10 ago 2006

Tras el "fin de la historia": Fukuyama


Tras el “fin de la Historia”/Francis Fukuyama

En los 17 años que han pasado desde la publicación original de mi ensayo “¿El fin de la Historia?”, mi hipótesis ha sido criticada desde todos los puntos de vista concebibles. La publicación de la segunda edición en rústica del libro El fin de la Historia (The End of History and the Last Man) me da una oportunidad de reformular el argumento original, de responder las que yo considero las objeciones más serias que se le hicieron, y de reflexionar sobre algunos de los acontecimientos en la política mundial que han ocurrido desde el verano de 1989.

Permítaseme empezar con la pregunta: ¿qué era el “final de la historia”? Desde luego, la frase no es original, sino que viene de Hegel y, de manera más popular, de Karl Marx. Hegel fue el primer filósofo historicista que entendió la historia humana como un proceso coherente y evolutivo. Hegel vio esta evolución como el desenvolvimiento gradual de la razón humana que, eventualmente, conduciría a la expansión de la libertad en el mundo. Marx tuvo una teoría más aterrizada económicamente, la cual veía cambiar los medios de producción conforme evolucionan las sociedades humanas desde la prehumana hasta la del cazador-recolector y de la agrícola hasta la industrial; por tanto, el final de la historia era una teoría de la modernización que planteaba la cuestión de a dónde conduciría ese proceso de modernización en última instancia.
En el periodo entre la publicación del Manifiesto comunista de Marx y Federico Engels en 1848 y el final del siglo XX, muchos intelectuales progresistas creyeron que habría un final de la historia y que el proceso histórico culminaría en una utopía comunista. Ésta no es una afirmación mía, sino de Karl Marx. El simple discernimiento con el que empecé fue que, en 1989, no parecía que eso fuera a suceder. Al grado de que el proceso histórico humano no iba a ningún lado, no tendía hacia ningún comunismo, sino hacia lo que los marxistas llamaron democracia burguesa.
No parecía que hubiera una forma elevada de sociedad que trascendiera sobre una basada en los principios gemelos de libertad e igualdad. Alexandre Kojève, el gran hegeliano ruso-francés, planteó esto con algo de malicia cuando dijo que la historia terminó en 1806, el año en que Napoleón venció a la monarquía prusiana en la batalla de Jena-Auerstadt, lo que llevó los principios de la Revolución Francesa al rincón hegeliano de Alemania.
Cuanto sucedió desde entonces era sólo relleno, en tanto esos principios fueron universalizados a través del mundo.
La cuestión
Muchos observadores me han contrastado con mi antiguo maestro Samuel Huntington, quien planteó una visión del devenir del mundo muy diferente en su libro La construcción del Estado: hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI (The Clash of Civilisations and the Remaking of World Order). En ciertos aspectos, creo que es posible sobrestimar el grado en el que diferimos en nuestra interpretación del mundo. Por ejemplo, concuerdo con él en su visión de que la cultura sigue siendo un componente irreducible de las sociedades humanas, y en que no puedes comprender el desarrollo y la política sin una referencia a los valores culturales.

Pero hay un tema fundamental que nos separa. Es la cuestión de si los valores e instituciones desarrolladas durante la Ilustración occidental son potencialmente universales (como pensaron Hegel y Marx), o si están restringidos a un horizonte cultural (consistente con las visiones de filósofos posteriores como Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger). Claramente, Huntington piensa que no son universales. Él alega que el tipo de instituciones políticas con las que estamos familiarizados en Occidente son el subproducto de cierta clase de cultura occidental europea cristiana y que nunca echarán raíces allende las fronteras de esa cultura.
Así que la cuestión central a responder es si los valores e instituciones occidentales tienen un significado universal, o si representan el éxito temporal de una cultura hegemónica del momento.
Huntington es bastante atinado cuando dice que el origen histórico de la moderna democracia secular y liberal está en el Cristianismo, la cual no es una visión original. Hegel, Alexis de Tocqueville y Nietzsche, entre muchos otros pensadores, han alegado que la democracia moderna es una versión secular de la doctrina cristiana de la dignidad universal del hombre, y que esto se entiende ahora como una doctrina política no religiosa de los derechos humanos. En mi opinión, no hay duda de que este es el caso desde un punto de vista histórico.
Pero mientras la democracia liberal moderna tiene sus raíces en este terreno cultural en particular, el asunto es si estas ideas pueden desprenderse de estos orígenes particularistas y tener un significado para la gente que vive en culturas no cristianas. El método científico, sobre el que descansa nuestra moderna civilización tecnológica, también apareció por razones históricas contingentes en un momento determinado de la historia de la reciente Europa moderna, basado en el pensamiento de filósofos como Francis Bacon y René Descartes. Pero una vez que fue inventado el método científico, se volvió propiedad de toda la humanidad y era utilizable tanto por asiáticos, africanos o indios.
La cuestión es, por tanto, si los principios de libertad e igualdad que vemos como los cimientos de la democracia liberal tienen un significado universal similar. Yo creo que es el caso y creo que hay una lógica total de la evolución histórica que explica por qué debería ganar terreno la democracia en el mundo conforme evolucionan las sociedades. No es una forma rígida de determinismo histórico como el marxismo, sino un conjunto de fuerzas subyacentes que impulsan la evolución social humana de manera que nos dice que debería haber más democracia al final de este proceso evolutivo que al principio.

La pugna
El origen de la “Historia” en el sentido marxista-hegeliano reside, en última instancia, en la ciencia y la tecnología. La ciencia es acumulativa: no olvidamos periódicamente los descubrimientos científicos. Es lo que crea el mundo económico, puesto que la tecnología constituye un horizonte de posibilidades y garantías de la producción económica en el que la era de la máquina de vapor será diferente de la era del arado, y que la era del transistor y la computadora va a ser diferente de la era del carbón y el acero. El desarrollo científico posibilita los enormes incrementos en la productividad que han conducido al capitalismo moderno y a la liberación de la tecnología y las ideas en las modernas economías de mercado.
El desarrollo económico produce incrementos en los niveles de vida universalmente deseables. La prueba de esto, en mi opinión, es simplemente el modo en que la gente “vota con los pies”. Todos los años, millones de personas de sociedades pobres y menos desarrolladas buscan mudarse a Europa occidental, a Estados Unidos, a Japón o a otros países desarrollados porque ven que las posibilidades de felicidad humana son mucho más grandes en una sociedad rica que en una pobre. Pese a los numerosos soñadores rousseaunianos que se imaginan que serían más felices viviendo en una sociedad cazadorarecolectora que en, digamos, Los Angeles contemporánea, apenas existe un puñado de gente que en verdad decide hacerlo.
El deseo de vivir en una democracia liberal no está inicialmente tan extendido como el deseo de desarrollo. De hecho, hay muchos regímenes autoritarios como China y Singapur actuales, o Chile con el general Pinochet, que han sido capaces de desarrollarse y modernizarse con bastante éxito. Sin embargo, hay una fuerte correlación entre el desarrollo económico exitoso y el crecimiento de instituciones democráticas, algo que notó originalmente el gran sociólogo Seymour Martin Lipset. Existen numerosas razones de por qué es fuerte esta correlación. Cuando un país rebasa un nivel de ingreso aproximado de 6 mil dólares per cápita, deja de ser una sociedad agrícola. Es posible tener una clase media que posee propiedades, una sociedad civil compleja, un nivel mayor de élite y de educación masiva. Todos estos factores tienden a promover el deseo de participación democrática y por tanto impulsan, del fondo hasta arriba, la demanda de instituciones políticas democráticas.
El aspecto final del proceso de modernización concierne al área de la cultura. Todos quieren desarrollo económico y éste tiende a promover instituciones políticas democráticas. Pero al final del proceso de modernización, nadie quiere uniformidad cultural; de hecho, los temas de identidad cultural regresan buscando venganza. Huntington es atinado cuando dice que nunca viviremos en un mundo en el que tengamos uniformidad cultural, la cultura global del que llama “Hombre de Davos”. Desde luego, no querríamos vivir en un mundo con los mismos valores culturales universales basados en una especie de americanismo globalizado. Vivimos a partir de las tradiciones históricas particulares compartidas, valores religiosos y otros aspectos de memoria compartida que constituyen la vida común.
La vida en las democracias liberales contemporáneas, incluyendo Estados Unidos, es de una índole en la que las identidades culturales o de grupo están siendo continuamente afirmadas y reafirmadas y a veces inventadas sin fundamento. Ésta es un área en la que los teóricos originales del liberalismo moderno no nos aportan una guía muy útil. Thomas Hobbes, John Locke, el barón de Montesquieu y Jean-Jacques Rousseau visualizaron el problema central del pluralismo liberal como el de los individuos que ejercen el albedrío autónomo vis-à-vis el Estado. Pero en las sociedades liberales modernas, los individuos se organizan solos en grupos culturales que defienden los derechos de grupo contra el Estado y delimitan la elección de los individuos dentro de esos grupos. Esto puede cobrar una forma bastante moderada, como cuando los canadienses franceses designan que los estudiantes en Quebec deben recibir las clases en francés, o una forma más seria cuando los sacerdotes islámicos de Europa alegan que la ley sharia debería tener primacía sobre la ley francesa u holandesa. La elección para el Estado es si interpreta la clase de pluralismo liberal que es responsable de proteger como propia de los individuos, o de grupos, y si es lo último, qué clase de restricciones de derechos individuales por parte de grupos está dispuesto a condonar.
Un examen más profuso de este asunto está más allá del alcance del presente ensayo. Pocas sociedades liberales han sido totalmente rígidas en su defensa de los derechos individuales sobre los de grupo; el multiculturalismo, el bilingüismo y otras formas de reconocimiento grupal se han vuelto parte de la política pública en Estados Unidos y otras democracias occidentales. Por otro lado, la mayoría de las sociedades liberales entiende que el reconocimiento grupal puede vulnerar el principio liberal básico de la tolerancia y los derechos de los individuos. Como explica Charles Taylor, el liberalismo no puede ser completamente parejas con culturas diferentes, puesto que él mismo refleja ciertos valores culturales y debe rechazar a los grupos culturales alternativos que son profundamente antiliberales.
El principio básico de la política secular ha llegado a ser parte del proceso de modernización por razones esencialmente pragmáticas. En la historia de la Cristiandad, la Iglesia y el Estado comenzaron como entidades separadas, algo que no fue el caso del Islam. Pero esa separación nunca fue necesaria ni completa. Al final de la Edad Media, todo príncipe europeo dictaba las creencias religiosas de sus súbditos; los conflictos sectarios que siguieron a la Reforma condujeron a más de un siglo de guerras sangrientas. La política secular moderna, por tanto, no brotó automáticamente de la cultura cristiana, sino que era algo que tenía que ser aprendido mediante una experiencia histórica dolorosa. Uno de los logros del liberalismo moderno temprano fue su éxito al persuadir a la gente de la necesidad de excluir la discusión de los objetivos finales a los que apunta la religión desde el reino de la política. Esta es una pugna que atravesó el Occidente y yo creo que es una pugna en cuyo proceso se encuentra hoy el mundo islámico.
Un malentendido
El “final de la historia”, como se anotó al principio de este ensayo, ha sido atacado desde muchos puntos de vista desde que fue enunciado por primera ocasión. Muchas de esas críticas estaban basadas en simples malentendidos de lo que yo argüía, por ejemplo, de parte de quienes creyeron que yo pensaba que las cosas simplemente iban a dejar de suceder. No quiero lidiar aquí con esta clase de críticas, que en su mayor parte pudieron haber sido evitadas si la persona en cuestión hubiera simplemente leído mi libro.
Sin embargo, un malentendido que sí quiero aclarar concierne a la muy difundida concepción errónea de que de algún modo yo estaba alegando en favor de una versión específicamente americana del final de la historia, lo que un autor llamó “triunfalismo jingoísta”. Muchos han tomado el final de la historia como un informe de la hegemonía americana sobre el resto del mundo, no sólo en el reino de las ideas y los valores sino mediante el ejercicio real del poder americano para ordenar el mundo de acuerdo a los intereses americanos.
Nada podría estar más lejos de la verdad. Cualquiera familiarizado con Kojève y los orígenes intelectuales de su versión del final de la historia podría entender que la Unión Europea es una encarnación del concepto mucho más terrena que Estados Unidos contemporáneo. Alineado con Kojève, yo expuse que el proyecto europeo era de hecho una casa como un hogar para el último hombre que surgiría al final de la historia. El sueño europeo —que se percibe más cabalmente en Alemania— es trascender la soberanía nacional, la política del poder y los tipos de pugnas que hacen necesario el poder militar (más sobre esto más adelante); los americanos, en contraste, tienen un entendimiento de la soberanía más bien tradicional, celebran a su milicia y disfrutan sus desfiles patrióticos del 4 de julio.
La democracia liberal moderna está basada el los principios gemelos de la libertad y la igualdad. Ambos están en tensión perpetua: la igualdad no puede ser bien entendida sin la intervención de un Estado poderoso que limite la libertad individual; la libertad no puede expandirse indefinidamente sin instar a variadas formas perniciosas de inequidad social. De modo que cada democracia liberal tiene que realizar tratos entre las dos. Los europeos contemporáneos tienden a preferir más igualdad al precio de la libertad, y los americanos al revés, por razones enraizadas en sus historias individuales. Estas son diferencias de grado y no de principio; si yo prefiero la versión americana en algunos aspectos sobre la europea, es más un asunto de observación pragmática y de gusto que una materia de principios.
Cuatro retos
De los muchos retos al optimista escenario evolutivo expuestos en El fin de la Historia, entendidos correctamente, hay cuatro que considero los más serios. El primero se relaciona con el Islam como obstáculo para la democracia, el segundo tiene que ver con el problema de la democracia en un nivel internacional, el tercero concierne a la autonomía de la política y el último se relaciona con las consecuencias no anticipadas de la tecnología. Abordaré cada uno en orden.
Islam
En particular desde los ataques del 11 de septiembre de 2001, mucha gente ha dicho que existe una tensión fundamental entre el Islam como religión y la posibilidad de desarrollo de la democracia moderna. No hay duda de que si se mira el mundo ha habido una extensa excepción musulmana en el patrón total del desarrollo democrático que se ve en América Latina, en Europa, en Asia e incluso en África subsahariana. Así afirma la gente que puede haber cosas en la doctrina islámica, tales como la unidad de religión y Estado, que sirven como barreras culturales insuperables para la dispersión de la democracia.
Me parece extremadamente improbable que el problema emane del propio Islam como religión. Todos los sistemas religiosos importantes del mundo son altamente complejos. El Cristianismo fue usado alguna vez (y no hace tanto) para justificar la esclavitud y la jerarquía; ahora lo vemos como sostén de la democracia moderna. Las doctrinas religiosas son sujeto de interpretación política de una generación a otra. Esto no es menos cierto del Islam que del Cristianismo. Hay una variación tremenda en las prácticas políticas de países que hoy son culturalmente musulmanes. Hay varias democracias razonablemente exitosas en países musulmanes, incluyendo Indonesia, que ha hecho una transición exitosa del autoritarismo tras la crisis de 1997; Turquía, que ha tenido una democracia bipartidista intermitente desde el final de la segunda guerra mundial; Mali, Senegal y otros países como India, que tiene vastas minorías musulmanas. Aún más, Malasia e Indonesia han sostenido un rápido crecimiento económico, de modo que el obstáculo que simula el Islam para el desarrollo tampoco lo es necesariamente.
Alfred Stepan apunta que la verdadera excepción al patrón general de la democratización durante lo que Samuel Huntington etiquetó como la “tercera ola” de transiciones democráticas de los años 70 a los 90, no es realmente una excepción musulmana, sino más bien una excepción árabe; parecería que hay algo en la cultura política árabe que ha sido más resistente. Lo que pueda ser es tema de debate, pero bien podría ser un obstáculo cultural no relacionado con la religión, como la sobrevivencia del tribalismo. Y el reto contemporáneo que enfrenta el mundo en la forma del islamismo radical o jihadismo es mucho más político que religioso, cultural o civilizatorio.
Como han expuesto Olivier Roy and Roya y Ladan Boroumand, el islamismo radical se entiende mejor como ideología política. Los escritos de Sayyid Qutb, fundador de la Hermandad Musulmana en Egipto, u Osama bin Laden y sus ideólogos dentro de al-Qaida, hacen uso de ideas políticas sobre el Estado, la revolución y la estetización de la violencia que no surge de ninguna tradición islámica genuina, sino de las ideologías radicales de la izquierda y la derecha extremas —es decir, el fascismo y el comunismo— de la Europa del siglo XX.
Estas doctrinas, que son extremadamente peligrosas, no reflejan ninguna enseñanza sustancial del Islam, sino utilizan el Islam con propósitos políticos. Se han vuelto populares en muchos países árabes y entre musulmanes en Europa a causa de la profunda enajenación que existe en estas comunidades. Por tanto, el islamismo radical no es la reafirmación de alguna práctica cultural islámica tradicional, pero debe ser visto en el entorno de la política identitaria moderna. Surge precisamente cuando las identidades culturales tradicionales son despedazadas por la modernización y un orden democrático pluralista que crea una dislocación entre el ser interno propio y la práctica social externa. Es por esto que tantos jihadistas modernos como Mohammed Atta, organizador de los ataques del 11 de septiembre, o Mohammed Bouyeri, asesino del cineasta holandés Theo van Gogh, se radicalizaron en Europa occidental. La modernización ha creado enajenación desde el principio y por tanto oposición a sí misma, y en este respecto los jihadistas contemporáneos siguen las huellas de los anarquistas, los bolcheviques, los fascistas y miembros de la banda Baader-Meinhof en generaciones recientes.
La pregunta es si los musulmanes intensamente radicalizados y enajenados son tan potencialmente poderosos como para amenazar a la propia democracia liberal. Con claridad, la tecnología moderna les proporciona un atajo en forma de armas de destrucción masiva que no estaban al alcance de generaciones anteriores de terroristas. Pero el Islam político no ha tenido hasta ahora una base territorial fuerte, y en países como Irán, Arabia Saudita, Afganistán o Sudán, donde ha llegado al poder, no ha tenido un historial económico o social atractivo.
Hay otras interpretaciones del Islam compitiendo por la supremacía, además, de manera que garanticen que el grueso de la pugna será interna en el mundo musulmán. Como amenaza externa, entonces, parecería que el reto es menos grave que el que representó el comunismo, que estaba actuando globalmente y ligado a un Estado moderno poderoso.
El mayor problema para el futuro de la democracia liberal será el inherente a las sociedades democráticas, en particular en países como Francia u Holanda que tienen grandes minorías musulmanas. Por mucho, Europa ha sido menos exitosa en integrar culturalmente a las minorías distintas que Estados Unidos, y la violencia creciente de parte de los musulmanes europeos de segunda y tercera generación apunta a un lado mucho más oscuro de las políticas de identidad que las demandas hechas, por ejemplo, por los nacionalistas de Quebec o Escocia.
Las minorías culturales enojadas y no integradas producen un retroceso del lado de la comunidad mayoritaria, que luego se repliega a su propia identidad cultural y religiosa. Prevenir que esto no decaiga en algo que parezca un “choque de civilizaciones” requerirá moderación y buen juicio de parte de los líderes políticos, algo que no garantiza automáticamente el propio proceso de modernización.
Democracia
La segunda crítica importante de mi hipótesis del “final de la historia” concierne a la cuestión de la democracia en un nivel internacional. Cuando escribí sobre la democracia liberal que constituye la forma de gobierno final, hablaba de la democracia en un nivel nación-Estado. No visualicé la posibilidad de crear una democracia global que de algún modo trascendería a la nación-Estado soberana mediante la ley internacional.
Sin embargo, ésta es precisamente la clase de preocupación que ha sido elevada con intensidad particular desde la guerra de Irak en 2003, y hasta cierto grado subyace en el distanciamiento que ha surgido entre Estados Unidos y Europa desde entonces. Este tema también ha sido elevado durante la pasada década por los críticos de la globalización, quienes han argüido que ha aparecido un déficit democrático entre el grado de interacción que tiene lugar entre gente que vive en diferentes jurisdicciones nacionales y los mecanismos de contabilidad institucionalizados a lo largo de las fronteras nacionales. Este problema es particularmente exacerbado por el mismo tamaño y predominio de Estados Unidos en el sistema global contemporáneo; Estados Unidos es capaz alcanzar y afectar a gente alrededor del globo de maneras variadas, sin que haya fuentes de influencia recíprocas.
Parte del proyecto europeo ha sido trascender la nación-Estado. Los americanos, por otro lado, han tendido a creer que la fuente de legitimidad o la acción legítima residen en una democracia constitucional soberana. Estas visiones europeas y americanas fluyen de sus historias respectivas. Los europeos han visto la nación-Estado soberana como una fuente de egoísmo y nacionalismo colectivo que fue la raíz de las dos guerras mundiales en el siglo XX; el proyecto europeo ha buscado remplazar la política del poder con un sistema de normas, leyes y organizaciones. En contraste, los americanos han tenido una experiencia más feliz con su uso nacional-estatal de la violencia legítima.
Esto comenzó con la Revolución Americana contra la monarquía británica, que continuó con la muy sangrienta Guerra Civil donde murieron 600,000 americanos pero que llevó a la abolición de la esclavitud y la unificación de Estados Unidos, hasta la segunda guerra mundial y finalmente la guerra fría, las cuales fueron vistas como cruzadas morales para liberar a Europa en dos ocasiones de dos formas diferentes de tiranía.
La visión europea de la necesidad de normas que trasciendan la nación-Estado es indudablemente correcta en un nivel teórico. No hay razón para pensar que las democracias liberales soberanas no pueden cometer abusos terribles en su trato con otras naciones, o inclusive respecto a sus propios ciudadanos. Estados Unidos mismo nació con el defecto de nacimiento de la esclavitud, la cual fue aprobada por las mayorías democráticas y amortajada en su Constitución. Abraham Lincoln, en sus debates de 1858 con Stephen Douglas, tuvo que referirse a un principio de igualdad que reside más allá de la Constitución americana para alegar contra la esclavitud.
Pero mientras es posible armar un caso teórico sobre alguna forma de democracia que trascenderá a la nación-Estado, en mi visión hay obstáculos prácticos insuperables para la realización de este proyecto. La democracia exitosa depende en gran medida de la existencia de una comunidad política genuina que esté de acuerdo en ciertos valores e instituciones básicos. Los valores culturales compartidos construyen la confianza y lubrican, por así decirlo, la interacción de los ciudadanos entre sí. La democracia en un nivel internacional se vuelve casi imposible de imaginar dada la diversidad real de pueblos y culturas involucradas. La visión prejuiciosa que tienen muchos americanos de instituciones internacionales como las Naciones Unidas refleja en parte la lentitud e ineficiencia de la acción colectiva en un nivel internacional, entre diversas sociedades que buscan la acción colectiva basada en el consenso político.
Componer el problema de la eficiencia requeriría la delegación de autoridad y poderes de coacción a un ejecutivo más decisivo. ¿A quién acordaría el mundo darle semejante autoridad? ¿Y cómo podría ser ejercida sin peligro en ausencia de todas las instituciones equilibrantes que dividen y limitan el poder en un nivel nación-Estado? Incluso Europa, que comparte una cultura y experiencia histórica comunes, está teniendo serios reparos en el proyecto de crear, en efecto, una sola nación-Estado europea que recortara seriamente la soberanía de sus Estados-miembros.
Parecería por tanto que no iremos pronto allende la nación-Estado como fuente fundamental de autoridad democrática legítima. En lugar de un gobierno global, tendremos que estar satisfechos con una autoridad global, esto es, instituciones internacionales parciales que promuevan la acción colectiva entre las naciones y que creen algún grado de responsabilidad entre ellas. Un orden mundial liberal que sea tan justo como factible tendría que estar basado no en una institución global única y abovedante, sino en una diversidad de instituciones internacionales que pudieran organizarse solas alrededor de temas funcionales, regiones o problemas específicos. Esta clase de orden mundial está en el proceso de ser creado, pero todavía hay gran cantidad de trabajo productivo que se puede hacer en esta área.
Autoridad política
El tercer tema que sigue siendo un problema en el “final de la historia” tiene que ver con lo que llamaría la autonomía de la política. Como se indicó arriba, hay un vínculo entre el desarrollo económico y la democracia liberal en tanto la consolidación democrática se vuelva más fácil en niveles relativamente altos de PIB per cápita. No obstante, el problema, para empezar, es echar a andar el desarrollo económico, algo que ha eludido a muchos países en desarrollo en África subsahariana, en Sudasia, en el Medio Oriente y en América Latina.
El desarrollo económico no es impulsado simplemente por buenas políticas económicas; necesitas tener un Estado donde viva la gente que pueda garantizar la ley y el orden, los derechos de propiedad, un Estado de derecho y estabilidad política antes de que puedas tener la inversión, el crecimiento, el comercio, el intercambio internacional y la posibilidad. Tomar ventaja de la globalización, como han hecho India y China en años recientes, requiere por encima de todo tener un Estado competente que pueda establecer con cuidado las condiciones para la exposición a la economía global.
La existencia de estados competentes no es algo que se pueda dar por sentado en el mundo en desarrollo. Muchos de los problemas que experimentamos en la política del siglo XXI están relacionados con la ausencia de instituciones estatales sólidas en los países pobres, más que con la vieja agenda del siglo XX de Estados excesivamente fuertes. El siglo XX fue dominado por grandes potencias, por Estados como la Alemania nazi, el Japón imperial o la antigua Unión Soviética, que fueron demasiado grandes y poderosos. En el siglo XXI, los problemas más típicos provienen de sitios como Somalia, Afganistán y Haití: países que no tienen instituciones gubernamentales que puedan garantizar el estado de derecho básico necesario para el desarrollo o para la creación de instituciones democráticas.
Así pues, existe una agenda dual que nos enfrenta. En el mundo desarrollado, Europa enfrenta una crisis mayor en su estado de bienestar para las generaciones siguientes de población menguante y derechos y reglamentos incosteables. Pero en el mundo en desarrollo hay una ausencia de estatidad que evita el desarrollo económico y que sirve como terreno fértil de una multitud de problemas como los refugiados, las enfermedades y el terrorismo. En consecuencia, hay agendas muy diferentes en ambas partes del mundo: restringir la esfera del Estado en el mundo desarrollado, pero fortalecer el Estado en muchas partes del mundo en desarrollo.
El reto particular que enfrentamos es que sabemos relativamente poco de cómo construir instituciones políticas fuertes en los países pobres. Parte del acertijo es que el desarrollo, ya sea económico o político, nunca es “acabado” por extraños; es un proceso que inevitablemente debe ser impulsado por gente de la sociedad misma que conoce sus hábitos y tradiciones, y que pueda asumir la responsabilidad a largo plazo para el proceso de desarrollo. Los extraños simplemente ayudan en este esfuerzo. El desarrollo político es un proceso que en muchos sentidos es autónomo del desarrollo económico, si bien los dos, como se anotó antes, interactúan en ciertos modos.
Entonces, lo que necesitamos, y que no aportó El fin de la Historia, es una teoría de desarrollo político que sea independiente de la economía. La formación del Estado y la construcción del Estado, cómo sucedió esto históricamente, el papel de la violencia, la competencia militar, de la religión y de las ideas más extensamente, los efectos de la geografía física y las dotaciones de recursos, por qué sucedió primero en algunas partes del mundo y no en otras; todos estos son componentes de una vasta teoría que aún está por ser elaborada. En su libro El orden político en las sociedades en cambio (Political Order in Changing Societies), Samuel Huntington ayudó a demeritar la versión original de la teoría de la modernización postulando una teoría de la decadencia política y proponiendo que la decadencia es tan probable como el desarrollo. Ha habido mucha decadencia política en la última generación y sus fuentes necesitan ser exploradas sistemáticamente.

La objeción final a la hipótesis del “final de la historia”, que ha sido hecha en variedad de formas, se refiere a la tecnología y la posibilidad de que el proceso histórico que es impulsado por los avances tecnológicos será finalmente consumado por él. Existe una variedad infinita de escenarios por los que esto podría suceder. El que ha estado presente para muchos americanos desde el 11 de septiembre de 2001, es la posibilidad del terrorismo nuclear o biológico, aunque desde luego la aniquilación nuclear ha sido una probabilidad desde Hiroshima. Lo que es diferente hoy es la democratización de los medios de violencia, por lo cual grupos muy pequeños y sin un Estado tienen la posibilidad de adquirir armas de amplio poder destructivo.

Un segundo escenario posible es ambiental. Si algunas de las predicciones más horribles del calentamiento global son correctas, puede ser ya muy tarde para hacer los tipos de ajustes en el uso de hidrocarburos que prevendrían el cambio climático masivo, o el proceso de ajuste será en sí mismo tan desgarrador que matará al ganso económico que está poniendo nuestros huevos de oro tecnológicos.
Tecnología
El cuarto reto es aquel sobre el que escribí en mi libro El fin del hombre: consecuencias de la revolución biotecnológica (Our Posthuman Future: Consequences of the Biotechnology Revolution), que es que nuestra habilidad de manipularnos biológicamente, ya sea mediante el control del genoma o mediante drogas psicotrópicas, o mediante una futura neurociencia cognitiva, o mediante alguna forma de prolongación de la vida, nos aportará nuevas aproximaciones a la ingeniería social que dará lugar a la posibilidad de nuevas formas de política.

Elijo escribir sobre este futuro tecnológico particular porque la amenaza es mucho más sutil que la propuesta por las armas nucleares o el cambio climático. Aquí las consecuencias potencialmente malas o deshumanizantes del avance tecnológico están atadas con cosas como la liberación de enfermedades o la longevidad que la gente quiere universalmente, y que por tanto será mucho más difícil prevenir. No puedo decir nada útil sobre la probabilidad de cualquiera de estos futuros tecnológicos; no soy un profeta o un “futurólogo”. Observaría que en el pasado los avances tecnológicos han creado nuevas posibilidades de suprimir las consecuencias negativas creadas por la misma tecnología, pero no existe una razón necesaria para que este sea siempre el caso.
Con mayor amplitud, mi visión historicista del desarrollo humano ha sido siempre sólo débilmente determinista, a diferencia del fuerte determinismo del marxismo-leninismo. Creo que hay una vasta tendencia histórica hacia la democracia liberal y pienso que existen numerosos retos predecibles. Los cuatro que he expuesto son los que considero más urgentes en los años por venir. Determinismo débil significa que de cara a tendencias históricas vastas, la calidad de estadista, la política, el liderazgo y la elección individual siguen siendo absolutamente críticos para el curso real del desarrollo histórico.
Las oportunidades y riesgos que son propuestas por la tecnología moderna, por ejemplo, deben ser asumidos como retos por las sociedades y resolverlos mediante políticas e instituciones. Así, el futuro está realmente mucho más abierto de lo que podrían sugerir sus precondiciones económicas, tecnológicas o sociales. Las decisiones políticas que tomen las poblaciones al votar y los líderes de nuestras democracias diferentes tendrán grandes efectos en el fortalecimiento y la calidad de la democracia liberal en el futuro.
Fukuyama. Catedrático de la Universidad George Mason y analista del Departamento de Estado estadounidense. Es profesor de Economía Política Internacional en la Paul H. Nitze Schooll of Advanced International Studies en la Johns Hoppinks University en Washington

Tomado de la nueva edición de The End of History and the Last Man (Simon & Schuster, 2006)

Traducción: Carlos Miranda
Tomado del suplemento Confabulario que dirige Héctor de Mauleón, El Universal, 5 de agosto del 2006, pp 4-7

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