Los porqués de una
sentencia/ José María Ridao
Publicado en EL PAÍS, 23/02/12¿
Han transcurrido
apenas unos días desde la condena a Baltasar Garzón y el clima de unanimidad
impuesto en los comentarios aparecidos en la prensa parece no dejar lugar a
dudas. O bien el Tribunal Supremo habría caído en manos de un franquismo
redivivo que aspira a apoderarse de las instituciones democráticas, o bien la
animadversión de los magistrados hacia un juez de renombre habría puesto en
marcha una maquinación para satisfacer los más bajos instintos. En un caso o en
otro, la sentencia no sería solo una sentencia; sería un episodio en una bien
trabada conspiración. En ella estarían todos: los franquistas que esperaban el
desquite, la derecha que no condenó la dictadura y que habría contado con la
complicidad del máximo órgano jurisdiccional para silenciar a quien se propuso
sanear una transición calificada de claudicante y vergonzosa, y, por
descontado, los presuntos corruptos acusados de integrar una trama de
financiación irregular al partido hoy en el Gobierno.
Lo más inquietante de
esta explicación es que, al igual que hizo la derecha, una parte de la derecha,
tras la victoria socialista en 2004, la izquierda, una parte de la izquierda,
podría acabar cediendo a la tentación de interpretar su derrota en las
elecciones no como un revés político, sino como un zarpazo a la legitimidad del
sistema constitucional. Las elucubraciones sensacionalistas en torno a los
atentados del 11 de marzo sirvieron para apoyar la idea de que el Partido
Socialista no debería haber llegado al Gobierno y, por tanto, cualquier medio
para desalojarlo resultaba aceptable. Si la sentencia contra Garzón fuese el
resultado de esa conspiración largamente tramada y con extensas ramificaciones
en las sentinas de la derecha, ¿cuál sería el inexorable corolario?, ¿qué
lealtad constitucional se podría reclamar a nadie?
Las elucubraciones
sensacionalistas en torno a los atentados del 11 de marzo fueron una patraña
que puso al país al borde de la ruptura. Interpretar la sentencia contra Garzón
como el último episodio de una conspiración también puede ponerlo, sobre todo
si, como en el caso de los atentados, resultara que se apoya en elucubraciones
sensacionalistas. El terreno está abonado para que proliferen, no solo porque
la derecha se libró irresponsablemente a ellas y validó entonces un medio
execrable de hacer política, sino porque uno de los argumentos más repetidos
para criticar la sentencia contra Garzón es la dificultad para explicarla.
Salvo que se pretenda confundir los planos, la dificultad para explicar una
decisión jurídica no dice nada de la decisión misma, sino de la capacidad
jurídica de quien se propone explicarla. Insistir tanto como se ha insistido en
que la sentencia contra Garzón es difícil de explicar solo puede significar dos
cosas: o que no se tiene competencia, y entonces mejor guardar silencio, o que
lo que no se tiene es voluntad, y entonces habría que explicar por qué no se
tiene.
El resultado, con
todo, es siempre el mismo: a falta de explicación, se imponen las
elucubraciones sensacionalistas. De la sentencia contra Garzón se ha contado
más a la opinión pública acerca de la vida y milagros de los magistrados que la
dictaron que de los hechos que consideraron probados y de los razonamientos en
los que apoyaron la condena. Las contadas ocasiones en las que se ha aludido a
la sentencia ha sido para decir que, como Garzón, otros jueces también
ordenaron escuchar las conversaciones de los detenidos con sus letrados y no han
sido castigados por ello. Criticar la sentencia contra Garzón sin pronunciarse
sobre el punto esencial, esto es, sobre si los jueces pueden ordenar que se
escuchen las conversaciones de los detenidos con sus letrados, equivale a
escamotear un dato determinante para la totalidad del caso. Porque si la
respuesta es no, y sería deseable que voces con competencia y voluntad ayudaran
a forjarse una opinión, entonces quienes critican la sentencia argumentando que
otros jueces han hecho lo mismo que Garzón sin ser condenados por ello no
estarían defendiendo el Estado de derecho; en realidad, lo estarían
defenestrando, porque la norma que estarían implícitamente reclamando para
absolver a Garzón no sería la ley que rige para todos, sino la práctica de
algunos jueces que, según el Supremo, la contradice.
Las elucubraciones
sensacionalistas a la que se han librado tantos medios de comunicación en todo
el mundo, y también en España, se alimentan en gran medida de una singular
variante del “periodismo de investigación”. El modelo teórico sería el caso
Watergate; el resultado práctico guarda con él poco parecido. Si Woodward y
Bernstein no hubieran dado a conocer el espionaje del Partido Demócrata
ordenado por Nixon, la maquinaria policial, judicial y política de Estados
Unidos no se habría puesto en marcha. En España, por el contrario, el
“periodismo de investigación” solo hace atronador acto de presencia cuando ya
está en marcha la maquinaria policial y judicial, y en ocasiones también la
política. En sentido estricto, ese periodismo no descubre nada, no investiga
nada, sino que revela, adelantándolas a partir de filtraciones de documentos
oficiales y sumarios bajo secreto, informaciones que las leyes ordenan mantener
reservadas para respetar las garantías a las que tiene derecho cualquier
ciudadano sometido a investigación. En ese adelanto de las informaciones está
la clave, porque genera plusvalías simbólicas de las que se benefician a partes
iguales filtradores y receptores de la filtración. Unos y otros logran construirse
titánicas reputaciones en sus respectivas profesiones a través de un simple
sistema de favores mutuos.
Gracias a esta
singular variante del “periodismo de investigación”, para el que el papel de la
prensa consiste en airear el contenido de las filtraciones y no en denunciar
que algunos servidores del Estado quebrantan el deber de secreto al que están
obligados, la creación de climas de opinión que, debidamente orientados,
convierten los sumarios de instrucción en prácticas resoluciones de condena es
un juego de niños. La trampa saducea que se tiende ante los tribunales
encargados de juzgar es, o bien dictar sentencia de acuerdo con el clima de
opinión previamente creado, y entonces nada sucede, o bien pronunciarse en
contradicción con ese clima, y entonces se declara el desprestigio de la
justicia y la indignidad de sus miembros. Por desgracia, el “periodismo de
investigación”, ese “periodismo de investigación” que ha proliferado en todo el
mundo, ha sentado cátedra en España; tanta, que ya no hace falta siquiera
invocar el periodismo ni tampoco la investigación para considerar como una
práctica admitida la creación de climas de opinión tendidos como trampas ante
los tribunales encargados de juzgar. Basta reclamar atención pública como
familiar de la víctima de un crimen horrendo, o como partidario de una causa
incontestable, para considerarse acreedor de una justicia a la medida, cuando
no de una inmunidad absoluta frente a los requerimientos de la ley.
Aparte de la condena
por el caso de las escuchas, Garzón tenía abiertas otras dos causas, una por
archivar correctamente una querella contra un banquero que accedió a financiar
un curso organizado en Nueva York, y otra por abrir y cerrar una investigación
sobre los crímenes cometidos por jerarcas de la dictadura sin tener
supuestamente competencia para ello, que sigue pendiente de resolución. Salvo
que una vez más se pretenda confundir los planos, cada causa es cada causa, y
lo que cada causa reclama son argumentos y no la creación de un clima de
opinión válido para todas. El porqué de la sentencia de acuerdo con ese clima
creado ya se conoce, y remite a una conspiración en las sentinas de la derecha.
Falta por conocer el otro porqué, el porqué jurídico, ese porqué que se ha
escamoteado bajo el pretexto de que la condena a Garzón es difícil de explicar.
Por difícil que sea, los ciudadanos tienen derecho a conocer ese porqué. No
solo para decidir sobre el prestigio o desprestigio del Tribunal Supremo, sino
también para saber si la legitimidad del sistema constitucional ha recibido un
zarpazo o se trata, sin más, de una nueva e irresponsable elucubración
sensacionalista
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