Un día después que el periodico español ABC publica un fuerte editorial: El golpismo cívico de (Andrés manuel) López Obrador.
El escritor Carlos Alberto Montaner escribe este 1 de septiembre: MEXICO Y EL FANTASMA DE LA REVOLUCION
La primera vez que un presidente de Estados Unidos se reunió con su colega mexicano fue en 1909. William Taft primero desayunó con el general Porfirio Díaz en un hotel de El Paso, Texas, y luego lo siguió hasta el edificio de la aduana en Ciudad Juárez, donde los mexicanos habían hecho reproducir un salón del palacio de Versalles para impresionar al mandatario americano con un almuerzo suntuoso servido en una vajilla de oro y plata.
Taft se sintió halagado. Era su primera gran maniobra diplomática. Díaz era el decano de los gobernantes del mundo. Llevaba treinta años en el poder y México parecía encaminarse en la dirección del progreso y el desarrollo. Bajo su mano férrea se había puesto fin a varias décadas de guerras civiles y caos. Los diarios que se ocuparon de reseñar la reunión describían a una nación organizada y feliz, atravesada por numerosos ferrocarriles eficientes, presidida por un anciano de ochenta años universalmente respetado. El país era el primer receptor de inversiones norteamericanas y ya apenas quedaban huellas de la guerra de mediados del XIX, cuando Washington le arrancó la mitad del territorio a su vecino de un mordisco imperial.
Todo era un espejismo. Unos meses más tarde, en 1911, tras la fuga precipitada de Díaz, precedida por alzamientos rurales y conspiraciones militares, México entraba en un periodo de convulsiones que duraría casi dos décadas, saldado con un país arrasado y una economía en ruinas que no recobraría los niveles de prosperidad prerrevolucionarios hasta aproximadamente 1935. Súbitamente, colapsaron las instituciones y se desplomó el gobierno. ¿Por qué? Aparentemente, por un supuesto fraude electoral que deslegitimó casi totalmente la presidencia de Porfirio Díaz y llevó a la insubordinación a una buena parte de la sociedad. En realidad, porque la distancia entre el Gobierno y el pueblo de México se había convertido en un abismo.
Afortunadamente, el año 2006 no es 1911. Vicente Fox, un demócrata consecuente, no es el dictador Porfirio Díaz, y no hay ninguna evidencia seria que indique que el presidente electo Felipe Calderón alcanzó la victoria mediante un fraude, pero Andrés Manuel López Obrador, el candidato derrotado, está comportándose como si él fuera Francisco I. Madero, el político que se negó a aceptar el triunfo trucado de Díaz, se declaró presidente y, sin proponérselo, le abrió la puerta a una guerra civil que acabó costándole la vida a él mismo, a cientos de miles de mexicanos y a una buena parte de la clase dirigente.
Pero si bien el México de principios del siglo XX es sustancialmente diferente al de principios del XXI, hay algo que no ha cambiado demasiado: entonces y ahora existía y existe un divorcio notable entre la sociedad y el Estado. Los mexicanos de hace un siglo, como los de hoy, no creen en la honradez de sus políticos, la eficacia de sus parlamentarios, la rectitud de sus jueces o la probidad de las fuerzas de orden público. Durante décadas, especialmente los setenta años de gobiernos del PRI, las relaciones entre gobernantes y gobernados se montaron sobre un sistema clientelista y prebendario, dedicado a premiar al cortesano y castigar al indiferente o al adversario, que dejaba muy poco espacio a la meritocracia o al imperio de reglas justas, pudriendo totalmente las bases morales sobre las que se funda el sistema republicano de gobierno.
El gobierno de Fox (precedido por el de Ernesto Zedillo, quizás el mejor de la infinita era del PRI) intentaba eliminar ese peligroso desencuentro que existe entre los mexicanos y su Estado, pero el señor López Obrador, irresponsablemente, está provocando una catástrofe que puede conducir a la violencia. ¿Cómo? Desconociendo las sentencias de los tribunales y rechazando la legitimidad de las instituciones. Ya ha declarado que no reconocerá al gobierno de Felipe Calderón y piensa tomar las calles hasta hacer ingobernable al país. Ha convocado a una convención que se reunirá el 16 de septiembre con el objeto de iniciar una insubordinación general, ceremonia en la que dejará constituido un gobierno paralelo, desestabilizando al país mil veces más que el subcomandante Marcos y su pequeño ejército rural y semiindígena de falsos guerrilleros.
Evidentemente, AMLO está intentando provocar un enfrentamiento con las fuerzas del orden público y seguramente lo logrará. En algún momento, la Policía y el Ejército tendrán que desalojar a los amotinados, y no es difícil prever que la acción represiva, pese al cuidado que pongan los agentes, deje unos cuantos heridos o muertos sobre el pavimento. A partir de ese punto, ya nadie sabe lo que pueda suceder.
Estos papeles comenzaron con una remota referencia histórica para subrayar algo que nadie debe ignorar: no hay nada más frágil que la paz ciudadana ni estructura más débil que la de una república. La sociedad mexicana, en su inmensa mayoría, incluida una buena parte de los electores de AMLO, no quiere una revolución sangrienta, ni desea una ruptura violenta del orden institucional, pero probablemente ese estado de ánimo colectivo también era cierto en 1910, cuando se desató aquella vistosa carnicería que tanto cine, corridos musicales y leyendas nos dejara de herencia.
Al fin y al cabo, la larga dictadura de Porfirio Díaz, administrada por sus pintorescos «científicos», persuadidos de las virtudes del positivismo predicado por Augusto Comte -un francés medio loco, peligroso ingeniero social a mitad de camino entre el profeta y el revolucionario, al que los mexicanos y los brasileros se tomaron en serio-, había hecho prosperar a México notablemente y nadie podía prever que la nación estallaría en pedazos. AMLO debería darse cuenta que no debe jugar con fuego. Debería revisar la historia.
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