¿Qué
importa el presidente de EU?/Guy Sorman
Publicado en ABC
| 27 de abril de 2015
La
perspectiva de un enfrentamiento electoral entre una Clinton y un Bush disgusta
a la mayoría de los estadounidenses. Si ninguno de los dos partidos,
republicanos o demócratas, presenta candidaturas más innovadoras, es probable
que la abstención en las elecciones presidenciales de 2017 sea generalizada; el
futuro presidente será elegido por una minoría y sin gran legitimidad. En el
propio campo de Hillary Clinton se unen a ella –y su marido el primero– con
resignación. Incluso «The New York Times», apoyo indefectible de los
demócratas, anima a buscar candidaturas más innovadoras.
Parece que en la
izquierda nadie está convencido de que entrar en el futuro teniendo como
«campeón» –expresión utilizada por Hillary Clinton para referirse a sí misma– a
una pareja tan «desgastada» sea la mejor elección posible. Por otra parte, nos
preguntamos: ¿por qué misteriosa razón los candidatos a la presidencia no son
más numerosos en este país tan enorme, en el que tantos ciudadanos participan
en actividades cívicas? Lo hacen principalmente en organizaciones filantrópicas
o ejerciendo cargos locales, mientras que la política nacional solo atrae a las
mejores mentes. Una brillante carrera como empresario o universitario produce
en Estados Unidos más satisfacción personal, sin la obligación de someter los
más mínimos detalles de la vida privada a un examen minucioso por parte de los
medios de comunicación. Muchos posibles candidatos prefieren renunciar antes
que revelar todas sus conversaciones telefónicas o sus transacciones financieras.
Además, el largo camino hacia la presidencia pasa, en primer lugar, por la
búsqueda de financiación entre los ricos y los grupos de presión, y no por una
reflexión inteligente sobre el futuro de Estados Unidos.
que-importa-el-presidente-de-ee-uuEl
campo republicano está, en esta ocasión, algo mejor surtido. Paradójicamente,
tienen más candidatos, porque este partido está extremadamente dividido y
porque cada corriente de pensamiento –desde las más conservadoras a las más
libertarias– aspira a estar representada en las primarias. Para estas próximas
elecciones, la izquierda demócrata, que no tiene ninguna idea nueva que
destacar, se parece mucho a Hillary Clinton, mientras que la derecha
republicana, que tiene demasiadas ideas a la vez, se reconoce en una multitud
de candidatos. A fin de cuentas, eso no impide que Jeb Bush, puesto que tiene
un nombre, fondos, y posiciones moderadas sobre todo, parezca tan inevitable
como Hillary Clinton. Esta probable rivalidad dinástica no es tan nueva en
Estados Unidos como podría parecer: John Adams padre e hijo fueron presidentes;
Franklin Roosevelt era primo de Thédore Roosevelt; y los Kennedy han ocupado
durante treinta años los puestos clave del Partido Demócrata.
Pero
esta elección tan crucial del futuro «líder del mundo libre» ¿es tan decisiva
como los candidatos nos quieren hacer creer? Estados Unidos no es una monarquía
y el presidente no es más que el presidente. La economía libre se le escapa por
completo, a pesar de que los presidentes se atribuyan a menudo el éxito o se
desembaracen de sus fracasos. El dólar está gestionado por un banco federal
independiente, con más influencia sobre el crecimiento de la que tiene el
presidente. La política interna es más obra de los estados federados que de la
Casa Blanca. La evolución de las costumbres (matrimonio homosexual, aborto,
posesión de armas, lucha contra la discriminación) depende ante todo de los
jueces y del Tribunal Supremo. Al presidente le queda, principalmente, la
política exterior y militar, pero aun así bajo el control de un Congreso
vigilante, del Ejército, que tiende a dictar sus elecciones y a dosificar las
informaciones, y de la opinión pública, que oscila entre la agresividad y el
pacifismo. De tal forma que al final es difícil determinar la influencia real
del presidente. Del mismo modo que Napoleón exigía a sus mariscales que
tuvieran suerte, la imagen y la reputación de los presidentes de Estados Unidos
dependen en gran medida de que tengan o no suerte. Ronald Reagan o Bill Clinton
tuvieron la suerte de ser presidentes en una época de prosperidad económica que
ellos embellecieron con sus discursos, pero nada más. George W. Bush nunca se
repuso de haber sido presidente durante los atentados del 11 de septiembre de
2001. ¿Y Barak Obama? A falta de haberse enfrentado a pruebas mayores, pasará a
la historia como el primer presidente negro de Estados Unidos, pero nada más.
Con un poco de suerte, volverá a incluir a Cuba e Irán en el concierto de las
naciones civilizadas, pero todavía no se sabe a ciencia cierta.
En
el fondo, poco importa quién sea el próximo presidente o presidenta, lo cual es
bastante tranquilizador. Eso significa que el mundo no estará a merced del
humor de uno o de otra. En cualquier caso, la sociedad estadounidense seguirá
progresando, la economía estadounidense seguirá siendo la locomotora del
crecimiento mundial, los laboratorios seguirán registrando la mayoría de las
patentes que anuncian nuestro futuro, el Ejército y la Marina estadounidenses
garantizarán que los conflictos sigan siendo locales y que nada se oponga a la
globalización de los intercambios. Milton Friedman, hace casi cuarenta años,
proponía que el presidente de Estados Unidos fuera elegido al azar en una guía
de teléfonos; no es que negara la democracia, pero entendía con eso que una
democracia que funciona puede acoplarse a cualquier presidente, incluso a
políticos tan desgastados como Bush y Clinton. Y poco importa su nombre de
pila.
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