Infiernos tibetanos/ Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China, CASA ASIA-IGADI
Publicado en EL CORREO DIGITAL, 26/03/09;
Esta vez, el régimen chino no fue pillado por sorpresa. El cincuenta aniversario de la huida del Dalai Lama y el primero de los graves disturbios de marzo del pasado año cuando miles de tibetanos afearon la celebración olímpica haciéndole perder la cara a China ante el mundo, han sido contestados oficialmente con numerosas iniciativas, destacando una doble ofensiva. En primer lugar, reforzando el control de las fronteras tibetanas y en las áreas claves del Tíbet histórico (que incluye vastas áreas de las provincias de Qinghai, Gansu y Sichuan). En segundo lugar, impulsando una frenética actividad propagandística destinada a reivindicar no sólo la pertenencia a China de Tíbet sino el carácter profundamente democrático de la liberación promovida por el Ejército Rojo frente a la esclavitud vigente en la teocracia del Dalai Lama. El próximo día 28 de marzo se celebrará, por primera vez, el Día de la Emancipación de los Siervos, declarada jornada inhábil. El Dalai Lama ha denunciado que Pekín creó en Tíbet un infierno en la tierra y las autoridades chinas replicaron divulgando en masa las imágenes del infierno feudal existente durante el gobierno de los lamas.
Si algo han demostrado los cincuenta años transcurridos es que por muy fuerte e intenso que haya podido ser el dominio chino, el problema tibetano subsiste. Es verdad que con la política de reforma y apertura iniciada en 1978 han llegado otros tiempos a Lhasa. Atrás quedaron los excesos y atrocidades de la Revolución Cultural, padecidos por el conjunto de la sociedad china. El cambio de estrategia apuesta por el desarrollo y la plena integración de Tíbet en el espacio económico de China. En paralelo, la protección cultural y religiosa y su orientación hacia el turismo, con la realización de grandes inversiones en los últimos años, no ha seducido a los tibetanos generando una auténtica ola de estupefacción entre la mayoría han, que no comprende ese rechazo a la modernidad proveniente de Pekín. El riesgo de folclorización de su cultura preocupa poco a quienes sólo ven en ella motivo de negocio.
Pero el problema central sigue vigente. La autonomía tibetana va poco más allá del mero simbolismo. Todos saben que en el Partido-Estado, es el primero quien impone sus reglas, aspirando a controlarlo todo, incluyendo la reencarnación de los dignatarios budistas para asegurar su docilidad. El PCCh ha emitido un decreto prohibiendo las reencarnaciones que no cuenten con su aprobación. El Panchen Lama elegido por Pekín declaraba recientemente al visitar una exposición en el Palacio Cultural de las Nacionalidades de la capital china que «sin el Partido Comunista Chino, más de un millón de siervos tibetanos no habrían conocido jamás la dignidad humana o la libertad».
Frente a la incomprensión que genera su política, los dirigentes chinos no parecen haber encontrado aún mejor solución que la represión, confiando, pacientemente, en que esa modernidad vaya erosionando la coraza religiosa que hoy preserva la identidad tibetana. Y, en paralelo, confiando en que la hipotética muerte del Dalai Lama (73 años) genere una amplia ola de dispersión y confusión entre sus seguidores, lo que facilitaría, junto a la creciente presencia demográfica, un asentamiento pleno de su poder en la zona. Poco importa que el Dalai Lama tenga la ventaja de controlar a los sectores más radicales de su movimiento y frenar la tendencia a la violencia que anida en quienes rechazan su ‘vía media’. El recurso al terror deslegitimará del todo la causa tibetana.
El diálogo con los representantes del Dalai Lama no ha dado resultado alguno y no parece previsible que pueda darlo a corto plazo. El primer ministro Wen Jiabao reiteró su disposición a seguir dialogando, pero al mismo tiempo se deshace en duras acusaciones que a modo de palos en la rueda precipitan su fracaso. Todo indica que se trata únicamente de mostrar cierta buena fe destinada a desarmar la crítica exterior, a quien se acusa en el Libro Blanco sobre los 50 años de democracia en Tíbet, publicado hace unas semanas, de atizar el conflicto con el propósito de «debilitar, dividir y demonizar a China». La neutralidad en relación al problema tibetano se erige hoy como la condición ’sine qua non’ para poder cooperar con China, en un esfuerzo por contener la amplia proyección internacional de la cuestión tibetana. Todo un mensaje dirigido especialmente a la UE, donde se han abierto fisuras en este tema con el apoyo del Parlamento europeo y de países como Francia.
En ese contexto, hoy resultan impensables iniciativas como la anunciada por Hu Yaobang, secretario del PCCh en 1980, quien prometía en Lhasa una progresiva sustitución de los cuadros de la mayoría han por los tibetanos en la administración de los asuntos de esta nacionalidad. China, claramente a la defensiva, no encuentra otra solución que la construcción de esa ‘Gran Muralla’ propuesta por Hu Jintao en las sesiones parlamentarias que culminaron el pasado 13 de marzo.
La unidad nacional tiene en China matices propios, derivados de un empeño unificador que pretende cerrar las heridas de un doloroso proceso de decadencia histórica. Toda la relativa flexibilidad que aún nos puede mostrar en relación a Taiwán nunca la podremos observar en relación a Tíbet (o a Xingjiang) si ello pone en duda la firmeza de su proyecto. Pekín no parece dispuesto a rectificar un ápice su política, ciertamente capaz de someter los brotes de hostilidad tibetana pero gravemente incapaz de suscitar un mínimo de lealtad social entre sus gentes.
Si algo han demostrado los cincuenta años transcurridos es que por muy fuerte e intenso que haya podido ser el dominio chino, el problema tibetano subsiste. Es verdad que con la política de reforma y apertura iniciada en 1978 han llegado otros tiempos a Lhasa. Atrás quedaron los excesos y atrocidades de la Revolución Cultural, padecidos por el conjunto de la sociedad china. El cambio de estrategia apuesta por el desarrollo y la plena integración de Tíbet en el espacio económico de China. En paralelo, la protección cultural y religiosa y su orientación hacia el turismo, con la realización de grandes inversiones en los últimos años, no ha seducido a los tibetanos generando una auténtica ola de estupefacción entre la mayoría han, que no comprende ese rechazo a la modernidad proveniente de Pekín. El riesgo de folclorización de su cultura preocupa poco a quienes sólo ven en ella motivo de negocio.
Pero el problema central sigue vigente. La autonomía tibetana va poco más allá del mero simbolismo. Todos saben que en el Partido-Estado, es el primero quien impone sus reglas, aspirando a controlarlo todo, incluyendo la reencarnación de los dignatarios budistas para asegurar su docilidad. El PCCh ha emitido un decreto prohibiendo las reencarnaciones que no cuenten con su aprobación. El Panchen Lama elegido por Pekín declaraba recientemente al visitar una exposición en el Palacio Cultural de las Nacionalidades de la capital china que «sin el Partido Comunista Chino, más de un millón de siervos tibetanos no habrían conocido jamás la dignidad humana o la libertad».
Frente a la incomprensión que genera su política, los dirigentes chinos no parecen haber encontrado aún mejor solución que la represión, confiando, pacientemente, en que esa modernidad vaya erosionando la coraza religiosa que hoy preserva la identidad tibetana. Y, en paralelo, confiando en que la hipotética muerte del Dalai Lama (73 años) genere una amplia ola de dispersión y confusión entre sus seguidores, lo que facilitaría, junto a la creciente presencia demográfica, un asentamiento pleno de su poder en la zona. Poco importa que el Dalai Lama tenga la ventaja de controlar a los sectores más radicales de su movimiento y frenar la tendencia a la violencia que anida en quienes rechazan su ‘vía media’. El recurso al terror deslegitimará del todo la causa tibetana.
El diálogo con los representantes del Dalai Lama no ha dado resultado alguno y no parece previsible que pueda darlo a corto plazo. El primer ministro Wen Jiabao reiteró su disposición a seguir dialogando, pero al mismo tiempo se deshace en duras acusaciones que a modo de palos en la rueda precipitan su fracaso. Todo indica que se trata únicamente de mostrar cierta buena fe destinada a desarmar la crítica exterior, a quien se acusa en el Libro Blanco sobre los 50 años de democracia en Tíbet, publicado hace unas semanas, de atizar el conflicto con el propósito de «debilitar, dividir y demonizar a China». La neutralidad en relación al problema tibetano se erige hoy como la condición ’sine qua non’ para poder cooperar con China, en un esfuerzo por contener la amplia proyección internacional de la cuestión tibetana. Todo un mensaje dirigido especialmente a la UE, donde se han abierto fisuras en este tema con el apoyo del Parlamento europeo y de países como Francia.
En ese contexto, hoy resultan impensables iniciativas como la anunciada por Hu Yaobang, secretario del PCCh en 1980, quien prometía en Lhasa una progresiva sustitución de los cuadros de la mayoría han por los tibetanos en la administración de los asuntos de esta nacionalidad. China, claramente a la defensiva, no encuentra otra solución que la construcción de esa ‘Gran Muralla’ propuesta por Hu Jintao en las sesiones parlamentarias que culminaron el pasado 13 de marzo.
La unidad nacional tiene en China matices propios, derivados de un empeño unificador que pretende cerrar las heridas de un doloroso proceso de decadencia histórica. Toda la relativa flexibilidad que aún nos puede mostrar en relación a Taiwán nunca la podremos observar en relación a Tíbet (o a Xingjiang) si ello pone en duda la firmeza de su proyecto. Pekín no parece dispuesto a rectificar un ápice su política, ciertamente capaz de someter los brotes de hostilidad tibetana pero gravemente incapaz de suscitar un mínimo de lealtad social entre sus gentes.
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