban tarde después de las largas cenas..." "Él sabía todo de todo el mundo", y por eso quiso tenerlo, con Giulio Einaudi y con George Steiner, entre otros, en la colección de conversaciones a la que estaba destinado el libro ahora reencontrado.

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