El sepulcro de las
elecciones/JAVIER SICILIA
Revista Proceso No.
1843, 26 de febrero de 2012
La documentación de
los asesinados, de los desaparecidos, de los despreciados de esta nación
continúa creciendo en la Comisión de Víctimas del Movimiento por la Paz con
Justicia y Dignidad (MPJD). Lo que no crece, y es competencia del Estado, es la
justicia que reclaman y que continúa sepultada en las procuradurías.
La realidad es
terrible. No sólo porque las víctimas, a pesar del consuelo y de la dignidad
que el MPJD les ha dado, no encuentran en el Estado ni la seguridad ni la
justicia que les corresponde (ni los culpables de los homicidios y
desapariciones están presos, ni los desaparecidos aparecen muertos o vivos),
sino porque en medio de esa realidad de impunidad, de ausencia de estado de
derecho que vive la nación, los partidos políticos se han lanzado a la
contienda electoral. Unos y otros, a través de sus respectivos candidatos, no
cesan de decir lo que siempre repiten hasta la náusea en cada elección: que
ellos tienen la clave para gobernar, para sacar al país adelante, para lograr
la prosperidad.
Sin embargo, bajo los
rostros de los candidatos que empiezan a poblar las calles y las carreteras del
país –presencias ominosas del mal gusto de las agencias de imagen–; bajo sus
inanes eslóganes –frutos podridos del despilfarro del dinero de los
ciudadanos–; bajo la complicidad de los medios de comunicación que los exaltan
y bambolean en una pasarela sin fin de vanidades –esquelas mortuorias de la
vida ciudadana–, los rostros, los nombres y las historias de los muertos, de
los desaparecidos y de los que sufrimos por su ausencia no sólo continúan
sepultados, sino aumentando su número.
En este sentido, las
campañas electorales que comenzaron, lejos de augurarnos una salida, son en
realidad monumentos mortuorios bajo las cuales se ahoga el grito de miles de
víctimas destrozadas por el crimen y humilladas por el Estado.
Por más que los
partidos nos digan que sus gobiernos serán distintos, la realidad es lo
contrario. Adondequiera que volvamos el rostro a lo largo y ancho del país, los
gobiernos con los que nos topamos –sean del PAN, del PRD o del PRI– tienen la
misma impronta: el dolor, la injusticia y el rostro de las estatuas mortuorias
de los gobernantes o de sus nuevas representaciones electorales levantadas
sobre nuestras desgracias. Cambiar una estatua mortuoria por otra no garantiza,
como quieren hacernos creer los partidos y los medios de comunicación, ni la
justicia ni la paz de las víctimas. Simplemente señalan el tipo de gusto con el
que queremos adornar y mantener sepultado el horror.
Contra lo que quieren
hacernos creer el gobierno y los partidos a fuerza de dispendios publicitarios
y virtualidad, las elecciones, en las condiciones de dolor, corrupción e
impunidad en que vivimos, no son un ejercicio democrático, sino una simulación,
un monumento tan mortuorio como kitsch de la ignominia a la que un Estado omiso
y delincuencial ha llevado a la nación, y cuyo rostro más claro en su dolor son
las víctimas que no conocieron la seguridad del Estado ni tras su muerte o
desaparición la justicia que les corresponde.
Cuando esto sucede,
las elecciones, esos momentos críticos de la historia de una nación, lejos de
avivar la vida democrática, la destruyen. Una elección democrática, en
condiciones normales, tiene –dice Jean Robert comentando a Jean-Pierre Dupuy–
por lo menos una característica contradictoria: El momento en que el pueblo
está más cerca de realizar la “voluntad general” es también el momento en que
“el ruido electoral debilita las redes sociales en las que los ciudadanos están
inmersos, actúan, deciden y hablan”. Es precisamente allí, escribe Claude
Lefort, “en el momento en el que se supone se manifiesta la soberanía popular
[…] que las solidaridades se deshacen y que el ciudadano se ve extraído de
todas las redes en las que se realiza la vida social para convertirse en una
unidad contable, en un ‘individuo estadístico’”, como las víctimas de la
nación.
Esta verdad, en las
condiciones de emergencia nacional que vive México, destruye nuestra vida
democrática: Bajo el llamado electoral, las redes de solidaridad que los
ciudadanos tejimos en el 2011 para defendernos de la violencia y de la
impunidad, y que generaron una fuerza verdaderamente democrática en la búsqueda
de la justicia, la paz y la participación ciudadana, han quedado deshechas.
Desprovistos del derecho a tener candidatos civiles, iniciativas ciudadanas, referendo,
voto blanco y revocación de mandato; ajenos a la seguridad y a la justicia, los
ciudadanos yacemos sepultados bajo los monumentos mortuorios de esas muecas de
plástico, de esa musicalidad monocorde de voces y eslóganes, y de esa
autosuficiencia cosmética de los candidatos que se diputan, no la vida
democrática del país, sino los sepulcros de la patria que los criminales han
cavado.
Recuperar la
democracia, hacerla resucitar, sólo será posible cuando juntos retejamos
nuestras redes de solidaridad ciudadana y pongamos un coto al poder de los
monumentos mortuorios que llamamos partidos y cuya ineficiencia nos es tan
costosa como inmensa. “Nuestros sueños –hay que decir con los Indignados– no
caben en sus urnas”.
Además opino que hay
que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos,
derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las
asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro,
liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz,
cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de
Calderón.
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