ABC
| 21 de febrero de 2015
En
el restaurante de carretera prestas atención a tu oído e identificas la voz de
Rocío Dúrcal cantando una ranchera. Recuerdas que, hasta hace pocos años, la
música más vendida en gasolineras y similares era la popular mexicana, dato
bien escondido por las casas discográficas, aunque en la actualidad sabe Dios
cómo andarán los gustos de los españoles, abducidos y ausentes entre móviles,
tabletas y otras maquinillas matamarcianos, sin espacio para identidades
sentimentales y subterráneas. Retrocedes en el tiempo –no demasiado– y
rememoras lugares de Michoacán irrenunciables en tu vida: Pátzcuaro,
Tzintzuntzan, Quiroga, Santa Clara… Fuera de la postal turística, cobres,
carnitas, ebanistería, instrumentos musicales, olivos mucho más que centenarios
plantados dizque por el mismísimo Tata Vasco [de Quiroga], cuando quiso aplicar
entre los indígenas la Utopía terrena, con eficacia y sin estridencias, al
contrario que Las Casas, obra liquidada definitivamente en 1856 y 1859 con las
leyes de Desamortización y Reforma. Y sin olvidar, entre los mismos olivos, el
cartel –tan hispano– que advierte contra prácticas fisiológicas indeseables en
el entorno.
Es
difícil insistir en argumentos que, de puro conocidos, se han convertido en
tópicos fuera de las imágenes y usos de consumo de masas de nuestra época, ni
fabricados ni difundidos desde España. Tópicos gastados que dejan de serlo y
resurgen vivos y fuertes en cuanto salimos del rebaño y observamos los hechos.
Y los disfrutamos. En nuestro auxilio acude la exposición «Itinerario de Hernán
Cortés» en la Fundación Canal de Madrid, cuyo comisario, el académico Martín
Almagro Gorbea, ha conseguido transmutar ante nuestros ojos el Viejo Mundo en
el Nuevo, tomando como hilo conductor la vida y peripecia histórica de Hernán
Cortés. Desde los grandes conquistadores de la Antigüedad (Alejandro, César),
con mejor suerte que el de Medellín (esta es la primera exposición a él
dedicada en el mundo), hasta la sociedad del México virreinal y en los albores
de la independencia. Organizada bajo los auspicios de la Real Academia de la
Historia de Madrid, la muestra ha conseguido la colaboración generosa y
desinteresada («…pa´ conquistar corazones no hay mejor que un mexicano»,
proclamaba orgullosa Lola Beltrán) de diversas instituciones culturales de
México, y no se me enojen si olvido alguna: Museo Nacional de Antropología,
Instituto Nacional de Antropología e Historia, Museo Soumaya, Museo de Historia
de Chapultepec, Sitio Arqueológico de Tecoaque… Piezas prehispánicas
valiosísimas, documentos del mismo Cortés, armamento de la época, mobiliario,
vestidos, croquis, audiovisuales, acercamiento del visitante a las terribles
penalidades que se padecían en los viajes transoceánicos del tiempo y que tan
magistralmente describió el gran historiador mexicano José Luis Martínez,
narración objetiva –y nada complaciente con Cortés– de las vicisitudes de la
conquista. La exposición, en suma, intenta contestar a la pregunta «¿qué
tenemos que ver con México?». Y viceversa. Pregunta cada vez más acuciante,
tanto por ser parte de nuestra cultura y nuestra historia (y nosotros de la de
ellos) como por la actual deriva hacia la nada que lleva España. Y no me digan
que incurro en catastrofismo o hablo mal de nuestro país: tan sólo es
insoportable que nos larguen semejantes regañinas quienes están propiciando
nuestra irrelevancia y desaparición como sujeto histórico.
Y
Tecoaque, la soberbia y efectista presentación de los vestigios aztecas
encontrados en esa población, donde los hallazgos arqueológicos vienen a
corroborar los luctuosos acontecimientos narrados por Cortés en su Tercera
Carta-relación –perennemente negados por indigenistas e historiadores de la
misma línea–, incluido el dramático grafito de Juan Yuste («Aquí estuvo preso
el sin ventura de Juan Yuste») mientras esperaba para ser sacrificado y
devorado por los Caballeros Águila y Jaguar. Dice Cortés: «Mandé [a Gonzalo de
Sandoval] que destruyese y asolase un pueblo grande, sujeto a esta ciudad de
Tesuico (…) porque los naturales me habían matado cinco de caballo y cuarenta y
cinco peones que venían de la Villa de la Vera Cruz a la ciudad de Temixtitán
[Tenochtitlán], (…) al tiempo que esta vez entramos en Tesuico hallamos en los
adoratorios o mezquitas de la ciudad los cueros de los cinco caballos con sus
pies y manos y herraduras cosidos y en señal de victoria, ellos y cosas de los
españoles ofrecidos a sus ídolos, y hallamos la sangre de nuestros compañeros y
hermanos derramada y sacrificada por todas aquellas torres y mezquitas, fue
cosa de tanta lástima…». La ferocidad de los aztecas contestada con los implacables
escarmientos de los hispanos y sus aliados tlaxcaltecas, la parte cruda de toda
conquista y objeto único de atención ( junto con la codicia) de los mexicanos
ya independientes al recordar a Cortés durante casi dos siglos y que indujo a
proscribir su memoria como parte integrante de la personalidad mexicana, hasta
el extremo de que el historiador norteamericano del siglo XIX William Prescott
no pudo incluir en su obra ( The History of the Conquest of Mexico) la
ubicación de los restos de Cortés porque Lucas Alamán, su depositario, temeroso
de actos de vandalismo, no quería indicarla y aun hoy en día se hallan de
tapadillo en la capilla del Hospital de Jesús, primero de América y fundado por
el mismo Cortés en las inmediaciones del Zócalo. Y lo que más asombraba a
Prescott –que no era precisamente un hispanófilo– era el rencor hacia los
españoles entre su misma progenie: «Uno pensaría que los mexicanos [criollos]
se consideran descendientes de los indios y no de los españoles». Como se ve,
nuestros tiernos charnegos separatistas no están descubriendo nada nuevo aunque
crean lo contrario.
Dentro
de seis años se celebrarán los dos siglos de independencia de México; en ellos
mucho cambió el país y mucho guarda del pasado: expolio de la mitad de su
territorio por Estados Unidos («No se pueden modificar fronteras a punta de
pistola», nos alecciona Barack Obama, al parecer mal conocedor de la historia
de su país), imperios, revoluciones, guerras civiles, reorientación laica,
desarrollismo económico, reemplazo del paternalismo virreinal y eclesiástico
por el capitalismo más descarnado y aceptación normal y amistosa de los
españoles, aunque persistan las reticencias en la vida oficial o algunos
prejuicios más por causas sociales que de origen nacional (los famosos
venancios, los abarroteros hispanos). Y entre los más notables desencuentros,
sorprende que en un gran país como es México no se haya superado la persecución
del recuerdo de Cortés: dedicarle una simple estatua se convierte en conflicto
nacional, de suerte que el Monumento al Mestizaje (Zócalo de Coyoacán, en 1982)
terminó escondido en el Jardín Xicoténcatl por las protestas ciudadanas y –que
sepamos– sólo existen dos bustos del conquistador: uno en su casa de
Cuernavaca, donde Diego Rivera se explayó a gusto y de forma feroz en el mural
de la veranda trasera, y otro en el ya citado Hospital de Jesús. Poca cosa para
la trascendencia del extremeño, al que ha tocado el papel de chivo expiatorio
de cuantos abusos cometieron –o se dice que cometieron– los pinches gachupines
en la Tierra. Ojalá que actos culturales como el que reseñamos contribuyan a
cicatrizar heridas para las cuales el tiempo no bastó. ¡Y que viva México!
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