10 ago 2015

Xi Jinping, hoy

El primer ecuador de Xi Jinping/ Xulio Ríos,es director del Observatorio de la Política China
El País |10 de agosto de 2015
Alcanzado el primer ecuador de su primer mandato al frente de la secretaría general del PCCh, Xi Jinping afronta no pocas especulaciones en torno a su modelo de partido y el cuestionamiento de las reglas no escritas que han guiado su proceder al máximo nivel en las últimas décadas.

Descartando cualquier atisbo de duda en cuanto a asuntos de gran calado como la separación Estado-partido o la despartidirización del Ejército, propuestas desautorizadas en el debate sobre la mejora de la gobernanza en el país y, muy al contrario, insistiendo en una ósmosis a cada paso más estrecha entre los tres actores, el fortalecimiento del liderazgo del PCCh se ha centrado en cuatro aspectos principales.
Primero, la moralidad y la disciplina. El señuelo más evidente es la lucha contra la corrupción pero también la revisión de no pocos reglamentos internos que apuntan a una mayor exigencia a los militantes, en número superiores a la población de Alemania.
Segundo, la cohesión ideológica, conjurando cualquier coqueteo con la doctrina liberal occidental. Xi ha evitado condenas de determinados periodos convulsos y asumido íntegramente el bagaje histórico de su formación, con todas sus contradicciones. El repunte de la ideologización se erige en torno a la reivindicación de los aún llamados valores socialistas frente a los valores occidentales y de la democracia consultiva frente a la democracia multipartidista, desautorizando igualmente las tesis que apuntan a una progresiva socialdemocratización.
Tercero, la transformación del partido en una organización de servicio, que pueda dar paso a una burocracia más eficiente y sometida al imperio de la ley. No se trata solo de que el PCCh asuma una posición de vanguardia en el sistema político sino que debe interiorizar su condición de instrumento al servicio de la ciudadanía en dimensiones prácticas. La apuesta por la normativización apunta a una reducción formal de la discrecionalidad del poder en aparente beneficio de una sociedad más consciente de sus derechos.

Por último, el aspecto más polémico, el tipo de liderazgo ejercido por el secretario general. Llama la atención el afianzamiento de un cierto personalismo en el proceder de Xi, a quien desde el primer momento se atribuyó el afán de una mayor cercanía a la sociedad. El tono de las informaciones que aluden a su gestión adquiere un progresivo sesgo adulador que se creía finiquitado definitivamente en la política china. No es frecuente que un secretario general en ejercicio promueva la edición de obras propias al estilo del volumen La gobernanza, acompañada de panegíricos que a veces producen sonrojo. Otro tanto podemos decir del resto de su producción editorial que es objeto de grandes tiradas, hecho habitualmente reservado a los líderes cuando han cesado en sus responsabilidades.
El refuerzo de su autoridad a través de la presidencia de numerosos comités de nueva creación, justificados en aras del impulso a la reforma, amenaza con debilitar los órganos ordinarios del partido sugiriendo el advenimiento de un orden más personalista.
Puede que esta sea una decisión colectiva que responda a la necesidad de trasladar la imagen de un “líder fuerte y carismático” capaz de “salvar al partido, al Ejército y a la nación” en tiempos en que la reforma se adentra “en aguas profundas”, como también un intento de equiparar su protagonismo y estatus al de su homónimo estadounidense, pero el control del PCCh ejercido por Xi Jinping afecta a los equilibrios internos.
Preocupantes son las filtraciones que apuntan a un debilitamiento del consenso como norma de decisión que tras el maoísmo se erigió como principio básico para evitar la reiteración fratricida de las facciones. O la supresión de la regla de los dos mandatos (pasando a tres) con el único propósito de garantizar al actual secretario general una presencia efectiva más allá de 2022, quizá mediante fórmulas alternativas como la restauración de la presidencia del PCCh en detrimento de la especie de presidencia colectiva que actualmente ejerce el Comité Permanente del Buró Político.
Buena parte de estos presagios se verán desmentidos o confirmados en el próximo congreso. Hasta entonces (2017), se abre un tiempo de particular intensidad en el cual, más allá de las intrigas cortesanas al uso, será el rumbo de la reforma, y sobre todo de la economía, quien dictará el futuro del propio Xi y hasta del PCCh.
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China, el mercado contra el Partido/Guy Sorman
ABC | 10 de agosto
Que la Bolsa de Shanghái haya bajado un 14% en julio parecerá un acontecimiento técnico, local, es decir, sin consecuencias para la economía mundial. A menos que esta caída de la Bolsa marque un giro histórico en la historia de China: el fin de la era del crecimiento «milagroso» a un 10% anual y el alba de una nueva era, la de la incertidumbre. Expliquémoslo en términos sencillos, comenzando por el papel de la Bolsa para los chinos, que no es el mismo que para Occidente. La nueva clase media china, unos doscientos millones de personas, surgida del crecimiento de los últimos treinta años, no goza, al contrario que en Occidente, de seguridad social, pensiones públicas, ni hospitales y escuelas gratuitos: en China cada uno paga lo suyo, mientras que en Occidente el Estado ahorra por todos y redistribuye. De modo que la nueva clase media y los más humildes, si disponen de unos ingresos regulares, ahorran la mitad de sus ganancias para financiar cuidados, escuelas y jubilación. Los chinos tienen poca elección para colocar sus ahorros: los bancos ofrecen remuneraciones inferiores a la inflación e invertir en el extranjero está prohibido, excepto para la aristocracia comunista.
De hecho, los chinos honrados solo pueden elegir entre la Bolsa (Shanghái y Shenzen) y el sector inmobiliario. Las nuevas ciudades chinas, los amplios barrios deshabitados de oficinas y viviendas, son como huchas en las que se acumula el ahorro. Si el sector inmobiliario se hunde, la clase media china se arruina. Desde hace diez años se anuncia el estallido de esta burbuja inmobiliaria, pero no se ha producido, pues el éxodo rural y el fuerte crecimiento han permitido hasta ahora rentabilizar esos inmuebles y ciudades nuevas. Si el crecimiento se ralentiza y el éxodo rural cesa –lo que ya se anuncia–, esos inmuebles quedarán vacíos y no tendrán ningún valor; los ahorradores no podrán pagar su sanidad ni la escuela de sus hijos, y adiós a la pensión. Lo mismo ocurre con la Bolsa, donde solo los chinos tienen el derecho y la temeridad de invertir. Si las cotizaciones siguen bajando, un riesgo idéntico a la burbuja inmobiliaria, el pueblo de los ahorradores se desestabilizará de igual manera. Por este motivo, el Gobierno de Pekín lucha por estabilizar las cotizaciones de la Bolsa, obligando a los bancos del Estado a comprar acciones y prohibiendo a los empresarios públicos vender. Esfuerzo inútil: la bajada continúa, ilustrando cómo el capitalismo en China ha terminado por escapar a los decretos del Poder. El mercado financiero, igual que el inmobiliario, ha registrado que el crecimiento del 10% anual ha terminado definitivamente. Recordemos que este crecimiento se explicaba por el hecho de que China partía de cero (en 1979 Deng Xiaoping restituyó a los chinos el derecho a enriquecerse) y disponía de una reserva de mano de obra dispuesta a pasar del campo a la fábrica. Además, esta transición del comunismo a un capitalismo de Estado coincidió con la globalización y la demanda occidental de nuevos bienes de consumo como el teléfono móvil. Esa época ha terminado. La demanda mundial se ha ralentizado; China debe competir con otros subcontratistas como Vietnam, Bangladesh o México; los robots permiten la reindustrialización de Occidente; la reserva de mano de obra en China se agota como consecuencia de la disminución de la población debida a la política del hijo único. Situaciones semejantes se vivieron no hace mucho en Japón, Corea del Sur y Taiwán, pero los gobiernos y los empresarios previsores aprovecharon la era del crecimiento rápido para subir de gama y crear marcas reconocidas, para pasar de la cantidad a la calidad. Nada comparable ocurre en China, donde el Gobierno de Xi Jiping, afectado por la megalomanía, derrocha sus beneficios en proyectos prodigiosos, aeropuertos vacíos, autopistas desiertas, la creación de una marina de guerra y juegos olímpicos continuados. Los más emprendedores, los que habrían podido crear los equivalentes chinos de Samsung o Toshiba, se marchan a Estados Unidos, donde sus patentes y su libertad de expresión estarán protegidos.
Este análisis crítico ya lo conocen los dirigentes chinos: el Gobierno ha tomado nota en parte al anunciar a principios de este año que el crecimiento se reducirá al 7% a partir de ahora. A principios de julio, ese mismo Gobierno anunciaba que el crecimiento del primer semestre era del… 7%, lo que hace dudar de las estadísticas oficiales. Al mismo tiempo, como se ha visto, las cotizaciones de la Bolsa se han estimulado para demostrar que el Partido Comunista sigue dominando el mercado, y no al revés. Pero ocurre precisamente lo contrario: las leyes del mercado prevalecen sobre los decretos del Partido. Un Partido que, enfrentado a una situación que se le escapa, ha optado por reprimir antes que adaptarse: disidentes, internautas y abogados pueblan las prisiones como no se veía desde la muerte de Mao Zedong.
«El pueblo chino», afirma el economista Mao Yushi, «acepta renunciar a la libertad, pero nunca aceptará perder sus ahorros». ¿No están a punto de perderlos en la Bolsa y en el sector inmobiliario? ¿Qué conclusión se puede sacar? A riesgo de decepcionar al lector, no vamos a pronosticar nada. Sería presuntuoso afirmar que el fin del crecimiento fuerte, o del derroche del ahor ro, llevará necesariamente al hundimiento del Partido comunista. Este controla el país por completo y garantiza la paz civil. Y lo que más temen los chinos es el desorden.

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