17 may 2009

Nuevas leyes para la violencia de Estado

Nuevas leyes para la violencia del Estado/CARLOS MONTEMAYOR (Ensayo)
Revista Proceso (
www.proceso.com.mx), 1698, 17 de mayo de 2009;
En este nuevo fragmento de su libro de próxima publicación, Antes y después del 68, Carlos Montemayor analiza los aspectos del entramado legal que justifican la violencia de Estado y criminalizan la inconformidad social en México. En un repaso crítico de los códigos penales en distintas épocas y circunstancias, el escritor e investigador detecta, entre otras aberraciones jurídicas, dos rasgos perniciosos: el uso político del Ministerio Público y la ambigüedad en la redacción de leyes…
La violencia de Estado en México ha asumido, a lo largo de su historia, variantes que han ido más allá de los grupos de choque y las masacres; también se ha impulsado como acción legal. No me refiero a la suspensión general de garantías previstas en numerosas constituciones políticas modernas para casos de guerra, desastres naturales o emergencias sociales.1 Me refiero a la formulación de leyes que conducen de manera expedita a la criminalización de la inconformidad social. Dos supuestos son esenciales en esta violencia: primero, el uso político del Ministerio Público; segundo, la ambigüedad en la redacción de las leyes que pudieran asentar como delitos autónomos con penalidad propia sólo tentativas o intenciones que por fuerza interpretarán políticamente los impartidores de justicia.
En el siglo XX, el ejemplo más destacado de esta violencia fueron los delitos llamados de disolución social. Se crearon con la reforma al Código Penal del 30 de octubre de 1941 y con la iniciativa promovida por el Ejecutivo federal el 15 de enero de 1951. Surgieron en el contexto de la Segunda Guerra Mundial para penalizar la infiltración de agentes no nacionales que pudieran difundir ideas, programas o planes de acción de “cualquier gobierno extranjero” que afectaran la estabilidad o soberanía del Estado mexicano. Sin embargo, nunca se acusó de este delito a extranjeros, sólo a mexicanos: fue útil para reprimir a numerosos líderes obreros, campesinos, magisteriales y estudiantiles. El delito se derogó en 1969, a partir de una de las peticiones del movimiento estudiantil del 68 y de la propuesta que el entonces presidente de la República planteó al Congreso de la Unión en su informe presidencial del 1 de septiembre de 1968. 2
Al terminar el siglo XX y al iniciarse el siglo XXI empezó a incluirse en varios códigos penales del país una variante peculiar del delito de privación ilegal de la libertad. Miguel Ángel Granados Chapa lo ha llamado, en las páginas de Proceso, secuestro equiparado.3 En las reformas al Código Penal Federal publicadas en 2009, el artículo 366 (I,b) alude a la modalidad del delito de privación ilegal de la libertad con el propósito de: “Detener en calidad de rehén a una persona y amenazar con privarla de la vida o con causarle daño, para que la autoridad o un particular realice o deje de realizar un acto cualquiera”.
En el crimen organizado, el delito de privación ilegal de la libertad se extiende por un tiempo indefinido, con riesgo de la pérdida de vida o inminente daño del secuestrado, y tiene como objetivo obtener una recompensa económica a cambio de la liberación de la víctima. Esta privación de la libertad se equipara tendenciosamente con la reacción de ciudadanos que exasperados ante la negativa o negligencia oficial retienen por algunas horas a funcionarios públicos en oficinas donde se planteaban los reclamos o peticiones reiteradamente desatendidas para obtener la atención de una autoridad superior que solucione el conflicto o la petición social. En el caso del crimen organizado, se tipifica y castiga un delito; en el otro, se criminaliza una exasperación ciudadana y se le hace equiparable al secuestro no por su naturaleza análoga, sino por las condenas con que se le castiga.
Tal delito de nuevo cuño ha llevado a sentencias aberrantes en casos tan notorios como el de la señora Jacinta Francisco Marcial, indígena ñahñu de la comunidad de Santiago Mexquititlán, en Querétaro, vendedora de aguas frescas, condenada a 23 años de prisión después de un proceso de tres años en el que no contó con la asistencia de un intérprete de su lengua, acusada de haber secuestrado a cinco agresivos y corpulentos agentes federales de investigación cuando destrozaban brutalmente el tianguis de su poblado.4
Otros casos aberrantes de este nuevo delito son las condenas de tres comuneros de San Salvador Atenco, Ignacio del Valle, Felipe Álvarez y Héctor Galindo, arrestados como consecuencia de la represión ya comentada en páginas anteriores a esa comunidad del Estado de México. A los tres se les condenó a 67 años y medio de prisión y al primero de ellos, el líder más señalado, se le acumuló otra condena de 45 años: en total, 112 años y medio. Considerados reos de alta peligrosidad, se encuentran recluidos en el penal del Altiplano.5
Decíamos que la redacción de tal fracción del artículo 366 es intencionalmente ambigua. Primero, el “rehén” de ciudadanos no escuchados no recibe amenazas de privación de la vida ni de daño; segundo, ese “rehén” es siempre un funcionario público que ha desatendido requerimientos ciudadanos durante largo tiempo; tercero, no se le retiene para que ningún particular “realice o deje de realizar un acto cualquiera”; cuarto, se le retiene para que una autoridad de jerarquía superior actúe de una precisa manera: resolver una problemática social que el funcionario se ha negado a atender y solucionar. La redacción de la ley oculta intencionalmente el contexto social de esos actos y los sitúa en otro distorsionado y ajeno.
El punto esencial de manipulación legal no está en la comprobación efectiva, como prueba procesal, de que se haya amenazado al rehén con privarlo de la vida o de causarle daño, lo que debería de modificar el razonamiento de los procuradores e impartidores de justicia, sino la intención de que “la autoridad realice o deje de realizar un acto cualquiera”. En otras palabras, las conductas de reclamo ciudadano a los funcionarios que no resuelven peticiones sociales son igualadas a los propósitos del crimen organizado. Se trata de una criminalización de la inconformidad social.
Otro delito de formulación reciente en la legislación mexicana se relaciona muy de cerca con el secuestro equiparado también por el punto de que “la autoridad realice o deje de realizar un acto cualquiera”. En abril de 2007, el Senado consideró como una forma de modernización de las leyes en México reconocer el delito de terrorismo. La ley estadunidense lo definió como la “violencia premeditada, políticamente motivada y llevada contra objetivos no combatientes por grupos subnacionales o agentes clandestinos” y el terrorismo internacional como el “que involucra a los ciudadanos o el territorio de más de un país”.6 En septiembre de 2001, el Departamento de Estado dio a conocer en Estados Unidos el Informe global sobre terrorismo, que identificaba a veintinueve organizaciones terroristas en todo el mundo. De ellas, catorce eran de tendencia extremista islámica y contaban con algún tipo de apoyo abierto o encubierto de gobiernos de países como Afganistán, Siria, Líbano, Irán o Libia. El informe del Departamento de Estado presentaba en las fichas de cada una de estas organizaciones su descripción, sus principales actividades, su fuerza estimada, su área de operaciones y sus apoyos externos. Según ese informe, las organizaciones fundamentalistas islámicas habían aumentado su actividad por el estallido de la violencia en el conflicto palestino-israelí en septiembre de 2000, dato relevante porque el informe apuntó que la mayoría de ellas tenían a Israel y a Estados Unidos como sus principales blancos.
Hasta aquí, desde la perspectiva estadunidense, la esfera del terrorismo está integrada por organizaciones concretas, ennumerables y provistas de ideologías específicas. Su desplazamiento y movilidad, no sólo su capacidad de fuego, forman parte del “peligro terrorista”. Por ello, en el informe de 2007 sobre Terrorismo en el hemisferio occidental que el Departamento de Estado dio a conocer el 30 de abril de 2008, se precisa la cooperación que esperaba Estados Unidos de México y Canadá: frenar la amenaza del tránsito terrorista; el informe refirió que México y Canadá fueron asociados claves en la guerra contra el terrorismo y en la seguridad nacional de Estados Unidos. La cooperación con estos países ha sido amplia y profunda, a todos los niveles de gobierno y prácticamente en todas las agencias, en iniciativas varias. Al reconocer la amenaza del tránsito terrorista, México ha trabajado con Estados Unidos para mejorar la seguridad en materia de aviación, de fronteras, marítima y de transporte, para asegurar infraestructura crítica y combatir la financiación del terrorismo.
Así las cosas, explicadas desde la experiencia estadunidense, veamos ahora la redacción que adoptó el capítulo VI de la última reforma del 26 de junio de 2008 al Código Penal Federal de nuestro país:
Artículo 139.- Se impondrá pena de prisión de seis a cuarenta años y hasta mil doscientos días de multa, sin perjuicio de las penas que correspondan por los delitos que resulten, al que utilizando sustancias tóxicas, armas químicas, biológicas o similares, material radioactivo o instrumentos que emitan radiaciones, explosivos o armas de fuego, o por incendio, inundación o por cualquier otro medio violento, realice actos en contra de las personas, las cosas o servicios públicos, que produzcan alarma, temor o terror en la población o en un grupo o sector de ella, para atentar contra la seguridad nacional o presionar a la autoridad para que tome una determinación.
La misma sanción se impondrá al que directa o indirectamente financie, aporte o recaude fondos económicos o recursos de cualquier naturaleza, con conocimiento de que serán utilizados, en todo o en parte, en apoyo de personas u organizaciones que operen o cometan actos terroristas en el territorio nacional.
Artículo 139 Bis.- Se aplicará pena de uno a nueve años de prisión y de cien a trescientos días multa, a quien encubra a un terrorista, teniendo conocimiento de sus actividades o de su identidad.
Artículo 139 Ter.- Se aplicará pena de cinco a quince años de prisión y de doscientos a seiscientos días multa al que amenace con cometer el delito de terrorismo a que se refiere el párrafo primero del artículo 139.
El texto de este articulado es defectuoso en varios aspectos. De entrada, no hay una atribución sustantiva que identifique el delito: se le define por el temor o terror que puede “producir en la sociedad o en un sector de ella”; en los artículos 139 bis y tercero, por el contrario, dan por sentado una definición sustantiva que no se especificó en los primeros párrafos del artículo y se refirieren ya a “terroristas” y a “actos terroristas”. En la definición estadunidense se destaca la caracterización de fuerzas combatientes clandestinas o no regulares, que atacan a contingentes no militares, sino civiles. En la reforma mexicana no hay una categorización así.
El empleo agresivo de algunas de las armas y sustancias químicas y tóxicas enlistadas en la primera parte del artículo 139 pueden tipificarse como delitos en sí mismos; no requieren el contexto del terrorismo ni la correlación, no establecida en esta ley, por supuesto, con organizaciones impugnadas por el gobierno estadunidense. Pero se trata de un retroceso legal, primero, por la ambigüedad de este texto: “que produzcan alarma, temor o terror en la población o en un grupo o sector de ella”. La alarma, el temor o el terror los producen la presencia del ejército o de los cuerpos policiacos en operativos de cateos ilegales y represivos; los produce, igualmente, la militarización de varios estados de la República por la lucha contra el narcotráfico; los producen el crimen organizado, los robos, secuestros y asesinatos seriales. El rasgo que tipifica a las organizaciones que Estados Unidos considera como terroristas no es el terror que producen, pues, sino la descalificación política con que se les proscribe. Por ello, el gobierno estadunidense puede enlistar como terroristas a organizaciones fundamentalistas islámicas o de extrema izquierda, muchas, hemos dicho, particularmente opuestas a intereses israelíes y estadunidenses.
El rasgo más objetivo para calificar de terrorista una acción armada, empero, decíamos, no se integra en la reforma del 25 de junio de 2008 del Código Penal mexicano, a saber: “la violencia premeditada, políticamente motivada y llevada contra objetivos no combatientes” por grupos subnacionales o clandestinos. La reforma mexicana es un retroceso legal por referirse al terrorismo como una fuerza que busca “presionar a la autoridad para que tome una determinación”. En México han venido presionando a todo tipo de autoridades, con magníficos resultados, “para que tomen una determinación”, las élites financieras e industriales del país, el sistema bancario que ha dejado de ser mexicano, los consorcios trasnacionales de alimentos y de hidrocarburos, los gobiernos de Estados Unidos, la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Ante esta presión real para que las autoridades “tomen una determinación”, la presión de los terroristas parece una broma. Esto sería, al menos, la parte blanca del caso. La parte riesgosa es la tentación de confundir, como en el secuestro “equiparado”, el término “terrorismo” con la inconformidad ciudadana.
Para abundar en este asunto, retomo algunas viejas notas. Por ejemplo, pocos días después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington la agencia noticiosa Reuters explicó su rechazo a aplicar la palabra “terrorista” a individuos, organizaciones o actos, ya que la definición de quién es o no un terrorista dependía de una interpretación subjetiva. “Lo que para alguien es un terrorista, para otro es un luchador por la libertad”, explicó Stephen Jukes, editor en Washington de esa agencia.
El 18 de septiembre de ese año de 2001, los corresponsales norteamericanos de La Jornada Jim Cason y David Brooks se preguntaban: “¿Quién es un ‘terrorista’?”. Recordaron que 16 años antes Nelson Mandela y su Congreso Nacional Africano eran considerados terroristas por el gobierno de Estados Unidos. En cambio, los guerrilleros mujaidines de Afganistán, entre cuyas filas estaba el entonces “héroe” Osama Bin Laden y, particularmente, Ahmed Ul Haqia, al que los talibán fusilaron a finales de octubre del 2001, fueron caracterizados como “luchadores por la libertad”. En 1985, el entonces presidente Ronald Reagan invitó a la Casa Blanca a los líderes mujaidines, a quienes patrocinaba la Agencia Central de Inteligencia (CIA) para que lucharan en Afganistán contra la ocupación soviética. En ese momento, el presidente Reagan elogió esa lucha como una campaña contra el “imperio del mal” y declaró que los mujaidines afganos eran “el equivalente moral de los próceres de Estados Unidos”.
Poco después, cuando estos “próceres” dejaron de luchar contra los soviéticos, se convirtieron en el prototipo de los terroristas. ¿Por qué? Porque el término “terrorista” no explica, sólo identifica por descalificación a grupos proscritos utilitariamente. Así Estados Unidos distorsiona selectivamente las luchas de resistencia en el mundo; así los rusos distorsionan la lucha de resistencia en Chechenia y los israelíes distorsionan la lucha de resistencia de los palestinos.
El terrorismo no es una conducta ni un atributo específico de un individuo o grupo social, salvo en las grandes producciones cinematográficas de Hollywood. No existen terroristas, existen redes de crimen organizado a escala regional o internacional en contrabando de armas, narcotráfico, migrantes o prostitución,
por mencionar algunos ejemplos, y también organizaciones de resistencia política regional, campesina o urbana que se ven obligadas a adaptarse a diferentes condiciones de lucha local, regional o incluso internacional. El análisis de estas organizaciones armadas tendría que ser político, económico o social. O también militar, ya que el contrabando de armas puede alcanzar en breve nichos tan sofisticados como las armas químicas y las cabezas nucleares.
Tarde y mal, pues, el Senado quiso que México aceptara como algo comprobable y unívoco el término terrorismo para reducir y cegar la comprensión de procesos sociales que se viven con otra dinámica en nuestras regiones y en el extranjero. El “terrorismo”, como el viejo delito de “disolución social”, y ahora el del secuestro equiparado, diseñados para proteger a la autoridad que no atiende ni resuelve peticiones sociales reiteradamente denegadas, abren en México las puertas a una nueva oleada de represión selectiva en procesos sociales que nada tendrían que ver con el terrorismo, pero sí con la inconformidad ciudadana. Criminalizar la protesta social despeja el camino a más crímenes de Estado en el siglo XXI.
Notas
1. En 1974 Diego Valadés publicó un estudio muy ilustrativo de estos temas en gran parte del siglo XX: La dictadura constitucional en América Latina, Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México, 1974.
2. Sobre los argumentos y propuesta del presidente Gustavo Díaz Ordaz para la discusión y posible derogación de los artículos sobre Disolución Social a propósito del movimiento estudiantil de 1968, véase la transcripción de estos pasajes del informe presidencial del 1 de septiembre de 1968 en Alfonso Corona del Rosal, Mis memorias políticas, editorial Grijalbo, México, 1995, pp. 224-225. Pueden consultarse tres artículos sobre el tema, uno de ellos, el de Sergio García Ramírez, más doctrinal e histórico; los otros más relacionados con los riesgos actuales de resurgimiento de los delitos de disolución social: Sergio García Ramírez, reseña a Academia Mexicana de Ciencias Penales, Los delitos de disolución social, ediciones Botas, 1ª. edición, México, 1969, pp. 166, en
http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/boletin/cont/9/bib/bib6.pdf;
Diego Valadés, Estado de sitio permanente, en http://www.el-universal.com.mx/editoriales/39288.html/
y Octavio Rodríguez Araujo, ¿Regreso al pasado?, en http://www.jornada.unam.mx/2007/07/26/index.php?section=opinion&artide=016a1pol.
3. Véase el ilustrativo artículo de Miguel Ángel Granados Chapa, Secuestro equiparado, esa infamia, revista Proceso número 1688, marzo de 2009, pp. 22-23.
4. Véase el sitio http://centroprodh.org.mx/index1.htm. Y entrar al centro Pro.
5. Véase el sitio http://www.atencolibertadyjusticia.com/
6. Me he ocupado de este análisis en extenso en el ensayo El terrorismo y el 11 de septiembre de 2001, incluido en La guerrilla recurrente, op.cit., pp. 117-158, y en Chiapas, la rebelión indígena de México, op.cit., pp. 15-26. Más adelante retomo parte de estos planteamientos.

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