22 feb 2015

El nuevo autoritarismo mexicano/

Revista  Proceso No. 1999, 21 de febrero de 2015
El nuevo autoritarismo mexicano/ARTURO RODRÍGUEZ GARCÍA
El retorno del PRI a la Presidencia es una conjunción de la vieja demagogia con la soberbia y la violencia que marcaron los dos sexenios panistas. Se trata ahora de la recuperación y conservación del poder con una evidente falta de contenidos, y con la represión como principal elemento discursivo, con Ayotzinapa como ejemplo contundente. En el libro El regreso autoritario del PRI. Inventario de una nación en crisis (Grijalbo, 2015), el reportero de Proceso Arturo Rodríguez García analiza el retorno del tricolor, marcado por funestas consecuencias. Con permiso del autor y de la editorial, a continuación se adelantan fragmentos de la obra.
El PRI está de regreso en Palacio Nacional. Partido de formas, lenguajes, maneras, gestos, tonos. Encubridora simulación. Vocablos que resurgen, palabras del pasado transmutadas en invocaciones de futuro: institucionalidad, unidad nacional, principios revolucionarios, democracia y justicia social…

 Pasaron 12 años desde que un partido diferente ocupó la silla. Sí, la silla. Parece que pasó mucho tiempo desde que ciertas expresiones cayeron en desuso. Y, sin embargo, el pasado es tan próximo, tan real, que asusta. Una generación, quizá, no conoció el rostro del autoritarismo hegemónico pero supo del desencanto político, de la miseria persistente y de la guerra que todo lo abarca. Es decir, no conoció al PRI en la Presidencia, pero sufrió los efectos del sistema político mexicano, de sus formas de Estado y gobierno, de sus abominaciones económicas. Las mujeres y los hombres de esa generación fueron testigos del fracaso democrático en las instituciones que una vez generaron confianza; de la resistencia en las esferas gubernamentales a la rendición de cuentas; de las garantías que no están garantizadas porque el aparato de Estado se ha propuesto su vulneración justificada en la procuración de paz y seguridad. De la imposición de criterios desde el epicentro de la opulencia que se presentan como “reformas estructurales”. De la corrupción y la impunidad, binomio cuadrado perfecto de la clase política de todos los partidos.
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Las palabras remiten a experiencias, significados que deben encontrarse en la memoria. Tentación imperial. Monarquía con ropajes republicanos. Piénsese en la parafernalia: un monarca, rodeado de su séquito, acude al encuentro con la plebe que lo ovaciona, lo idolatra y participa gustosa de la exaltación apoteósica de su príncipe, especialmente si con su determinación ha ganado la guerra, ha enaltecido el nombre de su pueblo, brindándole orgullo a la identidad colectiva que él personifica.
Hace unos presidentes, el monarca sexenal se aproximaba a la plebe con frecuencia. Luis Echeverría, en 1976, hizo un viaje de 44 días por el extranjero; a su regreso fue recibido por una concentración masiva que coreaba su nombre, mientras los “jilguerillos” –la designación despectiva para los oradores oficialistas– reproducían los títulos: “Líder del Tercer Mundo”, “Trabajador de la paz”, “Revolucionario nacionalista”…
El 3 de septiembre de 1982 hubo una concentración masiva en el Zócalo de apoyo al presidente José López Portillo, que acababa de nacionalizar la banca. Acaso haya sido él, desde Adolfo López Mateos, el que más acudió al Zócalo a esperar la alabanza. El 13 de diciembre de 1986, otra concentración masiva recibía al presidente Miguel de la Madrid después de una gira por Japón y China.
En la reedición ritual, nada mejor que una concentración masiva, aunque no en el Zócalo, sino en el Centro Banamex de la Ciudad de México, que a cinco días de la detención de Elba Esther recibe a Peña Nieto con los priistas ovacionándolo. Son las otrora fuerzas vivas de la Revolución que dejan en el pasado sus pretensiones ideológicas para abrazar la causa, que de una vez por todas destierra los matices de la retórica priista para plegarse al pragmático-centrismo.
Un pragmatismo que encuentra su inspiración en el pasado presidencialista: De la Madrid encarceló al temible jefe policiaco Arturo El Negro Durazo; Salinas, al cacique sindical petrolero Joaquín Hernández Galicia, La Quina; Zedillo, a Raúl Salinas de Gortari. Fox no pudo encarcelar a nadie y Calderón optó por militarizar el país.
Desplante de fuerza que reafirma el poder presidencial; destrucción de un poderoso para mostrar quién puede más, gana el respeto que infunde el temor a la mano dura y se traduce en elogios a la voluntad y la determinación. Advertencia a una clase política que cada seis años debe saberse prescindible. Florecen los vocablos de la lealtad institucional, apellido partidista que se reedita para evitar la insubordinación.
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Por las calles del centro de la Ciudad de México, cerca de cuarenta sindicatos independientes de los grandes corporativos gremiales lanzan consignas contra la reforma laboral, y los maestros de la CNTE, aquellos que no se doblegaron ante la amenaza de que les exhibieran casos de corrupción o los metieran a la cárcel, desfilan hasta el Zócalo, donde las arengas son todo menos complacientes con la política presidencial y el Pacto por México. Ecos de la subordinación, peyorativo parónimo del argot corporativo que descalifica la transgresión a las leyes no escritas de la hegemonía: los sindicatos independientes son “los impertinentes”.
Diálogos infructuosos y simulaciones que a nada llevaron. La posición del gobierno federal se reproduce en las entidades federativas: se acepta el diálogo pero no se modifica la reforma educativa. Las marchas de la CETEG y de las policías comunitarias, ese día 1 de mayo (2013), fueron de la Autopista del Sol a la sede del gobierno guerrerense, trayecto que se llenó de pintas y cristalazos a los edificios públicos de Chilpancingo, y aparatosos desmanes que volcaron con pura fuerza humana los vehículos oficiales que encontraron al paso. Fueron al edificio de la Policía Federal y lanzaron piedras, siguieron a la SEP y causaron daños en la fachada. La movilización de decenas de miles de personas, por tercera ocasión en lo que iba del año, expresaba el rechazo a la reforma educativa pero también un largo historial de agravios plasmados en las pintas: “Asesinos”, “malditos perros”, alusivas al asesinato de dos estudiantes normalistas de Ayotzinapa en 2011, uno de los antecedentes que más tarde serían invocados con persistencia ante una de las represiones más dolorosas de la historia moderna de México…
“Vándalos” fue el calificativo que se volvería popular ese día para designar la protesta social. Reedición de los calificativos: vándalos, como en 1968 y 1971. Fue así como en la Ciudad de México la mayoría de las coberturas informativas llamaron al grupo de jóvenes encapuchados que ese 1 de mayo acudieron al desfile de los sindicatos independientes y realizaron pintas, rompieron vidrios y se confrontaron con la policía capitalina.
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Cuando se abandona el repaso de la historia para operar la sumatoria de los muertos del presente, se asimila lentamente el exterminio, porque se va perdiendo la memoria y la relevancia de los hechos que originan el desastre para configurar la moral de nuestro tiempo con indiferente sentido del pasado doliente y atribulado.
Todo el náhuatl, en una palabra, Ayotzinapa, etimología sugerente de abundancia, es ahora contrasentido y tragedia. Ayotzinapa y sus 43 ausentes, más seis muertos, más dos muertos de 2011, más cientos o miles sometidos a incontables crueldades, más una historia de rebeldía ante la desigualdad y la injusticia desde su pasado colonial hasta ahora.
Todo lo que somos y todo lo que ocurre tiene conexión con el pasado. Nación condenada a mil fracasos, sueños perdidos en el despertar violento, aspiraciones imposibles que, convertidas en abstracción por efecto de la fría aritmética, resultan en el olvido y quedan las historias oficiales y las escuetas exposiciones de libro de texto… si acaso. Y ante la magnitud del exterminio, qué más da pensar en letras o en números: tan inútil parece tener conciencia de historias como de datos estadísticos cuando una noción eliminacionista persiste, irrevocable, en los hombres del poder. Cuánta impotencia.
Los datos y las historias a veces sólo ofrecen una versión embrollada sobre lo que redunda en algo que se debe tener muy claro: una secuencia de exterminios, determinación consistente en su letal propósito, coherencia de eliminaciones… Suprimir ese vocablo brutal cuando se habla de personas tiene por sustrato los actos de separar, prescindir, alejar, excluir, expeler, matar y desaparecer.
“Ayotzinapa somos todos” es la consigna que convoca a una identidad aglutinadora que se propone inspirar la noción de que eso que le ocurrió a los normalistas puede sucederle a cualquiera. Y así es. Y aun antes de lo acontecido en Iguala el 26 y 27 de septiembre de 2014, somos lo que somos: un país donde se elimina a quien protesta, que confronta y se opone a la voluntad de las élites del poder.
Lo que aterra del autoritarismo mexicano es su máscara de buenas intenciones. La máscara con la que subsiste el verdugo, criminal homicida que dice defender las instituciones. La que perpetúa la eliminación de los llamados enemigos del Estado, entendido como individualización del poder y no como contrato social. Hay veces en que el disfraz de unos se pierde, pero jamás trastoca la gran puesta en escena, el teatro del horror de todos los tiempos.
Es la cortina que posibilitó que los veteranos de la Revolución se convirtieran en represores contrarrevolucionarios; que fueran ellos quienes formaran a los represores de los años sesenta y setenta que, 30 años después, encabezaran la “guerra” de Felipe Calderón. O que sean relevos generacionales al poder los que reediten las masacres y desapariciones.
Impunidad es lo contrario de punible, es decir, de aquello que merece castigo. Luego, impunidad, es aquello que, mereciéndolo, no recibe castigo… La violencia del poder no lleva capucha como aquellos que protestan, pero sí un refinado antifaz para la impunidad de los perpetradores.
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Con base en una solicitud de acceso a la información fue posible saber que, desde 1999, la Sedena suscribió con la Secretaría de Gobernación primero, y con la de Seguridad Pública después, un convenio de colaboración anual en el que se establecía que las Primera, Segunda y Tercera brigadas de la Policía Militar apoyarían a la Policía Federal. De acuerdo con la respuesta, otorgada a finales de 2012, la Tercera Brigada (TBPM) se integraría de manera permanente a las labores policiacas, en tanto la Primera y la Segunda serían una reserva ante cualquier eventualidad.
La recomendación de la CNDH 38/2006, sobre el caso Atenco, y la 15/2007, por el caso del movimiento de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca, así como diferentes testimonios de los movimientos mineros de Lázaro Cárdenas, Michoacán, y Cananea, Sonora, daban indicios de esa participación. La historia se remontaba a 1999, cuando en las postrimerías del gobierno de Ernesto Zedillo la Sedena signó un convenio de colaboración con la Policía Federal de Caminos, mediante el cual el Ejército asumió el mando y la formación de policías.
La fecha es clave. Al amparo de esos convenios, el desalojo de los estudiantes huelguistas de la UNAM fue realizado por militares.
Tienen su base en San Miguel de los Jagüeyes, Estado de México, y durante los gobiernos panistas fueron la punta de lanza del gobierno contra las bandas del crimen organizado y los movimientos sociales que cuestionaron el establishment político a lo largo del país.
Durante el gobierno de Vicente Fox, el préstamo de militares a la nueva Policía Federal Preventiva motivó inconformidades y críticas en el mismo gobierno. Ninguno de los señalamientos por violaciones de derechos humanos por parte de los militares de la TBPM derivó en una investigación.
El primer escándalo que implicó a personal de la brigada ocurrió cuando la CNDH documentó que ese cuerpo militar participó en los enfrentamientos de San Salvador Atenco, Estado de México, el 3 y el 4 de mayo de 2006.
El 26 de noviembre de 2012, las tres brigadas de la Policía Militar estaban concentradas en el Campo Militar Número 1. Ese día salieron, con uniformes azules y vestidos de civil, a tomar las calles para resguardar la toma de posesión de Enrique Peña Nieto. Oficiales militares en activo, indignados por lo que ocurría, fueron quienes avisaron del operativo, como harían también el 13 de septiembre y el 2 de octubre de 2013. El arribo de autobuses con elementos desaliñados de uniforme azul y civiles golpeadores de manifestantes fue ampliamente documentado en esas fechas.
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Llegado el fin de siglo, la retórica se tornó indeseable sólo para dar paso a la demagogia, promesas fáciles pero difíciles de mantener, uso desmedido del marketing, vicios y defectos de carácter que adquieren sentidos positivos en la simplicidad verborreica del mal decir: ridiculización del oponente en víboras prietas, tepocatas y demás arácnidos; el machismo discriminatorio de llamar al oponente “mariquita” y a las mujeres “lavadoras de dos patas”; la diplomacia del “comes y te vas”; la admisión de decir “cualquier tontería” ya estando de salida; el deseo manifiesto de “tener todos los juguetes”, lúdico impulsivismo bélico en un país aquejado por la violencia, que se gobierna al amparo de la democracia del “haiga sido como haiga sido”.
Trueque mal logrado: la excesiva formalidad que no resuelve nada por el desdén de la palabra y los conceptos que tampoco resuelven nada. En 2009, durante una entrevista a propósito del fenómeno de desaparición forzada que se propagaba por todo el país, incansable, Rosario Ibarra de Piedra describía la recepción que el gobierno federal daba a los dolientes de la desaparición:
“Antes, los gobiernos priistas hablaban, prometían y no resolvían nada, eran la demagogia en grado superlativo; con los gobiernos del PAN, nos colocan unas vallas enormes y despliegan a sus policías, son la soberbia también en grado superlativo”.
En el retorno del PRI, hay reedición demagógica. Conjunción de frivolidades con la palabra formal; fatuidad discursiva dirigida a la consecución y posterior conservación del poder con elocuente ausencia de contenidos, que impone reformas a los otros poderes y confronta la protesta con vallas y despliegues policiacos. Es la demagogia que estimula las aspiraciones elementales de la sociedad, desviándola de la real y consciente participación democrática cuyas demandas son contenidas con cercas, aplacadas con gases, prisión y muerte.  

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