Pactar reglas, no claudicar/ Carlos Tello Díaz
Milenio Diario, 2011-04-15
No es la primera vez que discutimos en público la posibilidad de pactar con los cárteles de la droga. Lo hemos discutido no nada más aquí: también en el extranjero. En marzo de 2009, recuerdo, en vísperas de la visita de Sarkozy a México, el diario Le Monde le hizo justamente esa pregunta al presidente Calderón. ¿No habría la opción de negociar con los cárteles para reducir la violencia en México? “Pactar con el crimen no resuelve nada”, respondió Calderón. “Al contrario, eso le ha permitido propagarse como un cáncer”. Más tarde, en mayo de 2010, un reportaje del New Yorker titulado “Plata o plomo” sugería que durante los años del PRI,
los cárteles pactaron con el régimen para centrar sus actividades en la venta de drogas, sin incurrir en otros crímenes, pacto que según el reportaje fue roto con el triunfo del PAN en 2000. ¿Habría entonces que pactar de nuevo? Pactar es un término inadecuado, pues implica complicidad. Tal vez habría que hablar de intercambio de señales. En la guerra, en toda guerra, las partes que mueren y matan no suspenden la comunicación: la mantienen, a veces de manera formal, en ocasiones en su expresión más elemental, que es el intercambio de señales.
El intercambio de señales con el crimen organizado es algo que sucede en todo el mundo. Ello ayuda a que los daños no salgan completamente de control. Estados Unidos, por ejemplo, es el más grande mercado ilegal de drogas y mercado legal de armas en el mundo. Pero no sufre de narcoviolencia. Su gobierno podría, si quisiera, decomisar los gigantescos cargamentos de droga que entran en su territorio, antes de ser distribuidos y vendidos en las calles. Podría golpear a los cárteles mexicanos que han desplazado a los colombianos, a los chinos y a los coreanos, y que son los que meten la droga que luego reparten las pandillas. Pero no lo hace. Las organizaciones y las pandillas, a su vez, no desafían al Estado: no luchan por el control territorial en Estados Unidos. Entre ambos, autoridades y narcotraficantes, no hay desde luego pactos ni acuerdos —no los puede haber—, pero existen intercambios de señales, códigos y entendidos para lograr algo que le conviene a todo el mundo: no convertir el narcotráfico en narcoviolencia. Las autoridades persiguen y reprimen, es su deber, pero no hasta el final. Hay un esquema de tolerancia controlada administrada por el Estado.
Algo similar debemos buscar en México. Pues el problema del tráfico de drogas y el problema de la violencia asociada con ese tráfico son problemas distintos. El gobierno debe centrar su atención en evitar la violencia (homicidios, secuestros) aunque no impida el tráfico, como ocurre en Estados Unidos. Es el sentido en el que entiendo el “ya basta” dirigido al Estado. Hay que dirigirlo a los criminales, responde el presidente Calderón. Y tiene razón, por supuesto. Pero también tiene razón quien dirige su grito de dolor hacia el Estado, pues es uno de los responsables de la violencia que sufre México. El Estado tiene la obligación —es su primera obligación— de proteger las vidas de los ciudadanos. En México no cumple con esa obligación. No la cumple en parte porque su estrategia contra el crimen no ha tenido entre sus objetivos centrales el de contener la violencia en el país. La contención de la violencia debe ser un objetivo, quizás el objetivo central, en la lucha por la seguridad pública. Con acciones que tiendan a disminuirla, no a incrementarla, como lo hacen por ejemplo las detenciones de capos y los decomisos de drogas, y con intercambio de señales —no negociaciones ni pactos inconfesables— que dejen claro a las organizaciones criminales que hay un tipo de violencia que no será nunca permitida por el Estado.
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