Vigilados
y vendidos/Manuel Castells
La
Vanguardia | 21 de febrero de 2015
El
97% de la información del planeta está digitalizada. Y la mayor parte de esta
información la producimos nosotros, mediante internet y redes de comunicación
inalámbrica. Al comunicarnos transformamos buena parte de nuestras vidas en
registro digital. Y por tanto comunicable y accesible mediante interconexión de
archivos de redes. Con una identificación individual. Un código de barras. El
DNI. Que conecta con nuestras tarjetas de crédito, nuestra tarjeta sanitaria,
nuestra cuenta bancaria, nuestro historial personal y profesional –incluido
domicilio–, nuestros ordenadores –cada uno con su número de código–, nuestro
correo electrónico –requerido por bancos y empresas de internet–, nuestro
permiso de conducir, la matrícula del coche, los viajes que hemos hecho,
nuestros hábitos de consumo –detectados por las compras con tarjeta o por
internet–, nuestros hábitos de lectura y música –gentileza de las webs que
frecuentamos–, nuestra presencia en los medios sociales –como Facebook,
Instagram, YouTube, Flickr o Twitter y tantos otros–, nuestras búsquedas en
Google o Yahoo y un largo etcétera digital. Y todo ello referido a una persona;
usted, por ejemplo. Sin embargo se supone que las identidades individuales
están protegidas legalmente y que los datos de cada uno son privados. Hasta que
no lo son. Y esas excepciones, que de hecho son la regla, se refieren a la
relación con las dos instituciones centrales en nuestra sociedad: el Estado y
el Capital.
En
ese mundo digitalizado y conectado, el Estado nos vigila y el Capital nos
vende, o sea vende nuestra vida transformada en datos. Nos vigilan por nuestro
bien, para protegernos de los malos. Y nos venden con nuestro acuerdo de aceptar
cookies y de confiar en los bancos que nos permiten vivir a crédito (y, por
tanto, tienen derecho a saber a quién le dan tarjeta). Los dos procesos, la
vigilancia electrónica masiva y la venta de datos personales como modelo de
negocio, se han ampliado exponencialmente en la última década por efecto de la
paranoia de la seguridad, la búsqueda de formas para hacer internet rentable y
el desarrollo tecnológico de la comunicación digital y el tratamiento de datos.
Las
revelaciones de Snowden sobre las prácticas de espionaje masivo del mundo
entero (con escasa protección judicial o simplemente ilegales) han expuesto una
sociedad en la que nadie puede escapar a la vigilancia del Gran Hermano, ni
Merkel. No siempre ha sido así porque no estábamos digitalizados y no existían
tecnologías suficientemente potentes para obtener, relacionar y procesar esa
inmensa masa de información. La emergencia del llamado big data, gigantescas
bases de datos en formatos comunicables y accesibles (como el inmenso archivo
de la NSA en Bluffdale, Utah) ha resultado del reforzamiento de los servicios
de inteligencia tras el bárbaro ataque a Nueva York así como de la cooperación
entre grandes empresas tecnológicas y gobiernos, en particular con la Agencia
de Seguridad Nacional de EE. UU. (que forma parte del Ministerio de Defensa,
pero que goza de amplia autonomía).
El
director de la NSA, Michael Hayden, declaró que para identificar una aguja en
un pajar (el terrorista en la comunicación mundial), necesitaba controlar todo
el pajar, y eso es lo que acabó consiguiendo, según su criterio, con una
flexible cobertura legal. Aunque Estados Unidos es el centro del sistema de
vigilancia, los documentos de Snowden muestran la activa cooperación con las
agencias especializadas de vigilancia del Reino Unido, de Alemania, de Francia
y de cualquier país, con la excepción parcial de Rusia y China, salvo en
momentos de convergencia. En España, tras la escandalosa revelación de que la
NSA había interceptado 60 millones de llamadas, Snowden apuntó que en realidad
lo había hecho el CNI por cuenta de la NSA. Siguiendo la política de Aznar que
dio a Bush permiso ilimitado para espiar en España a cambio de material
avanzado de vigilancia. Y vigilaron a todo quisque compartiendo información.
Pero fueron las empresas tecnológicas las que desarrollaron las tecnologías
punta para el Pentágono. Y fueron empresas telefónicas y de internet las que
entregaron datos de sus clientes. Sólo se enfadaron cuando supieron que la NSA
los espiaba sin su permiso. Facebook, Google y Apple protestaron y encriptaron
parte de sus comunicaciones internas. Porque en realidad esa es una posible
defensa de la privacidad: comunicación encriptada facilitada a los usuarios.
Sin embargo, no se difunde porque contradice el modelo de negocio de las
empresas de internet: la recolección y venta de datos para la publicidad enfocada
(que constituye el 91% de las ganancias de Google).
Aunque
la vigilancia incontrolada del Estado es una amenaza para la democracia, la
erosión de la privacidad proviene esencialmente de la práctica de las empresas
de comunicación de obtener datos de sus clientes, agregarlos y venderlos. Nos
venden como datos. Sin problema legal. Lea la política de privacidad que
publica Google: el buscador se otorga el derecho de registrar el nombre del
usuario, el correo electrónico, número de teléfono, tarjeta de crédito, hábitos
de búsqueda, peticiones de búsqueda, identificación de ordenadores y teléfonos,
duración de llamadas, localización, usos y datos de las aplicaciones. Aparte de
eso, se respeta la privacidad. Por eso Google dispone de casi un millón de servidores
para procesamiento de datos.
¿Cómo
evitar ser vigilado o vendido? Los criptoanarquistas confían en la tecnología.
Vano empeño para la gente normal. Los abogados, en la justicia. Ardua y lenta
batalla. Los políticos, encantados de saberlo todo, excepto lo suyo. ¿Y el
individuo? Tal vez cambiar por su cuenta: no utilice tarjetas de crédito,
comunique en cibercafés, llame desde teléfonos públicos, vaya al cine y a
conciertos en lugar de descargarse pelis o música. Y si esto es muy pesado,
venda sus datos, como proponen pequeñas empresas que ahora proliferan en
Silicon Valley.
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