Los procedimientos contra Garzón/ Kai Ambos, catedrático
de Derecho penal y Derecho internacional penal en la Universidad de Gotinga,
Alemania. Actualmente se encuentra como senior fellow en el Institute for
Advanced Studies de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Nociones básicas del
Derecho internacional humanitario (Tirant lo Blanch) y El crimen de agresión
después de Kampala (Universidad Carlos III), son los dos últimos libros
publicados por Ambos en España, en 2011.
La condena por el
Tribunal Supremo español (TS) del ex juez de instrucción Baltasar Garzón por un
delito de prevaricación ha sido objeto de duras críticas, especialmente desde
círculos de derechos humanos. Algunos incluso ven en ello el final del Estado
de Derecho español, ya que en tales círculos se considera a Garzón como un
símbolo sacrosanto de la lucha universal contra la impunidad de las violaciones
de derechos humanos, especialmente por su persecución penal del ex dictador
chileno Pinochet.
Sin embargo, un
análisis sereno de los reproches dirigidos a Garzón pone de manifiesto una
imagen menos positiva de un juez que parece dispuesto a hacer prevalecer sus
objetivos (políticos) de investigación frente a principios fundamentales del
Estado de Derecho, como lo son el derecho a un juicio justo, la vinculación a
la ley y la independencia judicial.
En el procedimiento
que ha llevado a la condena por el TS, Garzón había ordenado la escucha de las
conversaciones entre imputados por el escándalo de corrupción Gürtel, que se
encontraban en prisión preventiva, y sus abogados. Pero en el procedimiento
penal español -según un inequívoco precepto de la ley penitenciaria- ello sólo
está permitido cuando hay sospechas de la comisión de delitos de terrorismo, lo
que era obvio que no concurría en este caso. Por ello, el TS ha condenado a
Garzón por prevaricación, con la unanimidad (¡) de los siete magistrados de su
Sala Segunda.
Ese tipo penal exige
que se dicte «a sabiendas» una sentencia o resolución «injustas». Podrá
discutirse si Garzón obró realmente a sabiendas, así como si la pena que se le
ha impuesto es desproporcionada; pero lo que no puede ponerse en cuestión es
que en todos los Estados de Derecho la escucha antijurídica de la comunicación
privilegiada entre imputados y defensores supone una gravísima lesión del
derecho a un juicio justo. A ello hay que añadir que Garzón no pudo presentar
ningún indicio concreto de un comportamiento punible de los abogados
defensores, a pesar de que sólo en tales casos las escuchas podrían haber
entrado en consideración. El resultado es que, en cualquier caso, Garzón
tendría que haber sido condenado, por lo menos, por una prevaricación
imprudente, conducta que también es punible en España.
Asimismo se le
reprocha a Garzón una prevaricación en el segundo procedimiento (todavía en
tramitación), a causa de las investigaciones que decretó, especialmente con la
práctica de exhumaciones, en relación con los crímenes de la dictadura
franquista. Lo que se discute aquí es si Garzón era competente, ya que,
normalmente, tales investigaciones deben ser llevadas a cabo por el juez del
lugar donde se han cometido los hechos: una competencia de la Audiencia
Nacional, con sede en Madrid (el tribunal al que pertenecía Garzón), sólo entra
en juego para delitos cometidos fuera de España o contra las altas
instituciones del Estado. Por ello, Garzón argumentó que los hechos debían ser
considerados como delitos contra el Estado, porque se habían cometido «en el
contexto de delitos contra la humanidad» y en conexión con el golpe de Estado
de Franco de 1936.
Ésta es una
construcción muy osada, ya que los delitos se cometieron después del golpe de
Estado, es decir, para la consolidación de la dictadura fascista, y no contra
la ya derrocada República. Además, los autores de los hechos habían muerto ya
hace tiempo, de tal manera que no existía motivo alguno para incoar un
procedimiento penal. De todas maneras, la concentración en las manos de una
autoridad central de la investigación de unos hechos de esas características,
puede encontrar materialmente alguna fundamentación, por lo que en la asunción
de la competencia por Garzón no parece encerrarse una decisión completamente
indefendible, y, con ello, tampoco una prevaricación.
En el tercer
procedimiento se le imputa a Garzón un delito de cohecho. Ciertamente que el
juez de instrucción del TS ha archivado el procedimiento el 13 de febrero, por
estimar que el hecho había prescrito, pero confirmando la sospecha de la
comisión de un delito de cohecho. En los cursos dirigidos por Garzón en Nueva
York, éste ha solicitado financiación -incluyendo honorarios- a numerosas empresas
contra las que él mismo ha dirigido diligencias penales, a pesar de lo cual
Garzón no se ha abstenido -por parcialidad- de instruir los procedimientos de
investigación; al menos en el procedimiento contra Emilio Botín, presidente del
Banco de Santander, Garzón incluso lo ha sobreseído.
Ciertamente que el
juez de instrucción del Tribunal Supremo no ve en ello ni una prevaricación
(porque la resolución de sobreseimiento habría estado justificada), ni tampoco
un cohecho propio (porque Garzón no ha recibido ninguna ventaja por una
concreta resolución oficial), pero sí un cohecho impropio, ya que Garzón pidió
y recibió favores en su condición de juez. Naturalmente que también puede
discutirse la interpretación de este tipo penal, pero todo el asunto deja un
mal sabor de boca, ya que Garzón, antirreglamentariamente, no dio cuenta de los
pagos, y ya que, en cualquier caso, cultivaba una relación de amistad con
Botín, tal como se desprende de la correspondencia publicada por la prensa
española, en la que aquél se dirigía al banquero como «querido Emilio».
El Estado de Derecho
no se defiende con jueces como Garzón, sino con un Tribunal Supremo que dice,
con razón, en su sentencia de 9 de febrero de 2012, que la acción penal del
Estado «sólo debe ser satisfecha dentro de los límites impuestos al ejercicio
del poder por los derechos que corresponden a los ciudadanos en un Estado de
Derecho. Nadie discute seriamente en este marco que la búsqueda de la verdad
(…) no justifica el empleo de cualquier medio. La justicia obtenida a cualquier
precio termina no siendo justicia».
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