Fe y razón/Juan Goytisolo
Publicado en El
País | 8 de agosto de 2015
1.
La puesta al día de la Iglesia católica —la tentativa de deshacerse de los
elementos de su doctrina más rancios y anacrónicos de cara a la sociedad de hoy
en materias tan diversas como el divorcio, la contracepción, el celibato del
clero y un largo etcétera— abocan al actual Pontífice y a la Curia a una
situación con bastantes similitudes a las que vivió la dirección del PC
soviético tras el célebre informe Jruschov y el deshielo del estalinismo. Sin
desdecirse de la presunta verdad de los dogmas, religiosos en un caso,
ideológicos en otra, la operación de lavado de los establos de Augías abría y
abre ahora las puertas a una discusión en la que lo supuestamente intangible
pierde su estatus y sufre insidiosamente la erosión de lo real.
Si
se desprograma la existencia del limbo como se hizo antes de la accesión de
Francisco a la silla de Pedro, y el infierno es un estado síquico, ¿adónde van
a parar los recién nacidos que no han recibido el bautismo y los precitos que
arden en la hoguera minuciosamente descrita por Dante? Si la verdad de la
dictadura del proletariado ha perdido su poder aglutinador, ¿qué se ha hecho de
los héroes y heroínas estajanovistas gloriosamente representados en los cuadros
y murales del difunto realismo socialista?
2.
Llegado a este punto preciso, el establecer una neta distinción entre la fe
religiosa con sus dogmas no sujetos a la razón y la creencia ciega en unas
verdades científicas puestas a la prueba de los hechos y de la evolución de la
sociedad. Lo ocurrido en la Unión Soviética a la caída del comunismo muestra
que las utopías racionales tienen una existencia más precaria que las fundadas
en un orden sobrenatural. Las poblaciones desamparadas por el derrumbe de la
cúpula protectora de la ideología han buscado un salvavidas al que aferrarse y
el nacionalismo religioso de sus antepasados se lo ofrecía en bandeja. La vieja
alianza del trono y el altar, entre el zar Putin y el patriarca de Moscovia
colman dicho vacío. La fe en los poderes divinos forman parte del genotipo de
la especie a la que pertenecemos.
3.
Según he leído recientemente en la prensa, el proceso de santificación de los
pontífices que precedieron a Benedicto XVI y a Francisco requiere la prueba de
dos milagros atribuidos a su intercesión, pero el recurso a portentos que son
excepciones al orden de la creación establecido por Dios enfrenta a la Iglesia
a una serie de problemas de difícil resolución. Si el aristotelismo de santo
Tomás apuntaló la fábrica del catolicismo en las épocas anteriores a los
grandes descubrimientos científicos, a partir de éstos Roma se bate en retirada
deshaciéndose de verdades previamente proclamadas en sus concilios y
encíclicas.
Afirmar
el origen divino del cosmos, como lo hace el catecismo recientemente
introducido en nuestras aulas de bachillerato con la asignatura de religión en
un esfuerzo desesperado para oponerse a la teoría científica de la evolución va
incluso a contracorriente de la lectura “demasiado rápida” del Génesis a la que
se refería Francisco en su discurso ante la Academia pontificia de Ciencias el
pasado mes de octubre.
El grado de racionalidad de la fe es así objeto de
debate en el campo atrincherado del creacionismo que se repliega frente a los
asaltos de la razón.
4.
El infantilismo de las leyendas bíblicas en las que creen los fieles de las
religiones reveladas desafía a la vez nuestra experiencia y razón. ¿Quién puede
dar por cierto el relato de Adán, Eva y la manzana o el de la cólera divina que
condujo al diluvio y al mito multimilenario del Arca? No obstante, el entramado
teológico forjado al hilo de los siglos sobrevive a la inverosimilitud de la
fábula. El credo quia absurdum de Tertuliano adaptado bellamente por Teresa de
Ávila mantiene su vigencia en el mundo desconcertado de hoy.
Hace
ya tiempo, cuando el Vaticano reformó su liturgia y el latín desapareció de la
Santa Misa, recuerdo que me dije para mis adentros que, puestos a innovar el
ceremonial, lo más adecuado para resistir a los embates del siglo hubiera sido
su sustitución por el sánscrito. Los fieles que memorizan un credo sin entender
lo que dicen disfrutan de la gracia inherente al misterio, y cuanto más
ininteligible sea éste mayor será su fe en él. Francisco —cuyos ímprobos
esfuerzos sociales y justas iniciativas políticas me inspiran el mayor respeto y
simpatía— sigue la dirección opuesta y se ve forzado a dar continuamente
explicaciones a lo inexplicable. Su papel al frente de la Iglesia es menos el
de un portavoz de verdades eternas que el de un experto comunicador en un
grandioso plató de televisión.
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