Celebridades y proceso
judicial/Marc Carrillo,
catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra
EL PAÍS,
24/02/12
Resulta habitual que
cuando una persona conocida se ve incursa en un proceso judicial, y con toda
lógica los medios de comunicación se hacen eco de esta circunstancia informando
y opinando al respecto, aparece en escena la invocación al Estado de derecho y
a la presunción de inocencia como garantes de los derechos del afectado. Y no
hay duda que ha de ser así: la presunción de inocencia como parte de los
derechos que integran el derecho a la tutela judicial comporta, como recuerda
el Tribunal Constitucional, “el derecho del acusado a no sufrir una condena a
menos que la culpabilidad haya quedado establecida más allá de toda duda
razonable, en virtud de pruebas que puedan considerarse de cargo y obtenidas
con todas las garantías” (STC 81/1998). Pero, asimismo, tampoco puede haber
duda alguna de que el mismo Estado de derecho, al que se acude muchas veces
como una simple retahíla a modo de catón argumentativo, también conlleva la
garantía del derecho a informar sobre los hechos que han dado lugar al proceso
judicial y, por supuesto, a opinar sobre los mismos en el ejercicio de la
libertad de expresión. Especialmente, cuando se trate de una persona que por
razón del cargo que ostente, por la relevancia pública de su profesión o, por
ejemplo, como consecuencia de su relación familiar con representantes del
Estado, son protagonistas del escenario público.
La expresión
“celebridad” empleada aquí para hacer referencia a personas de relevancia pública
no tiene otra connotación que la de ser descriptiva de una realidad social sin
que, obviamente, comporte un plus adicional de orden valorativo. En términos
jurídicos, ser conocido en la sociedad abierta, en una sociedad democrática,
trae como consecuencia que en razón de aquello que hace a la persona “célebre”,
ésta se encuentre expuesta a un mayor grado de valoración en el debate público,
a un nivel de atención superior por parte de la opinión pública, porque
aquellos actos que realice en razón de su cargo, oficio o relación familiar,
forzosamente han de ser susceptibles de un escrutinio social superior al que
merezca una persona anónima. De lo cual no se deduce, claro está, que estas
personas no sigan siendo titulares de sus derechos al honor, a la intimidad, a
la propia imagen y, desde luego, a la tutela judicial. Pero en la sociedad
democrática, cuando los actos de las personas conocidas presentan relevancia
pública, por ejemplo, porque están imputadas a instancias de la Fiscalía
Anticorrupción por la presunta comisión de actos delictivos, como es el caso
del tráfico de influencias, fraude fiscal, malversación de caudales públicos o
actos de la corrupción en administraciones públicas, parece obvio que el
proceso judicial al cual son sometidas han de ser objeto de una especial
atención por los medios de comunicación. Informar y opinar sobre un proceso
judicial es una consecuencia ineluctable del Estado democrático de derecho al
que tanto se invoca, que obliga a garantizar una comunicación pública libre,
sin la cual quedarían vaciados de contenido real otros derechos que la
Constitución reconoce (STC 235/2007).
Claro es que para que
la información sobre las diversas fases de un proceso judicial no llegue a
convertirse en lo que ha dado en denominarse un “juicio paralelo”, el derecho a
comunicar información veraz ha de fundamentarse en la diligencia empleada en la
obtención de la información (STC 6/1988), lo cual exige un riguroso respeto en
las reglas deontológicas de la profesión periodística, que obligan al debido
contraste de la información que vaya a ser difundida, requisito —el de la
diligencia— que puede no excluir la posibilidad del error informativo que, de
producirse, siempre podrá ser enmendado, sin que para evitar ese riesgo la
sociedad deba vivir en el silencio respecto de un asunto de interés público. Y
por lo que concierne a la libertad de expresión, entendida como la libre
emisión de ideas u opiniones, es bien sabido que ha de ser especialmente amplia
en una sociedad democrática. La jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo, que
también vincula a los tribunales españoles, viene interpretando desde hace años
que “la libertad de expresión (…) es uno de los pilares fundamentales de una
sociedad democrática y una de las condiciones más importantes para su progreso
y el desarrollo individual” y que, sin perjuicio de proteger la reputación y
los derechos ajenos, implica que “no se aplica solamente a las informaciones o
ideas que se reciben favorablemente o se consideren inocuas o indiferentes sino
también a las que ofenden, hieren o molestan. Así lo exigen el pluralismo, la
tolerancia y la mentalidad amplia, sin los cuales no hay sociedad democrática”
(Sentencia Handyside c. Reino Unido de 7/XII/1976). Un criterio que también fue
empleado por el Tribunal Constitucional en su STC 29/1990, para estimar el
recurso de amparo interpuesto por un periodista que en 1982 hacía referencia en
un reportaje al “pasado fascista del Rey”.
En este contexto
jurídico, mandar callar acerca del entorno que rodea al proceso judicial que
afecta a una persona conocida es más propio de la ignorancia de estas reglas
elementales, cuando no de la añoranza de pasados dictatoriales.
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