De
la “decadencia” occidental/Jesús Andreu es director de la Fundación Carolina.
El
País | 21 de febrero de 2015
La
amenaza de la decadencia vuelve a planear sobre Occidente. Pese a que el tópico
se repite secularmente, desde el ocaso de Roma hasta el estallido de las
guerras mundiales, pasando por la acechanza oriental -el perpetuo “esperar a
los bárbaros” del peligro amarrillo, turco o tártaro-, hoy no se trata, como
tantas veces, de un simple espejismo. Ciertamente, la inmisericorde irrupción
de la crisis ha venido a agudizar la conciencia de declive, pero no es menos
cierto que tras ella nos encontramos con una postración de nuestro nervio ético
que rebasa y antecede al puro enfriamiento financiero. No puede extrañar que
haya cobrado actualidad el mítico colapso de los nativos de la Isla de Pascua,
derivado de la explotación pueril de los recursos naturales. La obstinación
fatua por construir los ciclópeos monolitos (moais) conectaría con la crisis de
principios que vivimos, todavía mayor que la económica. Una agonía motivada
sobre todo por la expansión de un engreimiento hedonista, que no solo
explicaría la codicia de las élites sino el derrumbamiento del espíritu de
tesón y competitividad que anida en toda sociedad humana. Por cierto, el mismo
hedonismo en el que según el tan mentado Gibbon cayeron los romanos en la fase
crepuscular del Imperio.
No
faltan analistas contemporáneos que vienen advirtiendo desde hace años del
desplome de los valores. Ya en 1992 el sociólogo Gilles Lipovetsky describió
los síntomas de una sociedad postmoral que exige la satisfacción de sus
derechos sin responsabilizarse de sus deberes y que renuncia -como si de un
ideal retrógrado se tratase- a la austeridad y el sacrifico. Se trata de una
cultura anestesiada, intolerante al riesgo y profundamente individualista bajo
una faz social y de mística new age, que se refugia en religiones no punitivas
(cuando no se deja seducir por el nihilismo) mientras espera que el Estado le
resuelva la vida. Y que además ha encontrado su reflejo complacido en las
industrias culturales: en ellas -de acuerdo con el certero diagnóstico de
Vargas Llosa- prolifera el puro entretenimiento, la literatura light que apenas
exige concentración, un cine facilón armado con efectos especiales y tramas
planas y unas estruendosas manifestaciones musicales que rinden culto a la
juventud, a los instintos y a la irracionalidad. Por no hablar del estado
funeral del arte, fagocitado por una moda vulgar y cosmética que mueve millones
e invade los museos contemporáneos, convirtiéndolos en espacios de consumo
rápido, sin sustratos de continuidad que relacionen la antigüedad con el
presente. Para ellos, parece ser igual una obra maestra que una Harley o un
vestido de Valentino. Como si de un círculo vicioso se tratase, la
estupidización estética y la banalización moral se retroalimentan, hipnotizando
a una sociedad infantilizada cuya población adormecida envejece al galope y sus
índices productivos se van al garete. Y donde, en el fondo, todo da igual
porque, como en los trípticos de El Bosco, la única meta es disfrutar de
placeres efímeros, rápidos y sin complicaciones.
Todo
ello es muy cierto y peligroso pero, aunque la magnitud de las tendencias
disolutas de nuestra “sociedad del espectáculo” es real, todavía hay margen
para la recuperación. No debemos infravalorar la capacidad de adaptación que
está exhibiendo una gran parte de la sociedad ante un cambio de época que, en
otros tiempos, seguramente hubiese derivado en conflictos bélicos. Ni podemos
olvidar cómo el norte de Europa se sometió hace poco con éxito al mismo régimen
de frugalidad en el que los países del sur, tradicionalmente más disipados,
estamos inmersos. Es más, ya afloran -es cierto que con lentitud- nuevos y
atrevidos modelos de negocios y también de emprendimiento cultural, producto de
la aplicación de la I+D al turismo o la gastronomía (como el próximo BulliLab).
Los mismos Vargas Llosa o Lipovetsky no se cierran al optimismo, evocando la
“pegada” de la fibra crítica occidental y reivindicando -según ha señalado con
frecuencia el sociólogo parisino- el papel de la educación de calidad como
soporte desde el que refundar los criterios estéticos y éticos de un
capitalismo cultural que en sí no tiene nada de degenerado. La cuestión está en
saber tomarnos el porvenir con la seriedad que se merece (“que la vida iba en
serio”, como decía Gil de Biedma), inyectándole una prudente dosis de osadía,
sin pérdida de la sonrisa y, por supuesto, de la sensatez
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