Mártires
armenios del siglo XX/Juan Antonio Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid.
ABC
|8 de agosto de 2015
Armenia
es un país con una historia larga y estremecedora. En España lo conocemos menos
de lo que debiéramos. Sin embargo, el pueblo armenio tiene más de un rasgo
común con el nuestro. Es una nación cuya identidad va estrechamente ligada a la
fe cristiana, mantenida en secular confrontación cultural e incluso bélica con
el islamismo; una nación que, en el siglo XX, sufrió también una terrible
persecución religiosa, saldada con centenares de miles de víctimas y de
mártires.
El
pasado 19 de julio tuve el honor de ser recibido en Echmiadzin, capital
religiosa del país –muy cercana a la capital política, Ereván– por el cabeza
visible de la venerable Iglesia apostólica armenia, el Catolicós Karekin II. Me
correspondió encabezar una peregrinación de ocho personas –expertos en
ecumenismo– organizada por la Comisión Episcopal de Relaciones
Interconfesionales, de la que soy miembro. El motivo principal de nuestra
presencia allí era venerar la memoria de los mártires que aquella Iglesia
hermana había canonizado el 23 de abril. ¿Qué mártires son esos?
Armenia
fue la primera nación que aceptó oficialmente el cristianismo como religión
propia, cuando, en el año 301 el rey Tiridates III fue bautizado por san
Gregorio el Iluminador. Roma había de esperar todavía doce años para que
Constantino decretara su famoso edicto de tolerancia, en 313. En España no iba
a suceder algo semejante hasta que, en el año 589, el rey Recaredo abrazara en
Toledo la fe católica.
Los
armenios tuvieron que defender su fe desde muy pronto frente a los persas y su
autonomía como nación frente a Bizancio. No pudieron participar en el Concilio
de Calcedonia, celebrado en el año 451, cuando ellos libraban la batalla por la
fe frente a los persas. Luego, las tensiones con los bizantinos y la lejanía de
Roma, no les permitió seguir el camino de la Iglesia católica. Reivindicaban y
reivindican para su Iglesia un origen apostólico, evangelizada por San
Bartolomé y San Judas Tadeo, y han permanecido como una de las antiguas
iglesias orientales, junto con los coptos y los sirios. No son, pues,
propiamente «ortodoxos», quienes, como confesión propia, son un producto
posterior, del llamado cisma de Oriente, acontecido en 1054.
El
pueblo armenio tiene raíces históricas muy antiguas, conocidas
arqueológicamente desde el siglo IX antes de Cristo, en el reino de Urartu. Su
espacio vital se sitúa al sur del Cáucaso. Tiene como referencia el mítico
monte Ararat, mencionado por la Biblia como lugar en el que tocara tierra el
arca de Noé, y ha llegado a extenderse entre los tres mares: desde el Caspio,
hasta el Negro y el Mediterráneo, incluyendo también, por tanto, el oriente de
Anatolia. Todas estas tierras estaban pobladas por armenios en una u otra
proporción. Buena parte de ellos fueron súbditos del Imperio Otomano hasta la
Primera Guerra Mundial.
El
año 1915, avanzada ya la Gran Guerra, es una fecha trágicamente simbólica para
los armenios. Los sultanes otomanos habían considerado su Imperio como un
conglomerado de etnias, culturas y religiones, en el que, si bien sólo los
musulmanes eran ciudadanos de pleno derecho, había también un lugar para los
cristianos. Los armenios llegaron a ser una minoría muy influyente desde el
punto de vista cultural y económico, incluso en Estambul. En el territorio
oriental antes descrito constituían además una fracción importante de la
población, estimada en cerca de dos millones de personas.
Tras
la revolución de 1908, el partido de los Jóvenes Turcos había traído una nueva
política. Las pérdidas sufridas en Grecia y los Balcanes, así como la amenaza
de Rusia en el otro lado del Imperio, constituían las condiciones geopolíticas
que los nuevos dirigentes entendieron como una exigencia histórica para salvar
a Turquía como nación sobre las bases de la raza turca y de la fe musulmana.
Los líderes de los Nuevos Turcos se habían formado en universidades
occidentales y estaban lejos de la fe de sus padres. Pero entendieron que el
elemento religioso era un ingrediente necesario para su proyecto nacional. No
había lugar para los armenios en la nueva Turquía. La población armenia había
sufrido ya pogromos terribles a finales del siglo XIX, con el sultán Abdul
Hamid II. Pero ahora, la Gran Guerra ofrecía a los nuevos políticos una
pantalla ideal para sus propios planes de limpieza étnica sin ser molestados
desde el exterior. Fue lo que llevaron a cabo desde 1915 hasta 1923 de manera
sistemática y cruel. Víctimas de esta política nacionalista panturquista fueron
en torno a un millón y medio de armenios. Según los autores más serios, se
trata del primer genocidio del siglo XX, reconocido como tal por diversos
organismos internacionales. La palabra «genocidio» fue acuñada por el judío
polaco Rafael Lemkin precisamente mientras estudiaba desde un punto de vista
jurídico el caso armenio y se adelantaba a lo que iba a suceder poco después
con los judíos.
Al
celebrar este año el centenario de aquel «Gran Mal», la Iglesia apostólica
armenia ha declarado santos a todos los que entonces murieron por su fe. Los
católicos armenios que vivían en Turquía padecieron el mismo destino que sus
hermanos apostólicos. A la mayoría se les ofreció la posibilidad de salvarse si
renunciaban a su fe y se hacían musulmanes. Eso hicieron con el arzobispo
armenio católico de Mardín, Ignacio Maloyan, asesinado cruelmente junto con
todos sus sacerdotes y con su pueblo, y beatificado por san Juan Pablo II en
2001.
Los
mártires armenios son también nuestros, tanto los centenares de miles de la
Iglesia apostólica, como los católicos y protestantes. Es lo que le hemos dicho
a Karekin II. Los mártires del siglo XX son los primeros impulsores de la
unidad de los cristianos. Para los perseguidores, todos eran simplemente
cristianos, sin diferencia de confesión: los armenios de 1915, los rusos de
1917 y de décadas posteriores; los españoles de 1934 y 193639; o los
centroeuropeos de 1939-45 y después.
El
siglo XX ha sido el siglo de los mártires, porque ha sido el siglo de los
genocidios y de las guerras totales, urdidos por los totalitarismos de uno u
otro signo político. No nos está permitido olvidarlo, aunque tampoco debemos
vengarlo si no es con la verdad y la reconciliación. Los mártires cristianos no
mueren matando, sino perdonando.
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