El honor del
mandatario/Mario Vargas
LLosa.
Publicado en EL PAÍS, 26/02/12:
El presidente de
Ecuador, Rafael Correa, acaba de ganar una importante batalla legal contra la
libertad de prensa en su país y ha dado un paso más en la conversión de su
gobierno en un régimen autoritario. La Corte Nacional de Justicia, máxima
instancia de la magistratura, ha condenado al diario El Universo, decano de la
prensa ecuatoriana con más de 90 años de existencia, por injurias al
mandatario, con una sentencia severísima: 40 millones de dólares y tres años de
cárcel a los principales responsables del diario, los hermanos Carlos, César y
Nicolás Pérez.
El proceso contra El
Universo se inició hace poco menos de un año, con motivo de un artículo del
periodista Emilio Palacio, quien, comentando la actuación del presidente en una
confusa revuelta policial de septiembre de 2010 en la que se vio implicado,
afirmaba: “El dictador debería recordar, por último, y esto es muy importante,
que con el indulto, en el futuro, un nuevo presidente, quizás enemigo suyo,
podría llevarlo ante una corte penal por haber ordenado fuego a discreción y
sin previo aviso contra un hospital lleno de civiles y gente inocente”. Rafael
Correa consideró esta frase lesiva para su honor.
Celebrando el fallo
del Tribunal, mientras sus partidarios quemaban en la calle ejemplares del
diario incriminado, el jefe de Estado del Ecuador dijo que con aquel fallo se
habían logrado tres objetivos: “que El Universo mintió, que se puede juzgar no
a los payasitos, sino a los dueños del circo, y que los ciudadanos pueden
reaccionar frente a los abusos de la prensa”.
No dijo si sentía que
había sido desagraviado en su maltratado honor, y por una razón muy sencilla:
porque es ahora, precisamente, cuando ese honor —además de su nombre y su
gobierno— ha quedado por las patas de los caballos, desprestigiado
internacionalmente por una operación legal que toda la prensa libre del mundo,
las organizaciones de periodistas, de derechos humanos, y los partidos y
gobiernos democráticos consideran un atropello cínico y desorbitado contra la
libertad de expresión que puede tener consecuencias trágicas para su país.
Sobre todo, teniendo en cuenta que no es el primero ni será el último. Hace
unos días, otros dos periodistas ecuatorianos, Juan Carlos Calderón y Christian
Zurita, fueron condenados a pagar dos millones de dólares por supuestos “daños
morales” que habrían causado al presidente en un libro describiendo los
negociados de su familia.
Ni qué decir tiene que
la sentencia de la Corte Nacional de Justicia del Ecuador instala una espada de
Damocles sobre todos los medios de comunicación y los adversarios del gobierno,
advirtiéndoles que cualquier crítica al poder puede acarrearles represalias tan
feroces como ésta, que, en la práctica, equivale a la clausura del órgano de
prensa (pues la multa supera en exceso el patrimonio del periódico), y largas penas
de prisión para los periodistas indóciles.
El amedrentamiento y
la amenaza para instalar la autocensura en el mundo de la información,
obligando a los periodistas e informadores a convertirse en censores de sí
mismos y a escribir mirando a hurtadillas a su alrededor, es un método que
todos los dictadores modernos practican —el ejemplo más conspicuo en América
Latina, después del caso obvio de Cuba, es el del comandante Hugo Chávez en
Venezuela, seguido por su aventajada discípula argentina, la señora Cristina
Kirchner—, más hipócrita pero también más efectivo que el de la anacrónica
censura previa o la mera clausura policial de los medios indomesticables y
reacios al servilismo político. La desaparición de un periodismo libre y su
reemplazo por unos medios neutralizados e incapaces de ejercer la crítica es el
sueño, también, de las seudo democracias demagógicas y devastadas por el
populismo, de las que es eximio representante el gobierno de Rafael Correa.
Su involución hacia el
populismo demagógico y la retórica truculenta y ramplona que ahora practica
—verlo perorar, mirando al cielo, con las venas hinchadas del cuello y
embriagado de admiración por sí mismo, constituye un espectáculo impagable— es
por desgracia una deriva no infrecuente en los políticos latinoamericanos. Y,
en su caso particular, bastante triste. Porque la verdad es que, cuando comenzó
a figurar en la vida política de su país, en abril de 2005, en plena crisis
constitucional, este economista católico, con títulos en las Universidades de Lovaina
e Illinois y una distinguida carrera académica, alentó muchas esperanzas.
Parecía movido por sentimientos generosos e idealistas y se pensaba que su
gestión gubernamental serviría para reforzar las instituciones democráticas, la
justicia social y la modernización del Ecuador.
Ha sido exactamente al
revés. Mareado por el poder y la obsesión continuista, peón de brega de los
delirios socialistas y bolivarianos del comandante Chávez junto al boliviano
Evo Morales y el nicaragüense Daniel Ortega, el gobierno de Rafael Correa, con
sus políticas cortoplacistas, de irresponsabilidad fiscal y corrupción
multiplicada, su hostilidad hacia la empresa privada, las inversiones
extranjeras y su izquierdismo trasnochado, ha empobrecido y desquiciado a la
sociedad ecuatoriana, enconándola y crispándola. Por eso, su impopularidad ha
ido creciendo de manera sistemática en los últimos tiempos. Los movimientos
indigenistas, que en un principio lo apoyaron, están ahora entre los críticos
más tenaces de su gobierno.
Éste es el contexto
que explica los golpes desesperados contra la libertad de expresión del
presidente Correa de los últimos meses y la brutalidad de esta sentencia contra
El Universo. Con ella, el jefe de Estado y su gobierno se despojan de una de
las pocas credenciales democráticas que todavía podían exhibir y asumen, sin
veladuras, el sistema autoritario chavista que tuvieron siempre por modelo.
Dicho esto, nadie
puede negar que el periodismo, tanto en Ecuador como en el resto de América
Latina, está lejos de ser siempre un dechado de probidad, templanza y
objetividad. Desde luego que a veces sucumbe en el amarillismo, es decir, la
exageración, la injuria y el libelo, y que un sistema judicial probo e
independiente debería amparar a los ciudadanos contra estos excesos. Pero la
decapitación no es el remedio más adecuado contra las neuralgias. La sanción
contra El Universo de la Corte Nacional del Ecuador escandaliza, entre otras
cosas, por su desproporción con la supuesta ofensa, y ese carácter desorbitado
que luce es la mejor demostración de que no persigue desfacer un entuerto de
que haya sido víctima una persona, sino que se trata de un acto político,
encaminado a acabar de una vez por todas con esos pilares de la democracia que
son la libertad de expresión y el derecho de crítica.
De todas maneras, ésta
es una victoria pírrica de Rafael Correa. Su impopularidad seguirá creciendo, y
todavía más si logra su propósito de amordazar del todo a la prensa de su país,
lo que, a pesar de todo, no parece nada fácil. Lo ocurrido ha servido para
mostrar, por una parte, lo poco confiables que son los tribunales ecuatorianos
en materia de justicia por lo enfeudados que están al poder político, y, de
otra, el coraje y la consecuencia de los dueños y periodistas de El Universo y los
muchos colegas ecuatorianos que se han solidarizado con ellos. Los
desenfrenados esfuerzos del gobierno para dividirlos y quebrarlos han sido
inútiles. Han luchado todos, empresarios, periodistas, empleados y gráficos,
sin hacer concesión alguna, defendiendo con soberbia consecuencia su postura
independiente, por lo que se han ganado la admiración del mundo entero y
convertido en el símbolo mismo de la resistencia del pueblo del Ecuador contra
la noche autoritaria que les ha caído encima.
Es seguro que, a la
corta o a la larga, son ellos y no el aprendiz de dictador ni los jueces
prevaricadores los que dirán la última palabra. Éste es uno más de los muchos
traspiés que le ha deparado la historia a este viejo periódico y no cabe duda
de que El Universo sobrevivirá una vez más a la dura prueba y volverá pronto a
retomar su puesto de vanguardia en la lucha por la civilización y en contra de
la barbarie. Para entonces, Rafael Correa será ya una borrosa silueta medio
desvanecida entre el tumulto de caudillitos y politicastros que jalonan la peor
tradición de América Latina.
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