El
doctor Gachet y el Antropoceno/Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y miembro del Consejo Editorial de El Mundo.
El
Mundo | 8 de mayo de 2015
El
magnate japonés Ryoe Saito compró el Retrato del doctor Gachet de van Gogh con
la declarada intención de, a su muerte, hacerse incinerar con él. La
adquisición la realizó en una subasta de Christie’s en Nueva York, el 15 de
mayo de 1990, y el precio por el que se cotizó el cuadro, 82,5 millones de
dólares, batió el récord de lo pagado por una obra pictórica hasta esa fecha.
La excentricidad de la compra para la destrucción fue justificada por el
magnate japonés como una muestra del intenso afecto que profesaba por esta obra
de arte.
Esta
pintura posee una belleza singular y, según los estudiosos e historiadores del
arte, un enorme valor simbólico. Además de ser una obra pionera del retrato
moderno, realizada en un momento de gran madurez del artista, el doctor Gachet
aparece en ella no como un simple médico, sino como un hombre sensible y de
semblante melancólico que, en palabras del propio van Gogh escritas a Gauguin,
revela «la expresión desconsolada (navrée) de nuestro tiempo». Aunque pueda
admitirse que la compra permita a un particular el disfrute individual y
exclusivo de una obra maestra de este calibre, ¿hasta qué punto puede ser
considerado el comprador como poseedor del derecho a su destrucción? Muchos
convendrán conmigo en que ésta y muchas otras geniales obras artísticas son un
legado del que la humanidad es tan solo depositaria y en que es nuestra
obligación moral preservarlas para su disfrute, también, por generaciones
futuras.
Si
el Retrato del doctor Gachet posee una belleza y un valor innegables, imaginen
lo que podemos argumentar sobre la belleza y el valor de este otro legado
recibido por la humanidad: el planeta Tierra. Pues bien, a mi manera de ver, la
humanidad parece comportarse hoy con éste, su planeta, de manera similar a la
del magnate japonés con aquella obra de arte. Los humanos, o parte de ellos,
parecemos dispuestos a, en unas pocas generaciones, llevarnos con nosotros a la
tumba a este pequeño y bello planeta.
Visto
desde el espacio, nuestro planeta parece una nave frágil, pequeña y solitaria
que vaga por el espacio inmenso. Pero, sin ninguna duda, la característica más
extraordinaria de la Tierra es la presencia de vida. Aunque puede darse en
hábitats sumamente variados, esta actividad biológica tiene lugar en una
delgada capa sobre el planeta, la biosfera. Es en esta fina capa donde, al cabo
de millones y millones de años, se alcanzó el delicadísimo equilibrio ecológico
en el que animales y plantas son interdependientes de una manera sumamente
intrincada. Sabemos hoy que el impacto del hombre sobre el sistema ecológico y
el planeta en general es absolutamente decisivo, tan determinante que un número
creciente de científicos sugieren que la Tierra ha entrado en una nueva época
geológica marcada por la influencia humana. Siguiendo la propuesta realizada en
el año 2000 por el Nobel de química neerlandés Paul Crutzen, esta época se ha
dado en llamar Antropoceno.
La
revolución industrial a finales del XIX abrió una era de prosperidad en la
historia de la humanidad que inició una serie de cambios en el medio ambiente
sin precedentes. En tan sólo un siglo, la población humana se ha cuadruplicado
y el uso de combustibles fósiles ha conducido a un aumento muy considerable, en
torno al 40%, de la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera. Estos gases
podrían ser absorbidos desde el aire por la masa vegetal durante la
fotosíntesis, pero la urbanización de áreas de terreno cada vez más extensas ha
conllevado la eliminación de enormes masas forestales. Durante las tres últimas
décadas, como resultado principalmente de la tala masiva y de los incendios, se
vienen destruyendo 750.000 kilómetros cuadrados de terreno forestal cada año.
Los efectos de esta descomunal erosión se ven amplificados por las secuelas
nocivas de una agricultura y una ganadería a menudo desbocadas. Esta polución
de la atmósfera con dióxido de carbono que acentúa el efecto invernadero, unida
a la progresiva deforestación, es responsable, cuanto menos parcialmente, del
progresivo calentamiento del planeta observado en tiempos recientes: la
temperatura media del aire y de los océanos ha aumentado más de medio grado
durante el último siglo. Los efectos son manifiestos: se funde el hielo de las
zonas polares, desaparecen paulatinamente más y más glaciares, y el nivel del
mar se eleva.
Existen
muchos otros modos de polución que afectan tanto a la atmósfera como a los
océanos y los continentes. Consecuencia de la actividad industrial y agrícola,
así como de la población de las grandes urbes, el agua del planeta se ve
contaminada con detergentes, pesticidas, plásticos y muchos otros vertidos. Los
contaminantes pueden penetrar en el subsuelo gracias a los acuíferos, y hasta
el fondo de los océanos es afectado por los residuos de todo tipo que tienen un
efecto sumamente dañino sobre los ecosistemas. Desde mediados del siglo XX se
han acumulado en el planeta unos 6.000 millones de toneladas de plásticos que
van formando auténticas rocas en las que el plástico fundido juega el papel de
un cemento que aglutina piedras, arena y otros materiales naturales.
Tristemente, la estratificación de estas rocas plastiglomeradas podrá servir en
el futuro como un identificador importante del Antropoceno.
El
quinto informe de evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el
Cambio Climático (IPCC), que se hizo público el año pasado, no deja lugar a la
duda: el impacto humano sobre el medio ambiente, incluyendo el calentamiento
global, es inequívoco. Si seguimos arrojando dióxido de carbono a la atmósfera
y eliminando la vegetación que podría absorberlo, los cálculos realizados por
el IPCC muestran sin ambigüedades que el calentamiento se acelerará. Cuando se
suma el efecto de otros contaminantes, como el metano y el óxido de nitrógeno,
que también incrementan el efecto invernadero, los modelos predicen que la
temperatura media del planeta podría aumentar más de un grado durante el
próximo siglo.
Además
de ser consciente de todas estas agresiones que sufre nuestro planeta y de sus
posibles efectos, el hombre también debe tener en cuenta los retos que plantea
una población que crece de manera tan pronunciada. La población del planeta,
que era de unos 3.000 millones en el año 1960, superó los 6.000 millones en el
año 2000, y se aproximará a los 9.000 millones hacia el año 2050.
Desgraciadamente,
este crecimiento vertiginoso de la población no siempre va acompañado por una
distribución equitativa de los medios energéticos y alimenticios que garanticen
de manera local la supervivencia. La humanidad se enfrenta hoy a unos retos sin
precedentes. Por un lado, el crecimiento de la población y el desarrollo
imponen unas necesidades de recursos naturales que no cesan de crecer, y crecer
de manera meteórica. Pero, por otro lado, la explotación masiva de los recursos
naturales, tal y como se realiza hoy en día, claramente no es sostenible. Las
pautas de comportamiento que el hombre ha mantenido durante el último siglo no
son adecuadas para que el planeta y su actividad biológica perduren a largo
plazo tal y como los conocemos hoy.
Es
muy posible que la ciencia no tenga ya la capacidad de hacer reversibles muchos
de estos vertiginosos cambios. Y, a la vista de todo lo aquí expuesto,
podríamos concluir que la humanidad esté dispuesta a sucumbir llevándose al
planeta por delante en unas cuantas generaciones. Por todo ello, sugería al
principio que, en cierto modo, el género humano se asemeja a aquel excéntrico
empresario japonés. Parece, sin embargo, que Saito, a su muerte en 1996, no
llegó a hacerse incinerar con el cuadro y que sus descendientes lo vendieron
para contribuir a saldar las cuantiosas deudas que el empresario dejó tras de
sí, pero nadie sabe a ciencia cierta dónde se encuentra hoy la obra de arte.
Afortunadamente, van Gogh pintó dos versiones del retrato de Gachet y la
segunda de ellas, aunque de valor artístico menor, podemos contemplarla hoy en
el Museo de Orsay. No hay, sin embargo, una segunda versión del planeta Tierra
que sea accesible al hombre. A causa de las grandes distancias astronómicas, la
humanidad se encuentra encadenada a su planeta. Mayor austeridad y mayor
respeto hacia todos y cada uno de los componentes de la biosfera son los
criterios esenciales para que nuestro planeta, exuberantemente habitado, tenga
posibilidades de perdurar en este desconcertante Antropoceno.
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