2 sept 2006

Realismo político

El realismo progresista/Joseph S. Nye; fue subsecretario de Defensa y director del Organismo de Seguridad Nacional de Estados Unidos; en la actualidad es catedrático de la Universidad de Harvard
Tomado de EL País, 02/09/2006.
Los sondeos en EE UU reflejan una exigua aprobación ciudadana de la gestión del presidente George W. Bush en política exterior, pero también un escaso consenso respecto a qué debería ocupar su lugar. Las desenfrenadas ambiciones de los neoconservadores y los nacionalistas autoritarios durante su primera legislatura crearon una política exterior que parecía un coche con acelerador, pero sin frenos. Estaba abocada a salirse de la carretera.

Pero, ¿cómo debería utilizar EE UU su poder y qué papel deberían desempeñar los valores? El Partido Demócrata podría resolver este problema adoptando la sugerencia de Robert Wright y otros de perseverar en el “realismo progresista”. ¿Qué constituiría una política exterior realista y progresista?

Una política exterior realista y progresista empezaría por entender la fuerza y los límites del poder estadounidense. Estados Unidos es la única superpotencia, pero preponderancia no es sinónimo de imperio o de hegemonía. Estados Unidos puede influir en otras partes del mundo, pero no controlarlas. El poder siempre depende del contexto, y el contexto de la política mundial actual es como una partida de ajedrez tridimensional. El tablero superior del poder militar es unipolar, pero en el tablero intermedio de las relaciones económicas el mundo es multipolar, y en el tablero inferior de las relaciones transnacionales -que comprenden cuestiones como el cambio climático, las drogas, la gripe aviar o el terrorismo- el poder está distribuido de forma caótica.
El poder militar es una pequeña parte de la solución para responder a las nuevas amenazas que se encuentran en el tablero inferior de las relaciones internacionales. Éstas exigen cooperación entre los gobiernos y las instituciones internacionales. Incluso en el tablero superior (donde Estados Unidos representa casi la mitad del gasto mundial en defensa), el Ejército tiene superioridad en las zonas globales comunes del aire, el mar y el espacio, pero está más limitado en su capacidad para controlar a poblaciones nacionalistas en regiones ocupadas.
Una política realista y progresista también haría hincapié en la importancia de desarrollar una gran estrategia integrada que combine poder militar “duro” con un atractivo poder “blando” en un solo poder “inteligente”, del tipo que ganó la guerra fría. Estados Unidos debe utilizar el poder duro contra los terroristas, pero no puede esperar imponerse en esta batalla a menos que se gane el corazón y la mente de los moderados. El mal uso del poder duro (como en Abu Ghraib o Haditha) engendra nuevos reclutas para el terrorismo.
Actualmente, Estados Unidos carece de esa estrategia integrada para combinar poder duro y blando. Muchos instrumentos oficiales de poder blando -diplomacia, programas de intercambio, ayuda al desarrollo, paliación de los desastres o contactos entre ejércitos- se encuentran repartidos por todo el Gobierno, y no existe ninguna estrategia general. Estados Unidos gasta unas 500 veces más en su Ejército que en difusión e intercambios. ¿Es la proporción adecuada? ¿Y cómo debería relacionarse el Gobierno con los generadores no oficiales de poder blando -desde Hollywood a Harvard, pasando por la Fundación Gates- que emanan de la sociedad civil?
Una política realista y progresista debe fomentar la promesa de “vida, libertad y búsqueda de la felicidad” de la tradición estadounidense. Esa gran estrategia tendría cuatro pilares fundamentales: ofrecer seguridad a Estados Unidos y sus aliados; mantener una sólida economía nacional e internacional; evitar desastres medioambientales, y alentar la democracia y los derechos humanos en el territorio nacional y, donde sea factible, en el extranjero.
Eso no implica imponer los valores estadounidenses por la fuerza. La atracción es mejor que la coacción a la hora de fomentar la democracia, y se necesita tiempo y paciencia. Sería inteligente que Estados Unidos impulsara la evolución gradual de la democracia, y de un modo que acepte la realidad de la diversidad cultural.
Esa gran estrategia se centraría en cuatro amenazas principales. Probablemente el mayor peligro sea la intersección de terrorismo y material nuclear. El impedirlo requiere políticas para contraatacar el terrorismo y fomentar la no proliferación, una mejor protección de los materiales nucleares, la estabilidad en Oriente Próximo y una mayor atención a los Estados fallidos. El segundo gran desafío es el auge de una hegemonía hostil a medida que Asia recupera su cuota de las tres quintas partes de la economía mundial que se corresponden con sus tres quintas partes de la población mundial. Esto exige una política que integre a China como accionista global responsable, pero que proteja sus intereses frente a una posible hostilidad manteniendo estrechas relaciones con Japón, India y otros países de la región. La tercera gran amenaza es una gran depresión económica, que podría verse desencadenada por una mala gestión económica o una crisis que alterara el acceso global a los flujos petrolíferos del golfo Pérsico, donde se encuentran dos tercios de las reservas mundiales de petróleo. Esto requerirá unas políticas que reduzcan progresivamente la dependencia del petróleo. La cuarta gran amenaza son los desastres ecológicos, como las pandemias y un cambio climático negativo. Esto requerirá unas políticas energéticas prudentes, además de una mayor cooperación a través de instituciones internacionales como la Organización Mundial de la Salud.
Una política realista y progresista debería centrarse en la evolución del mundo a largo plazo y ser consciente de la responsabilidad que tiene el país más poderoso y grande del sistema internacional de generar bienes globales o comunes. En el siglo XIX, Reino Unido definió su interés nacional de forma que incluyera el fomento de la libertad en los mares, de una economía internacional abierta y de un equilibrio de poderes estable en Europa. Esos bienes comunes ayudaron a Reino Unido, pero también a otros países. También contribuyeron a la legitimidad y el poder blando de Reino Unido.
Estados Unidos, que ahora ocupa el lugar de Reino Unido, debería desempeñar un papel similar fomentando una economía y unas zonas comunes internacionales abiertas (mares, espacio, Internet), mediando en las disputas internacionales antes de que se agraven, y desarrollando normativas e instituciones mundiales.
Dado que la globalización propagará las capacidades técnicas, y la tecnología de la información permitirá una mayor participación en las comunicaciones globales, la preponderancia estadounidense será menos dominante en este siglo. El realismo progresista exige a Estados Unidos que se prepare para ese futuro definiendo su interés nacional de un modo que beneficie a todo el mundo.

El debate sobre Günter Grass


El drama de Günter Grass/Carlos Castilla del Pino, es psiquiatra y escritor
Publicado en El País, 2/09/2006
Disiento de la opinión de Vargas Llosa, expuesta en su artículo Günter Grass, en la picota (EL PAÍS, 27 de agosto de 2006). Aunque pueda errar en mi interpretación, entiendo “las proporciones desmesuradas que ha tomado en el mundo la revelación, hecha por él mismo”, de su alistamiento voluntario en la temible Waffen-SS, un secreto guardado por Günter Grass durante 60 años.

¿Por qué esta revelación ahora? Descarto la tan banal como maliciosa interpretación, hecha por algunos, de que Günter Grass busca la publicidad para sus memorias. Venderá más, sin duda, tras el escándalo, pero ese plus en las ventas, ¿justificaría razonablemente el escándalo de su declaración y, lo que es más grave, el deterioro -justificado desde mi punto de vista- de su imagen pública, naturalmente que no la de escritor en tanto tal, sino la de su yo moral -el superyó, para acogerme a un término freudiano que todos conocemos- de Alemania, con seudópodos también por fuera de ella?

No; no es presumible esta hipótesis economicista, por demasiado costosa e ininteligente. Porque es precisamente en esa faceta moral, la más importante para muchos, y desde luego para él, en donde se ha producido el deterioro de su imagen, y supongo que, aunque no unánimemente, con caracteres definitivos e irreversibles.
Las razones para esta tesis son, a mi modo de ver, varias. En primer lugar, él se ha esforzado en presentarse ante los demás como una conciencia moral (podía haberse limitado meramente a ofrecer la del gran narrador que es), olvidando que nadie está justificado para sermonear al mundo, como un Moisés que baja del Sinaí con las Tablas de la Ley entre sus manos, para decir a todos lo que se debe hacer, porque justamente es lo que él cree que se debe hacer. En segundo lugar, porque, aunque no dudo de las muchas virtudes que deben adornar a Günter Grass, ni él ni nadie debe proclamarlas. Las virtudes se practican, pero no se exhiben. Son los demás, en todo caso, los que las descubrirán y colocarán entonces al virtuoso en el pedestal de los hombres heroicamente ejemplares, pero discretos. Decía William James, el gran psicólogo de Harvard, a finales del XIX, que lo que él denominaba yo social, es decir, la imagen pública de cada uno, “está en la mente de los demás”. Y así es, añado yo, por muchos esfuerzos y prédicas que cada cual haga para que los demás acepten la buena imagen que en general uno tiene de sí mismo.

Por último, la razón por la que considero definitivo e irreversible el deterioro de su imagen estriba en un hecho que él mismo ha puesto de manifiesto; a saber: mintió. No se limitó a ocultar, esto es, callar lo que hizo, sino que en su lugar afirmó haber sido lo que no fue: miembro de una batería antiaérea del Ejército regular. La mentira confesada facilita la hipótesis -inverificable y que, por tanto, quedará como permanente sospecha- de que pudo haber otras mentiras, y aún más graves (¿por qué no, si mintió antes?) y no confesadas. Desde ahí, el deterioro definitivo de su imagen a que he hecho referencia, la pérdida de su credibilidad y la imposible restauración de la misma.
¿Y por qué su declaración ahora? Aquí solo caben conjeturas. La más verosímil es que, como todos los que llevan el peso oculto de la culpa, haya temido que en cualquier momento alguien la revelara, y, ante esa eventualidad, lo menos malo, o lo que es igual, lo más inteligente, es descubrirla antes por sí mismo. Piénsese por un momento lo que hubiera significado para Günter Grass el que alguien hubiera denunciado su secreto antes que él. La confesión pública ofrecida es, repito, más inteligente, y desde luego más rentable que la temida denuncia.
Hace ya más de un siglo, Dostoievski escribió una frase eufónicamente feliz, pero absolutamente inexacta: “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”. No es así. Por desgracia, a lo largo de los siglos, la creencia en Dios no ha evitado el que los desmanes de muchos creyentes sean equiparables, en cuantía y calidad, a los de muchos incrédulos.

Lo que sí puede asegurarse es que si los demás no existieran, todo estaría permitido. Porque son “los otros” los que componen la conciencia de cada cual. En mi libro La culpa recogí una conclusión de Freud: “La culpa es siempre culpa social”, una formulación equiparable a la de William James, aunque en otra esfera de la vida humana.
El drama de Günter Grass viene a sumarse al de muchos miles de alemanes (y no alemanes). Es uno de los más graves de nuestra historia contemporánea. Pensemos en Pío XII, Kurt Waldheim, Martin Heidegger, Francis Genoud, Leni Riefenstahl y muchos más, algunos de los cuales se contienen en el impresionante volumen de Guitta Sereny El trauma alemán. Como entre nosotros, españoles, lo fue el de Dionisio Ridruejo, Luis Rosales o Pedro Laín Entralgo. Como presumiblemente lo hubiera sido para muchos de nosotros si hubiéramos venido al mundo en un día y una hora tan desafortunados.

EL FANTASMA DE LA REVOLUCION

Un día después que el periodico español ABC publica un fuerte editorial: El golpismo cívico de (Andrés manuel) López Obrador.
El escritor Carlos Alberto Montaner escribe este 1 de septiembre: MEXICO Y EL FANTASMA DE LA REVOLUCION
La primera vez que un presidente de Estados Unidos se reunió con su colega mexicano fue en 1909. William Taft primero desayunó con el general Porfirio Díaz en un hotel de El Paso, Texas, y luego lo siguió hasta el edificio de la aduana en Ciudad Juárez, donde los mexicanos habían hecho reproducir un salón del palacio de Versalles para impresionar al mandatario americano con un almuerzo suntuoso servido en una vajilla de oro y plata.
Taft se sintió halagado. Era su primera gran maniobra diplomática. Díaz era el decano de los gobernantes del mundo. Llevaba treinta años en el poder y México parecía encaminarse en la dirección del progreso y el desarrollo. Bajo su mano férrea se había puesto fin a varias décadas de guerras civiles y caos. Los diarios que se ocuparon de reseñar la reunión describían a una nación organizada y feliz, atravesada por numerosos ferrocarriles eficientes, presidida por un anciano de ochenta años universalmente respetado. El país era el primer receptor de inversiones norteamericanas y ya apenas quedaban huellas de la guerra de mediados del XIX, cuando Washington le arrancó la mitad del territorio a su vecino de un mordisco imperial.
Todo era un espejismo. Unos meses más tarde, en 1911, tras la fuga precipitada de Díaz, precedida por alzamientos rurales y conspiraciones militares, México entraba en un periodo de convulsiones que duraría casi dos décadas, saldado con un país arrasado y una economía en ruinas que no recobraría los niveles de prosperidad prerrevolucionarios hasta aproximadamente 1935. Súbitamente, colapsaron las instituciones y se desplomó el gobierno. ¿Por qué? Aparentemente, por un supuesto fraude electoral que deslegitimó casi totalmente la presidencia de Porfirio Díaz y llevó a la insubordinación a una buena parte de la sociedad. En realidad, porque la distancia entre el Gobierno y el pueblo de México se había convertido en un abismo.
Afortunadamente, el año 2006 no es 1911. Vicente Fox, un demócrata consecuente, no es el dictador Porfirio Díaz, y no hay ninguna evidencia seria que indique que el presidente electo Felipe Calderón alcanzó la victoria mediante un fraude, pero Andrés Manuel López Obrador, el candidato derrotado, está comportándose como si él fuera Francisco I. Madero, el político que se negó a aceptar el triunfo trucado de Díaz, se declaró presidente y, sin proponérselo, le abrió la puerta a una guerra civil que acabó costándole la vida a él mismo, a cientos de miles de mexicanos y a una buena parte de la clase dirigente.

Pero si bien el México de principios del siglo XX es sustancialmente diferente al de principios del XXI, hay algo que no ha cambiado demasiado: entonces y ahora existía y existe un divorcio notable entre la sociedad y el Estado. Los mexicanos de hace un siglo, como los de hoy, no creen en la honradez de sus políticos, la eficacia de sus parlamentarios, la rectitud de sus jueces o la probidad de las fuerzas de orden público. Durante décadas, especialmente los setenta años de gobiernos del PRI, las relaciones entre gobernantes y gobernados se montaron sobre un sistema clientelista y prebendario, dedicado a premiar al cortesano y castigar al indiferente o al adversario, que dejaba muy poco espacio a la meritocracia o al imperio de reglas justas, pudriendo totalmente las bases morales sobre las que se funda el sistema republicano de gobierno.
El gobierno de Fox (precedido por el de Ernesto Zedillo, quizás el mejor de la infinita era del PRI) intentaba eliminar ese peligroso desencuentro que existe entre los mexicanos y su Estado, pero el señor López Obrador, irresponsablemente, está provocando una catástrofe que puede conducir a la violencia. ¿Cómo? Desconociendo las sentencias de los tribunales y rechazando la legitimidad de las instituciones. Ya ha declarado que no reconocerá al gobierno de Felipe Calderón y piensa tomar las calles hasta hacer ingobernable al país. Ha convocado a una convención que se reunirá el 16 de septiembre con el objeto de iniciar una insubordinación general, ceremonia en la que dejará constituido un gobierno paralelo, desestabilizando al país mil veces más que el subcomandante Marcos y su pequeño ejército rural y semiindígena de falsos guerrilleros.
Evidentemente, AMLO está intentando provocar un enfrentamiento con las fuerzas del orden público y seguramente lo logrará. En algún momento, la Policía y el Ejército tendrán que desalojar a los amotinados, y no es difícil prever que la acción represiva, pese al cuidado que pongan los agentes, deje unos cuantos heridos o muertos sobre el pavimento. A partir de ese punto, ya nadie sabe lo que pueda suceder.
Estos papeles comenzaron con una remota referencia histórica para subrayar algo que nadie debe ignorar: no hay nada más frágil que la paz ciudadana ni estructura más débil que la de una república. La sociedad mexicana, en su inmensa mayoría, incluida una buena parte de los electores de AMLO, no quiere una revolución sangrienta, ni desea una ruptura violenta del orden institucional, pero probablemente ese estado de ánimo colectivo también era cierto en 1910, cuando se desató aquella vistosa carnicería que tanto cine, corridos musicales y leyendas nos dejara de herencia.
Al fin y al cabo, la larga dictadura de Porfirio Díaz, administrada por sus pintorescos «científicos», persuadidos de las virtudes del positivismo predicado por Augusto Comte -un francés medio loco, peligroso ingeniero social a mitad de camino entre el profeta y el revolucionario, al que los mexicanos y los brasileros se tomaron en serio-, había hecho prosperar a México notablemente y nadie podía prever que la nación estallaría en pedazos. AMLO debería darse cuenta que no debe jugar con fuego. Debería revisar la historia.

¿Democracia?

¿Democracia en Oriente próximo?/Por Marwan Bishara*
Y andamos otra vez a vueltas con lo mismo. En la rueda de prensa que dio la semana pasada, el presidente Bush ha vuelto a vendernos la causa de la democracia como justificación de la horrible violencia que azota Iraq y Líbano. Como presidente de la guerra, intenta minimizar la situación de caos y extremismo que padece una región hambrienta de estabilidad estratégica, moderación política y modernización económica, las tres cunas de la democracia.

La operación Democracia en Oriente Próximo está resultando ser una guerra larga que pretende fomentar los intereses imperiales. Se trata de una fusión de poder duro y blando, que aboga por las guerras preventivas e intervencionistas (incluyendo la reciente guerra israelí en Líbano) y el chantaje diplomático.

Los árabes creen que Washington está explotando la causa de la democracia como un ardid para expandir las intervenciones militares estadounidenses (e israelíes) en la gran región de Oriente Próximo. La pretenciosa guerra de Washington contra la tiranía proporciona a sus guerras un objetivo más importante, que mejora su prestigio en casa y sube la moral de sus tropas en el extranjero. La expansión de la democracia se convirtió en una de las prioridades de la agenda del Gobierno de Estados Unidos cuando se demostró que las justificaciones alegadas para iniciar la guerra de Iraq - las armas de destrucción masiva y la relación con Al Qaeda- eran erróneas.
No es de extrañar que la mayoría del pueblo estadounidense, como la mayoría del árabe, establezca una distinción entre la guerra en Iraq y la guerra contra el terrorismo, a pesar de que la Casa Blanca afirme lo contrario.

Resulta paradójico que los mismos demócratas y reformistas a los que el Gobierno del presidente Bush afirma defender hayan mostrado una actitud más crítica contra sus ansias de aventuras militares. El año pasado, un grupo de intelectuales dignos de todo crédito afirmó en un informe del PNUD (el tercero de una serie sobre el desarrollo del mundo árabe) que las guerras y la ocupación de Estados Unidos e Israel impedían el progreso y el establecimiento de la democracia en la región árabe.
Los regímenes árabes son los principales culpables de la falta de avances en las libertades políticas de la región, según el informe del PNUD. Sin embargo, a pesar de sus promesas de que iba a cambiar la política de Washington de la guerra fría (que consistía en entablar amistad con tiranos y regímenes autoritarios a cambio de petróleo barato, de la firma de provechosos acuerdos de ventas de armas y de apoyo estratégico), el Gobierno del presidente Bush depende aún más de la ayuda de estos dictadores en la guerra contra el terrorismo, lo que supone una mayor, y no inferior, opresión de todos estos pueblos.
Los sermones del presidente Bush sobre la democracia cada vez suenan más a cruzada imperial que a discurso moral. Su neoconservadurismo, al igual que el comunismo, el fascismo y otros -ismos,se está revelando como un tipo de mesianismo político que es más ideológico y menos universal en su significado y puesta en práctica. “Bush el Salvador”, afirmó un importante analista árabe famoso por sus opiniones liberales, se considera “un nuevo profeta” que corregirá los errores cometidos contra la creación de Dios. La corriente de opinión neoconservador, según la cual el totalitarismo es la causa primordial del terrorismo, ha perjudicado a los regímenes nacionalistas árabes y ha proporcionado munición a los grupos yihadistas. Al extender su influencia geodemocrática a Irán y Siria, el Gobierno Bush dará al traste con toda esperanza de estabilidad a largo plazo.
Por este motivo, si insiste en seguir adelante por este peligroso camino, la expansión militar estadounidense socavará la influencia política de Washington en los dirigentes moderados que deben hacer frente a un descontento en alza en sus propios países. Todas estas décadas de intervencionismo han aumentado la polarización entre los regímenes serviles y los partidos islamistas radicalizados, lo que ha beneficiado a estos últimos, y también han debilitado a todos aquellos grupos moderados y democráticos. En los últimos años, las reformas legislativas liberales emprendidas por países como Marruecos, Egipto y Kuwait han sido objeto de la oposición de grupos islamistas conservadores que poseen un gran número de seguidores. Si hoy en día se celebraran elecciones democráticas libres en países como Egipto, Siria, Arabia Saudí, Libia o Túnez, lo más probable es que el resultado fuera muy parecido a las celebradas en el 2005 en Palestina o, peor aún, a las de 1991 de Argelia, en las que el Frente Popular obtuvo la victoria y abrió el camino hacia una guerra civil que se ha cobrado decenas de miles de víctimas hasta el momento.
¿Significa esto que la democracia está condenada al fracaso en Oriente Próximo? Al contrario. La región árabe está más preparada que nunca para emprender una transformación y reforma política. Sin embargo, debe pasar por tres tipos de transformaciones para que los sistemas democráticos y las sociedades libres puedan asentarse.
En primer lugar, debe fomentar la modernización económica que permita el nacimiento de una clase media fuerte capaz de cultivar y defender la democracia y el libre mercado. Tanto Estados Unidos como Europa podrían ayudar mediante la creación de unas condiciones comerciales favorables y su renuncia a seguir siendo los banqueros de los dirigentes corruptos y de los monopolios estatales abusivos.
Estados Unidos acostumbra a olvidar que la democracia liberal es un invento de las clases medias industrializadas, que desempeñaron un papel fundamental en la mejora y expansión de los valores universales que se han ido perfeccionando durante los dos últimos siglos.
En segundo lugar, los árabes necesitan una reforma política. Para construir instituciones democráticas, otorgar poderes a la sociedad civil y mantener una judicatura independiente se requiere estabilidad y soberanía legítima ahí donde la autodeterminación colectiva se traduce en autodeterminación libre individual.
En último lugar, aunque no por ello menos importante, hay que llevar a cabo una reforma religiosa sin que exista una influencia extranjera coercitiva para destacar la interpretación humanista del islam, en lugar de la punitiva, utilizada por los islamistas conservadores.
Desde que en el siglo VII el califa Omar Ibn al Jatab advirtió que nadie tenía derecho a esclavizar a nadie después de que su madre lo hubiera dado a luz libre, los musulmanes se han mostrado muy divididos en lo referente a las libertades, y los reformistas han perdido fuerza después de cada intervención extranjera.
Los árabes, y sobre todo los demócratas, nunca se tomarán en serio el compromiso estadounidense con la reforma democrática (planteado como el gran reto del siglo XXI), mientras su política exterior siga siendo tiránica. Estados Unidos y Occidente tienen que desempeñar un papel constructivo y llevar a cabo una mediación pacífica para lograr establecer la democracia y fomentar el desarrollo de la región. Además, se les puede oír mejor cuando los cañones callan.
*Marwan Bishara, es profesor de la Universidad Norteamericana de París y autor de ´Palestine/ Israel: peace or apartheid´ (Zed Press) Traducción: Robert Falcó Miramontes
Tomado de La Vanguardia, 01/09/2006

Conflicto árabe-israelí

Cada vez peor/Felipe González, ex presidente del Gobierno español
Inmediatamente antes de que empezara esta nueva fase aguda del conflicto árabe-israelí, es decir, antes del secuestro de un soldado israelí en los territorios ocupados y de los acontecimientos dramáticos en el Líbano a partir del secuestro de otros dos soldados, tuve una discusión no querida por mí con el embajador israelí.
Estábamos realizando un seminario en Sevilla el primer día de junio en relación con el 20º aniversario del establecimiento de relaciones entre España e Israel. El grueso de la reflexión se situaba en torno a ese hecho histórico y su evolución. Me limité, intencionadamente, a contar algunos de los entresijos no conocidos de aquel proceso complejo de negociación a varias bandas, que culminó en enero del 86.
Acabada la exposición, un periodista de La Vanguardia quiso traernos a la realidad inmediata tras el triunfo de Hamás. No quise eludir la respuesta a los temas puestos sobre la mesa. Creía que era posible y conveniente el diálogo con Hamás, después de la elección libre y transparente de los palestinos. Asimismo afirmé que la Unión Europea no debía cortar la ayuda al pueblo palestino por esta elección, Finalmente, expresé mi convicción de que Israel no podía mantener una política unilateral para la solución de los problemas de fondo.

La indignada reacción del embajador israelí allí presente me obligó a recordar algunos datos históricos que personalmente había vivido para avalar la corrección -en mi criterio personal- de la postura que había expresado. Lamento decir que, tras este verano terrible en Gaza, Cisjordania y particularmente en el Líbano, no sólo no he cambiado de criterio sino que mi razonamiento ha ido más allá. De buena fe cabe hacerse la pregunta sobre lo que hubiera ocurrido si la política se hubiera basado en aquellas premisas que defendí.
Todo ha ido a peor en la zona, como fácilmente puede constatarse viendo la dinámica de guerra civil y enfrentamientos contra los ocupantes en Irak, o la tensión generada con Irán, no sólo la guerra en el Líbano. ¿Dónde están los síntomas que anuncian una nueva realidad de democracia y estabilidad en Medio Oriente? No estamos ante el parto de una nueva y mejor criatura, sino ante el aborto frustrante de un proceso de paz imprescindible.
La paz sigue siendo la condición necesaria, aunque no sea suficiente, para conseguir la estabilidad, el desarrollo y la libertad en la región. Si no hay paz, todo lo demás se frustrará una y otra vez. Y aunque no guste oírlo, y menos escucharlo, el epicentro de la paz y de la guerra sigue estando, como hace décadas, en la solución del problema palestino. La fuerza, la política unilateral basada en ella, y sólo en ella, no garantizará nunca la paz. Los otros conflictos son reales, sin duda, pero su encauzamiento hacia una solución se encadena una y otra vez al del epicentro. La guerra del Líbano es la prueba del nueve.
Hace un año, en la Universidad de Tel Aviv, y después en Ramala, recordé el empate infinito en el que se había instalado este problema. Antes con Arafat, ahora con Hamás, mañana con el que venga. Porque hay conflictos que escapan de la salida clásica de triunfo o derrota, vencedores y vencidos, y suelen ser los peores. En los extremos de la opinión y, a veces, del liderazgo de las partes enfrentadas se llega a instalar el discurso de la derrota total de adversario y, si crece la tensión, contamina a franjas amplias de la opinión con resultados cada vez peores.
¿Qué significaría el triunfo total de Israel sobre los palestinos que quieren recuperar su territorio y disponer de su propio Estado? ¿Desaparecería la comunidad palestina de Cisjordania y Gaza? ¿Israel sería ocupante perpetuo de territorios que no le pertenecen?
¿Qué significaría el triunfo total para los palestinos? ¿La liquidación del Estado de Israel y la desaparición de la comunidad judía? ¿La ocupación del territorio asignado a Israel como Estado?
Israel es más fuerte militarmente, pero no puede ganar por la fuerza. Esto no variará en el futuro. Los palestinos son más débiles y tampoco pueden ganar por la fuerza, ni hoy ni mañana. La conclusión es obvia: sólo un acuerdo respetuoso con las resoluciones fundamentales de la ONU traerá paz y estabilidad a palestinos e israelíes.
Todos los interlocutores se precipitan a responder que es eso lo que pretenden, pero en la práctica no es así.
La terrible guerra del Líbano, cuyo objetivo confesadoera liberar a dos soldados israelíes y derrotar a Hezbolá, ha puesto de manifiesto que el conflicto central, el israelo-palestino, tiene una onda expansiva regional inevitable.
Volveré a insistir, contra corriente, en la necesidad de que la comunidad internacional aborde, con el consentimiento de las partes, una solución global. Si Israel vuelve a las fronteras del 67 y los palestinos disponen de su propio Estado, con todas las consecuencias, podría exigirse a todas las partes implicadas reconocimiento recíproco y respeto a los acuerdos.
En los momentos actuales, más que nunca, el papel de la Unión Europea puede y debe ser relevante. Una vez más vemos las enormes dificultades para encarar responsabilidades en materia de paz y seguridad que vayan más allá de la disponibilidad a pagar los gastos de los destrozos que se producen. Sin embargo, contra pronóstico, ha ocurrido un hecho notable en relación con la situación en el Líbano. La Unión ha llegado a un acuerdo muy significativo para aportar más de la mitad del contingente de Naciones Unidas que se desplegará en el sur del país. Más notable aún si se tiene en cuenta que ni Gran Bretaña ni EE UU formarán parte de la operación.
Pero todo el mundo es consciente de que el del Líbano es un conflicto derivado y que la situación en los territorios ocupados sigue siendo explosiva. Por eso, el nuevo ministro de Exteriores italiano ha hablado de la necesidad de que la Unión Europea piense en la interposición, con mandato de la ONU, entre israelíes y palestinos, llegado el momento.
Si la hoja de ruta está muerta, como los Acuerdos de Oslo; si la comunidad internacional está de acuerdo en un punto mínimo: el Estado palestino; si los procesos de negociación llegaron hasta un punto casi definitivo con Clinton; si la Liga Árabe ofreció en su día un acuerdo sobre bases semejantes, ¿no ha llegado la hora de arrancar con una iniciativa fuerte que siente a todos en torno a un plan definitivo, como si se retomara el impulso de la Conferencia de Madrid de 1991?
Ésta debería ser la propuesta de la Unión Europea, legitimada hoy por su decisión respecto a la paz en el Líbano y siempre por ser la que más esfuerzos ha hecho para ayudar a los países de la región. Seguir parcheando ya no es posible, porque se reproducirán continuamente las situaciones de crisis. La solución global es inaplazable para una visión sensata de los intereses de los israelíes, de los palestinos y de los países árabes concernidos. Entonces sí se podría empezar a hablar de un nuevo Medio Oriente encaminado, desde la paz, hacia un horizonte más libre y próspero.
Toomado de El País, 01/09/06):

¿Una nueva Cuba?

Nuevos tiempos, ¿nueva Cuba?/Por Isel Rivero y Méndez*
Tomado de El PAÍS, 01/09/2006
He aquí que llegó el momento en que Fidel Castro dobló la rodilla y el tiempo, siempre puntual, tocó a su puerta. Ahora ¿qué?, se preguntan, especulan, académicos, disidentes, políticos, analistas, los medios de comunicación. ¿Habrá o no una transición pacífica? Pero qué transición, qué modelo, qué camino tomar.
Lo que sabemos a ciencia cierta es que el sistema como está no puede dar de sí mucho más. Compaginar inversiones sociales, modernización del ejército, mantenimiento de las redes de seguridad tanto civiles como militares, sin un sistema fiscal de impuestos es y ha sido el modelo puesto en práctica. Ésa, entre otras, ha sido la causa de la depauperación de las infraestructuras tales como transporte, vivienda y energía, sin mantenimiento posible y sin accesos ni posibilidades de entrar de lleno en una economía de mercado, anatema del sistema.

Hoy es el recorrido de "La novia de Culiacán"

Guadalupe Leyva, o mejor conocida como «Lupita, la novia de Culiacán» es una leyendas de de la capital del estado.  Este domingo 22 de dicie...