Chamanes, brujos, gurús... Carlos Castaneda/Leonardo Tarifeño
En la intensa y vastísima historia de la literatura del siglo XX es difícil encontrar un escritor más misterioso que Carlos Castaneda. En un posible escalafón de figuras enigmáticas, apenas se lo podría comparar con Thomas Pynchon, J. D. Salinger o “B. Traven”. A Pynchon no se le conoce su cara, pero se sabe que es neoyorquino y sirvió en la marina estadounidense. La vida de Salinger ha podido ser reconstruida, juicios contra el biógrafo aparte, por Ian Hamilton en J. D. Salinger: A Writing Life. Y de la esquiva personalidad oculta tras el seudónimo “B. Traven”, autor de El tesoro de la Sierra Madre, el investigador Karl S. Guthke apunta en B. Traven: biografía de un misterio que “la única fecha que conocemos con certeza de la vida de este misterioso escritor es el día de su muerte”. Pero de Castaneda, aprendiz de brujo en el clásico Las enseñanzas de don Juan y héroe de la revolución contracultural de los años 60 y 70, ni eso.
Muchos de sus seguidores –Castaneda es el tipo de escritor que genera lectores fanáticos y al borde del fundamentalismo– aseguran que ni siquiera llegó a morir, ya que antes su cuerpo habría emprendido el “vuelo mágico” del nahual. No hay datos incontrovertibles acerca de su desaparición física, y también hay bancos de neblina alrededor de su presunto lugar de nacimiento, su verdadero nombre, y por supuesto, la autenticidad de sus libros, basados en las experiencias de “realidad no ordinaria” vividas con un indígena yaqui (a quien nadie vio nunca), que bien podrían pertenecer al campo de la antropología, la magia, la ficción o algo tan extraño que no tiene nombre. Graduado en Antropología por la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA), en 1968 causó un auténtico terremoto literario y sociológico con Las enseñanzas de don Juan, libro que ya lleva vendidos más de diez millones de ejemplares en todo el mundo y que, en su momento, recibió los elogios de gente tan dispar como el poeta mexicano Octavio Paz, el sociólogo Theodore Roszak y la novelista Joyce Carol Oates, entre muchísimos otros. En esa obra, planteada originariamente como su tesis académica, Castaneda relata en primera persona la reeducación cultural a la que lo somete el indio Juan Matus, un yaqui proveniente de Sonora al que conoce por casualidad –o, en sus palabras, “acuerdo”– en la parada de un autobús Greyhound, en un pueblo de la frontera entre México y Estados Unidos. Para hacerle evidente esa “realidad aparte” que conduce a una forma alternativa de conocimiento, Don Juan lo inicia en el camino de expansión sensorial que producen el peyote, los hongos alucinógenos y el toloache, todas plantas sagradas en la cosmogonía del México antiguo. El resultado, que empieza en Las enseñanzas... y se prolonga muy especialmente en Una realidad aparte (1971), Viaje a Ixtlán (1972) y Relatos de poder (1974) es un paisaje literario inclasificable en el que conviven la antropología, el relato de no ficción, la ficción enmascarada, el diario íntimo y, también, el germen de lo que décadas después sería la autoayuda de Paulo Coelho y Miguel Ruiz. Sus libros pueden leerse como un retrato veraz o como una pura ficción (Castaneda siempre afirmó en sus textos que los hechos narrados eran reales), y de cualquier manera su impacto tiende a cuestionar la vida y los valores del lector. “Terminé en un campo que era tierra de nadie. No era tema de la antropología o la sociología, la filosofía o la religión –escribe el autor en el comentario introductorio a la edición que conmemora los 30 años de Las enseñanzas... Había seguido las reglas y las configuraciones propias del fenómeno, pero no había tenido la capacidad de salir a la superfi- cie en un lugar seguro. En consecuencia, arriesgué mi esfuerzo total al caerme de las escalas académicas apropiadas, las que miden su valor o la carencia de él”. Tal vez la mejor explicación del enigma que surca esta obra pertenezca al siempre lúcido Octavio Paz, cuyo extraordinario prólogo a la primera edición española de Las enseñanzas... todavía da en el blanco, casi 35 años después de su publicación. Dice Paz, Premio Nobel de Literatura en 1990:
Confieso que el “misterio Castaneda” me interesa menos que su obra. El secreto de su origen –¿es peruano, brasileño o chicano?– me parece un enigma mediocre, sobre todo si se piensa en los enigmas que nos proponen sus libros. [...]. ¿Antropología o ficción literaria? Se dirá que mi pregunta es ociosa: documento antropológico o ficción, el significado de la obra es el mismo. [...] Si los libros de Castaneda son una ficción literaria, lo son de una manera muy extraña: su tema es la derrota de la antropología y la victoria de la magia; si son obras de antropología, su tema no puede serlo menos: la venganza del “objeto” antropológico (un brujo) sobre el antropólogo hasta convertirlo en un hechicero. Antiantropología.
Carlos Fuentes: Fue antes de que se pusiera de moda; yo veía películas de vampiros cuando era chico. Bela Lugosi me impresionaba terriblemente. Y me dije: el vampiro Drácula siempre anda en Europa, ¿a qué hora viene a América? Bueno, vino con la película de Brad Pitt a Nueva Orleáns, pero a México nunca había llegado. Quizá porque tenemos muchos vampiros locales de competencia… Es terrible. Pero por fin llegó a México, se instaló y es Vlad.
Sin pensar demasiado en si Paz tenía razón o no al considerar una fantasía irrelevante el “misterio Castaneda”, algunas circunstancias me llevaron de a poco a interesarme en la vida, obra y milagros de este escritor célebre y desconocido a la vez, mago y chamán para unos y mentiroso patológico para otros. En 1999, viviendo en México DF., una amiga argentina que acababa de leer Las enseñanzas de don Juan me preguntó qué sabía del autor. Yo, que presumía de crítico literario metido a periodista, no le pude decir nada. Días más tarde, en una fiesta en la casa del escritor mexicano Enrique Serna, conocí al editor Andrés Ramírez, de quien me hice amigo a la primera copa. Con el espíritu afable y abierto que los mexicanos suelen prodigar a los extranjeros, Andrés rápidamente me propuso ir un día a la casa con piscina de su padre, a la que describió como un hermoso refugio de sol eterno enclavado entre las alturas de Cuautla, muy cerca de la zona que Malcolm Lowry inmortalizara con las pesadillas de Bajo el volcán. Pocas semanas después, la revista Gatopardo me envió al pueblito Real de Catorce, en el estado mexicano de San Luis Potosí, para que desde allí entrara al desierto, comiera el cactus alucinógeno peyote y escribiera una crónica sobre el viaje y los espeluznantes resultados del singularísimo menú. A mi regreso al DF., y todavía bajo los efectos místicos del cactus, busqué algunos libros de Castaneda que no había leído, para comparar lo que él decía sobre el peyote con la indescriptible experiencia que a mí me había tocado vivir. El primero de sus libros que cayó en mis manos fue El don del águila, el quinto de la serie, cuya traducción estaba a cargo del escritor José Agustín. Durante los días de esa extraña lectura postalucinógena, un amigo de Andrés llamó para decirme que todavía no sabía cuándo podríamos ir a la casa de Cuautla, y aprovechó para preguntarme si mientras tanto quería leer algunos libros del dueño de aquella casa de sol y piscina. Esa misma tarde, ese amigo pasó por mi casa con De perfil y Contra la corriente. ¿El autor de los libros?: José Agustín.
En Contra la corriente, Agustín ensaya en la crónica “Carlos Castaneda” un invalorable retrato del Señor X de los escritores. Recuerda que lo conoció en 1972, un día después de que éste se apareciera sin avisar (al parecer, una característica permanente en Castaneda) en la casa del poeta Juan Tovar, traductor al español de Las enseñanzas... , Una realidad aparte, Viaje a Ixtlán y Relatos de poder. La tarde siguiente, Tovar tenía una cita con Castaneda en el céntrico hotel María Isabel, y antes de ir llamó a su amigo Agustín para que lo acompañara. “Lo primero que me sorprendió, al verlo de lejos, fue el parecido que le encontré con Peter Lorre, el gran Joel Cairo de Casablanca –escribe Agustín–. Desde un principio Carlos se mostró notablemente radiante, informal, afectuoso y generoso [...]. No fumaba ni cigarros fresas; tampoco bebía, aunque se complacía viéndonos a gusto y nos invitaba cervezas y excelente vino importado [...]. Nos dijo desde entonces que había nacido en Brasil, pero que se educó en la Argentina y que finalmente acabó estudiando Antropología en la UCLA [...]. Además, me pareció rarísima su manera de hablar español, pues lo hacía con un acento imprecisable, con términos y dejos de varios países y el uso de expresiones muy peculiares como ‘hijo de la gran flauta’ , ‘San Puta’, ‘como Kiko y Kako’, etcétera”..
Cuando llegué a su casa de Cuautla, en los parlantes sonaba Electric Light Orchestra. Agustín es un tipo moreno, fuerte y saludable, de los que parecen estar de vuelta de todo y practicar el culto a la buena vida sin complicaciones. Se veía que no lo entusiasmaba hablar de un amigo que jamás quiso revelar absolutamente nada de su vida personal, pero daba la impresión de que podía hacerlo si le daban ganas. Pusimos discos de Rod Stewart, comimos a un lado de la piscina y sin darnos cuenta él empezó a recordar. “Era un tipo de actitudes extrañas. Un día estábamos presentando un libro suyo, no recuerdo cuál, por Paseo de la Reforma, y de repente, mientras yo hablaba, levanto la vista y lo veo en la puerta, haciéndome caras y morisquetas –me dijo–. Y yo pensaba: puta madre, no es posible, todo el mundo aquí cagándose por saber quién es Castaneda, y él está aquí presente... y no lo sabíamos más que dos o tres. Recuerdo que todavía me bajé de la mesa, fui, le di un abrazo, y me dijo: ‘¡qué bárbaro, cuántas pendejadas dijiste!’, así que le pedí que subiera al escenario. ‘¡No, ni madres!’, me contestó, con esa risa tan suya...”
–¿No le daba curiosidad saber más cosas de él?
–Yo lo aceptaba como era, en ese sentido soy muy poco curioso, si él no tenía el menor deseo de decir nada acerca de eso, pues no digas nada y a la chingada. Era un tipo tan simpático, tan agradable, que no se necesitaba andar hurgándole mucho.
–¿Tenía algo de brujo?
–Es difícil pronunciarse. Sí puedo contar que una vez, en 1986, fui a dar una conferencia a Santa Barbara, y resultó que ahí conocí a unos maestros con quienes agarré una empatía inmediata y me invitaron a cenar. Primero me llevaron a un restaurante y luego a tomar la copa a la casa de uno, allí no se podía y entonces nos fuimos a la casa de otro, y a los diez minutos de entrar sonó el teléfono para mí. Atendí, extrañado, y del otro lado estaba Castaneda. Me asusté muchísimo y le pregunté cómo podía saber que yo estaba allí. “Bueno, es uno de mis chistes”, contestó.
–¿Qué valoración hace de sus libros? ¿Son realidad o ficción?
–Para mí son como Las mil y una noches: se trata de una gran obra literaria, que puede tener un basamento real, y sin duda lo tiene. Yo creo que un 70% de lo que plantea es cierto, y si algo hilvana para concatenar esas realidades, será un 30%. De hecho, después de tratarlo personalmente me resulta difícil creer que no conoció a don Juan y a gente muy especial, por sus propias condiciones físicas.
–¿Por ejemplo?
–Una vez me tocó verlo semidesnudo, estaba en un hotel y nos recibió al cineasta Jorge Fons y a mí. Por primera vez lo veía sin camisa, y tenía una corpulencia... ¡De fisicoculturista, tipo Schwarzenegger! Y era evidente que éste no iba al gimnasio, así que le pregunté, “puta, pero cómo puedes estar tan mamado, mano?”. Y me contestó “pues por la pinche vida que me hace hacer don Juan”. “Y eso no es nada”, siguió, y se subió el pantalón y me mostró un músculo muy raro que le salía en los tobillos, una bola dura que según él sólo aparece cuando se ejercita lo que él llamaba “el paso de poder”, o el “correr en la oscuridad”. Entonces, si él inventaba todas estas cosas, era tan meticuloso en su invención que hasta modificaba su propio cuerpo, lo cual ya para un escritor es demasiado sacrificio.
El perfil de Castaneda dibujado por Agustín coincide con el que hace la mayoría de quienes lo trataron, el director Fons, la actriz Julie Furlong y la poeta Elsa Cross, entre ellos. El escritor mexicano Héctor Manjarrez lo conoció en 1975, en la casa de los artistas Vicente y Alba Rojo, y desde entonces entabló una larga relación con él, basada sobre todo en extensísimas conversaciones telefónicas impulsadas por Castaneda, que llamaba –según decía– desde algún lugar del desierto de Sonora. “Después de conocerlo me pasaba sentir que ese día iba a llamar, y al rato sonaba el teléfono y era él. Varias veces fue así”, me contó la tarde en que fui a visitarlo a su casa de la Villa Olímpica del DF.
–¿Cómo era Castaneda?
–Es un tipo muy raro Castaneda, extraordinariamente singular... Qué raro, estoy hablando en presente... Te decía, extraordinariamente seductor, muy simpático, no me cabe la menor duda de que tenía... ¿Cómo lo podemos llamar? Poderes hechiceros, poderes mágicos, los tiene, los tenía...
–¿Por qué habla de él en presente?
–No sé, es algo muy curioso. Yo creo que aún si se demostrara que fue uno de los grandes escritores de todos los tiempos, igual lo más importante en él es que vivió experiencias extraordinarias y hacía que uno viviera lo mismo.
–¿Qué experiencias extraordinarias le hizo vivir a usted?
–No sé si fue él. Pero la noche en que lo conocí, salí de la casa de Vicente Rojo y me puse a caminar hacia la mía. Iba por el bulevar, de Coyoacán hacia San Ángel, por Taxqueña, y al mirar de frente, poco antes del crepúsculo, me di cuenta de que podía ver unas cinco o seis cuadras con total claridad. Veía toda la gente, las caras, y de repente vi, de mi lado, dos tipos con dos perros negros, doberman, y me dije “son nahuales”. Sin ponerme a reflexionar, pensé “bueno, si son nahuales no me van a hacer nada, porque esto lo debe producir Castaneda”. Entonces yo seguí mi camino, los dos tipos y los dos perros cruzaron la calle, se metieron al bulevar, caminaron hacia mí y los pinches doberman hijos de la chingada se siguieron pero volteando, como dos personas...
–... ¿Que lo cuidaban?
–Que me cuidaban y me asustaban. Dándome una lección. O una enseñanza.
Lo curioso es que el propio Castaneda habría sido ingenuo con respecto al poder, en su caso ejemplificado en la figura de don Juan. Si hay un poco de verdad en lo que cuenta, se habría acercado al yaqui como quien cree que nunca será sorprendido por alguien inferior, y el indígena le habría demostrado que el sabio no era el científico, sino él. En esa autocrítica racional reside buena parte del encanto de su obra y quizá también el del Carlos-persona, a juzgar por la pormenorizada descripción que en 2004 hizo el editor Michael Korda (quien publicó en Simon & Schuster la versión estadounidense de Las enseñanzas...) en Editar la vida:
Era un hombre robusto, de pecho amplio y muscular, de complexión morena, ojos oscuros, pelo rizado negro, corto, y una sonrisa de dentadura perfecta. [...] Casi nunca, si acaso, me había sido agradable alguien tan rápido, [tenía] una especie de inocencia, no del tipo naïve sino del tipo que uno supone que tienen los santos, los hombres sagrados, los profetas y los gurús.
El espíritu de Castaneda era definitivamente pantagruélico y su lenguaje abusivo, y tenía un mordaz sentido del humor, sin embargo, emitía de alguna manera un auténtico y potente soplo de poder no terrenal. [...] La verdad es que todos los chamanes exitosos y hombres santos son actores. [...] Tal vez Castaneda había actuado en la escuela, en Brasil o Argentina, o donde fuera que haya crecido (un asunto que nunca quedó realmente claro), pero su don natural para la actuación lo hubiera hecho un estudiante exitoso en el Actor’s Studio. Sin embargo, creí entonces en cada palabra de su libro y aún lo hago. Detrás de los trucos astutos –el aislamiento, la deliberada ofuscación de su biografía, su deleite al dejar pistas falsas para confundir a los periodistas–, Carlos Castaneda era real. Más real, de hecho, de lo que sus lectores más devotos pudieran pensar, ya que tenía un sentido común pedestre, de campesino...
Ni siquiera Margaret Runyan, la primera esposa de Castaneda y madre de Carlton Jeremy, el hijo de ambos (no reconocido por el escritor), que cuenta aquellos años de convivencia en Un viaje mágico con Carlos Castaneda (1999), contradice la opinión generalizada sobre el carácter de su ex. Tampoco lo hace Amy Wallace, hija del escritor Irving Wallace y amante de Carlos, cuya historia puede leerse en Aprendiz de bruja. Mi vida con Carlos Castaneda (2003), tal vez el único libro testimonial en el que se profundiza críticamente en los abusos de poder que habría tenido el Castaneda millonario (su herencia se calcula en más de 50 millones de dólares), mitómano y manipulador (primero) y víctima (después) de Florinda Donner, Taisha Abelar y Carol Tiggs, las tres mujeres con las que vivió durante años en Los Ángeles, todas desaparecidas en misteriosas circunstancias. Da la impresión de que el alegre Carlos nunca fue el mismo después del catastrófico exposé que produjo la edición del 5 de marzo de 1973 de la revista Time, cuya nota de tapa estaba dedicada a él con una entrevista y una investigación. En la entrevista, él afirmaba que era brasileño; la investigación demostraba que había nacido en Cajamarca, norte de Perú, el 25 de diciembre de 1925. En esas páginas, él hablaba del peyote como una planta inherente a la cultura yaqui; en el texto firmado por la reportera Sandra Burton (como ya lo había hecho el periodista mexicano Fernando Benítez en 1968, antes de que el esquivo don Juan apareciera en escena) se recordaba que en la zona donde viven los yaquis ni siquiera crece ese cactus. “Pedirme que verifique mi vida proporcionándoles estadísticas es como usar la ciencia para corroborar la brujería”, se defendió entonces el autor, con el argumento de que la libertad de movimientos de un brujo, en esta dimensión y sobre todo en las otras, depende de que nadie sepa quién y cómo es. “Un gurú tramposo es, ciertamente, un ilusionista, pero podríamos preguntarnos si el arte no es otra cosa que ilusión –escribió Alan Watts en El gurú tramposo (1974), quizás inspirado en Castaneda–. Si el universo es sólo una vasta mancha de Rorscharch sobre la que proyectamos nuestras medidas e interpretaciones, y si el pasado y el futuro carecen de existencia real, un ilusionista es simplemente un artista creativo que cambia la interpretación colectiva de la vida, e incluso la mejora”. ¿La mentira en la vida de Castaneda, muy probablemente también presente en su obra, habrá sido una forma perversa de elevar el engaño a categoría de arte terapéutico? ¿Qué llevó a Castaneda a esconderse de propios y extraños, cuando podría haber vivido como un escritor reconocido y más allá del Bien y del Mal? Y en cuanto a sus libros, ¿se puede inventar todo lo que inventó sin basarse ni siquiera un poco en la realidad?
Con esas preguntas en la cabeza partí rumbo a Hermosillo, a un lado del desierto de Sonora, en busca de las comunidades yaqui por donde se supone que Castaneda habría conocido a don Juan. En el DF., la especialista María Eugenia Olavarría, profesora de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), me contactó con el etnólogo Alejandro Aguilar, de Hermosillo. Bajo el calor del desierto, Aguilar me llevó en camioneta a Pótam, una de las aldeas yaquis más antiguas. El pueblo es la suma de cuatro barrios polvorientos y secos, en la que se hablan distintas variantes de la lengua yaqui pero poco de español y nada de inglés. Aguilar me presentó al enlace indígena del pueblo con los funcionarios de Hermosillo, quien por lo bajo se rió de mi búsqueda. Recordó que a fines de los años 60 llegaban miles de blancos como yo, pero aquellos con la única intención de drogarse de la mano de indios sabios. Ahora, parecía, llegaban periodistas interesados en algo que, para él, era otro tipo de opio, igual de ridículo y sin ninguna importancia. Por cierto, mi interlocutor se llamaba Juan Matus, como tres parientes más que en ese momento estaban en su casa de adobe. Amable y serio, me acercó hasta el cementerio, donde en ese momento se llevaba a cabo un ritual funerario. Me dejó bajo un árbol, protegido del sol. A pocos metros, unas ancianas estaban sentadas en la puerta de un galpón muy pequeño; los niños jugaban y los hombres se movían muy lentamente y en silencio, como en sueños. Con el mayor respeto del que fui capaz, me acerqué primero a los hombres, luego a las ancianas; ninguno hablaba mi idioma, y si me entendían, se cuidaban muy bien de demostrarlo. Al rato volví a mi árbol, entonces fueron los niños los que se acercaron. Tampoco me entendían ni querían hablar conmigo, apenas si me observaban como a un ejemplar biológico rarísimo. Castaneda debió de haber tenido mucha suerte, pensé, para que un indígena como estos le haya prestado atención en la parada del autobús Greyhound, luego lo haya invitado a su casa y, por último, le haya querido revelar todos los secretos mágicos de una cultura antiquísima. Me fui sin haber podido hablar con nadie, sólo con el recuerdo de lo que me había dicho el escritor y “psicomago” Alejandro Jodorowsky días antes de viajar a Sonora. Él había conocido a Castaneda a mediados de los años 70, en un restaurante mexicano. Carlos había ido a cenar con Jorge Fons; Jodorowsky, con Julie Furlong y otra mujer. Según Jodorowsky, Castaneda lo reconoció, fue hasta su mesa, comieron alegremente, y de ahí los cinco fueron al hotel donde se hospedaba el chileno, enredados en una conversación sobre la película que podrían hacer juntos. De acuerdo a Jodorowsky, la velada terminó mal, porque en un segundo todos empezaron a sentirse muy enfermos, con un tremendo dolor de estómago, y cada uno debió partir de urgencia para sus respectivas camas. Pero la historia de esa noche no se correspondía con lo que ya me habían contado Fons y Furlong; para el director, no fueron juntos a ningún lado, y tras comer en el restaurante se habrían despedido en la puerta; y en palabras de la actriz, todo había acabado bien, en el hotel del director de Santa Sangre y sin ningún enfermo a la vista. ¿La magia perturbaba la coherencia de la historia? ¿Había alguna mentira en el medio? ¿O, simplemente, cada uno recordaba lo que podía, a tantos años de distancia? Cuando confronté a Jodorowsky con todas esas versiones de la misma noche, me miró con los ojos de un niño, sonrió y me dijo: “Mira, si es mentira, es una mentira sagrada”. Con el calor del desierto quemándome la cabeza y los pies, sentí que a veces no hay más verdad que ésa.
-Una versión anterior de este texto se publicó en ADN, suplemento cultural de La Nación, Buenos Aires, 2009
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