La
felicidad, ja, ja/ Mario Vargas LLosa
El
País | 22 de febrero de 2015
Leí
en alguna parte que una encuesta hecha en el mundo entero había determinado que
Dinamarca era el país más feliz de la Tierra y me disponía a escribir esta
columna, prestándome el título de un libro de cuentos de mi amigo Alfredo Bryce
que venía como anillo al dedo a lo que quería —burlarme de aquella encuesta—,
cuando ocurrió en Copenhague el doble atentado yihadista que ha costado la vida
a dos daneses —un cineasta y el guardián judío de una sinagoga— y malherido a
tres agentes.
¿Qué
mejor demostración de que no hay, ni ha habido, ni habrá nunca “países
felices”? La felicidad no es colectiva sino individual y privada —lo que hace
feliz a una persona puede hacer infelices a muchas otras y viceversa— y la historia
reciente está plagada de ejemplos que demuestran que todos los intentos de
crear sociedades felices —trayendo el paraíso a la Tierra— han creado
verdaderos infiernos. Los Gobiernos deben fijarse como objetivo garantizar la
libertad y la justicia, la educación y la salud, crear igualdad de
oportunidades, movilidad social, reducir al mínimo la corrupción, pero no
inmiscuirse en temas como la felicidad, la vocación, el amor, la salvación o
las creencias, que pertenecen al dominio de lo privado y en los que se
manifiesta la dichosa diversidad humana. Esta debe ser respetada, pues todo
intento de regimentarla ha sido siempre fuente de infortunio y frustración.
Dinamarca
es uno de los países más civilizados del mundo por el funcionamiento ejemplar
de su democracia —basta ver la magnífica serie televisiva Borgen para
comprobarlo—, por su prosperidad, por su cultura, porque las distancias que
separan a los que tienen mucho de los que tienen poco no son tan vertiginosas
como, digamos, en España o el Perú, y porque, hasta ahora al menos, su política
hacia los inmigrantes, esforzándose por integrarlos y al mismo tiempo respetar
sus costumbres y creencias, ha sido una de las más avanzadas, aunque, por
desgracia, tan poco exitosa como las de los otros países europeos. Pero la
felicidad o infelicidad de los daneses está fuera del alcance de las mediciones
superficiales y genéricas de las estadísticas; habría que escarbar en cada uno
de los hogares de ese bello país y, probablemente, lo que resultaría de esa
exploración impertinente de la intimidad danesa es que las dosis de dicha,
satisfacción, frustración o desesperación en esa sociedad son tan varias, y de
matices tan diversos, que toda generalización al respecto resulta arbitraria y
falaz. Por otra parte, basta con pasar revista a las manifestaciones de dolor,
perplejidad, angustia y confusión en que ha sumido al pueblo danés el último
atentado terrorista para advertir cómo, al igual que todos los otros países de
la Tierra, de los más ricos a los más pobres, de los más libres a los más
tiranizados, también en Dinamarca la seguridad es ahora precaria y nadie allá
está libre de ser asesinado —o decapitado— por la ola de fanatismo que se sigue
extendiendo por el mundo igual que esas pestes que en la Edad Media parecían
caer sobre los hombres como castigos divinos.
El
terrorista Omar Abdel Hamid El Hussein, un joven de 22 años, de origen
palestino pero nacido y educado en Dinamarca, no era, según el testimonio de
profesores y compañeros, un marginado semianalfabeto lleno de rencor hacia la
sociedad de la que se sentía excluido, sino —algo que no es infrecuente entre
los últimos yihadistas europeos— inteligente, estudioso, amable y “con voluntad
de servir a los demás”, según precisa uno de sus conocidos. Sin embargo, formó
parte de pandillas y estuvo en prisión por atracos y violencias diversas. En
algún momento esta “buena persona” se volvió un delincuente y un fanático.
Antes de cometer sus crímenes colgó vídeos de propaganda del Estado Islámico
—probablemente en los mismos días en que este Estado decapitaba en Libia a 21
cristianos coptos sólo por el crimen de no ser musulmanes y filmaba semejante
hazaña con lujo perverso de detalles— y lanzaba feroces arengas antisemitas.
Todo indica que sin el valeroso Dan Uzan, que le impidió la entrada ofrendando
de este modo su vida, el terrorista hubiera perpetrado en la sinagoga, donde se
celebraba un bar mitzvah, una matanza descomunal.
Su
objetivo primero, cuando atacó el centro cultural donde lo atajaron los tres
guardias que resultaron malheridos, era Lars Vilks, el dibujante y
caricaturista sueco —Suecia es, como Dinamarca, otro de los países más
civilizados, democráticos y prósperos del mundo—, a quien los fanáticos
islamistas persiguen con saña desde que, en el año 2007, realizó una exposición
de sus trabajos en los que Mahoma aparecía con el cuerpo de un perro. Hombre
tranquilo, nada provocador, Lars Vilks ha explicado que no hizo aquello con el
ánimo de ofender las creencias religiosas de nadie, sino para ejercitar una
libertad que considera la irreverencia y el humor cáustico derechos
irrenunciables. Lo ha pagado caro; ya ha sido víctima de dos atentados, le han
quemado su casa, debe andar protegido por una escolta del Gobierno sueco las 24
horas del día y Al Qaeda ofrece un premio de 100.000 dólares a quien lo mate (y
50.000 a quien “degüelle” a Ulf Johansson, el editor que publicó sus
caricaturas).
El
caso de Lars Vilks es interesante porque muestra las ambiciones ecuménicas del
fanatismo islamista: no persigue sólo restaurar el fundamentalismo primitivo de
su religión entre los creyentes sino intervenir en los espacios donde el islam
no existe o es minoritario a fin de someterlo a las mismas prohibiciones y
tabúes oscurantistas. El Occidente democrático y liberal, que ha dejado de
considerar a la mujer un ser inferior y un objeto en manos del varón, que ha
separado la religión del Estado, que respeta la crítica y la disidencia y
practica la tolerancia y coexistencia en la diversidad, es su enemigo y un
objetivo cada vez más frecuente de sus operaciones sanguinarias.
Es
obvio que esta amenaza no va a tener éxito ni destruir a Occidente. El peligro
es que, por prudencia o, incluso, por convicción, algunos Gobiernos
occidentales comiencen a hacer concesiones, autoimponiéndose limitaciones en el
campo de la libertad de expresión y de crítica, con el argumento
multiculturalista de que las costumbres y las creencias del otro deben ser
respetadas (¿aún a costa de tener que renunciar a las propias?). Si este
criterio llegara a prevalecer, los fanáticos islamistas habrían ganado la
partida y la cultura de la libertad entrado en un proceso que podría culminar
en su desaparición. Por este camino todas las grandes conquistas de la
democracia, desde el pluralismo político, la igualdad entre hombres y mujeres,
hasta el derecho de crítica que incluye el de la irreverencia por supuesto,
habrían sellado su sentencia de muerte. Ya en algunos lugares en Europa se ha
admitido el uso del velo islámico, símbolo flagrante de la humillación y
discriminación de que es víctima la mujer en algunos países musulmanes, y la
existencia de piscinas públicas separadas por sexos, con argumentos que podrían
llegar a la demencia de tolerar los matrimonios pactados por los padres y hasta
la castración ritual de las adolescentes para garantizar su virtud. Cualquier
concesión en este campo no sirve para apagar la sed de los fanáticos; por el
contrario, los envalentona y convence de que el enemigo está retrocediendo, que
tiene miedo y se sabe ya derrotado.
La
primera ministra danesa, Helle Thorning-Schmidt, en el homenaje que rindió a
sus compatriotas asesinados por el yihadista danés, recordó que las mayores
víctimas del fanatismo islamista son los propios musulmanes, a los que los
fanáticos asesinan y torturan por millares en el Oriente Medio y en África. Hay
que tenerlo presente y saber, por eso, que los europeos que como el dibujante
Lars Vilks se enfrentan con coraje al desafío del terror, luchan para salvar de
la barbarie no sólo a Europa y Occidente, sino a la humanidad entera.
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