15 may 2011

Vicente Leñero a la Academia de la Lengua

Jaime Labastida, presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, invistió como miembro de número a Vicente Leñero, quién  ahora ocupa la silla XXVIII que dejó vacante, con su muerte Víctor Hugo Rascón Banda.
Durante la ceremonia celebrada en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes, donde se dieron cita todos los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua, así como la familia, amigos de Leñero, Miguel Ángel Granados Chapa hizo un recuento de la formación académica y carrera literaria de su gran colega, hoy académico de la lengua. Miguel Angel  fue el encargado de responder el discurso del nuevo miembro de la Academia y lo hizo con un texto titulado “Fe en la escritura”; en él, paso a paso, delineó la carrera de Leñero que al mismo tiempo que estudiaba ingeniería en la UNAM, cursaba periodismo en la Escuela Carlos Septién García. 
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Leñero y un nuevo teatro nacional
Revista Proceso # 1802, 15 de mayo de 2011
Un texto de alrededor de 20 cuartillas constituyó el discurso de entrada a la Academia Mexicana de la Lengua por parte del escritor Vicente Leñero, el jueves 12. El tema escogido por él, quien ha dedicado su vida a las palabras en los más diversos géneros literarios, fue el del teatro. En seguida se reproducen fragmentos de su discurso, al que dio respuesta Miguel Ángel Granados, cuyas palabras estuvieron dedicadas a evocar las diversas etapas de la vocación literaria y periodística del nuevo académico.
Tuvo que cambiarse la sede para recibir al escritor Vicente Leñero como miembro número XXVIII de la Academia Mexicana de la Lengua: en lugar de la encerrada Sala Manuel M. Ponce se optó por el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes, que la noche cálida del jueves 12 lució repleto de un público que a lo largo de dos horas siguió la ceremonia puntualmente. Y que rompió su solemnidad cuando tanto el autor de Los albañiles como su colega periodista Miguel Ángel Granados Chapa –encargado de contestar su discurso– soltaron algunas ironías y recurrieron a la anécdota y al humor.
Algo más trastocó el aire aparentemente docto que la gente se hace cuando escucha el nombre de Academia Mexicana de la Lengua, y ese fue el propio discurso de Leñero, quien no hizo disquisición alguna en torno al lenguaje correcto o incorrecto, sino más bien centró la temática en la realidad teatral mexicana, para lo cual hizo un repaso histórico desde el siglo XIX. Y todo ello para apuntar dos realidades: la primera, el embate que sufrió el texto de autor teatral de manos de los directores de escena hacia finales del siglo pasado y, la segunda, su consecuencia actual, el renacimiento de ese mismo autor encarnado en una nueva dramaturgia que ya se aloja en las recientes generaciones, más empeñadas también en la búsqueda, como lo hacen sus colegas cineastas, de las propias historias de la realidad nacional, “sin chauvinismos”.
De ahí que Leñero, al recordar a su antecesor en el sitial XXVIII de la Academia, otro dramaturgo como él, Víctor Hugo Rascón Banda, especificara su papel dentro de la creación e impulso de esa Nueva Dramaturgia Mexicana:
 “Pero ya estoy aquí, asentándome en la silla de mi entrañable amigo Víctor Hugo Rascón Banda, desaparecido hace apenas tres años. Me honra su estafeta, no sólo por lo trascendente de nuestra amistad, sino porque él representó como dramaturgo –representa aún– la figura más importante de una generación: la llamada por Guillermo Serret la Nueva Dramaturgia Mexicana, impelida a vigorizar frente a la tiranía de los directores de escena la imprescindible tarea de escribir para el teatro.”
De ahí que su discurso lo titulara En defensa de la dramaturgia. Por ello, y porque su trabajo de ingreso desembocó en una preceptiva literaria y escénica del nuevo teatro.
“Leñero es nuestro dramaturgo más importante y nuestro gran abanderado del teatro, sin él nuestro teatro estaría derrotado, y este discurso suyo es prueba de ello”, dijo al término de la sesión a Proceso Ignacio Solares, dramaturgo a su vez, novelista y director de la Revista de la Universidad de México de la UNAM, quien cada mes publica la buscada columna de Leñero, Lo que sea de cada quién.
Primera llamada
Varios retratos de académicos presidieron la sesión, pero el central era de Juana Inés de la Cruz. Tras la apertura por parte del poeta Jaime Labastida, presidente de la Academia, Leñero pasó a leer su texto, que dividió en las tres clásicas llamadas del teatro. Y en la inicial sí que comenzó como un académico al señalar:
“El diccionario de la Academia de la Lengua Española define al dramaturgo en términos escuetos: autor de obras dramáticas, y a la dramaturgia como sinónimo de dramática. La dramática es llamada también poesía dramática, quizá porque en el pasado era la poesía –en verso o en prosa, sobre todo en aliento– la expresión dominante de quienes escribían para el teatro. Tales autores eran poetas, poetas dramáticos, y sus obras se denominaban dramas; palabra imprecisa por la doble acepción que le otorga el diccionario: obra perteneciente a la poesía dramática, en general, o género específico de la dramática que comparte su clasificación con la tragedia, la comedia, el melodrama, la farsa… Para resolver la posible confusión, Rodolfo Usigli utilizó la palabra pieza –pieza en lugar de drama– que hoy, en la insana manía de clasificarlo todo, utilizan los autores nacionales cuando no logran decidir en qué género encasillar sus textos. En lugar de acotar simplemente: obra en dos actos o drama en dos actos, escriben pieza en dos actos, y problema resuelto.
“También se producen confusiones con la palabra teatro por las múltiples acepciones que le otorga la Academia: edificio o sitio destinado a la representación de obras dramáticas, práctica en el arte de representar obras dramáticas, literatura dramática… y alguna más. Me detengo en la tercera acepción –teatro como literatura dramática– no sólo por caprichoso retobo, sino porque forma parte de algunos problemas que intento plantear en este discurso: el de diferenciar subrayadamente la dramaturgia del fenómeno de la representación teatral.
“Entiendo la literatura dramática, la escritura de una obra en particular, como un fenómeno anterior al de su puesta en escena, de algún modo independiente a éste. Pertenece por tanto, en su origen, más al ámbito de la literatura que al del arte escénico. Como escritura literaria merece ser valorada pese al recelo con que suelen considerarla los editores cuando rechazan la publicación de un libro de este género diciendo: ‘el teatro no se vende’.
“Cierto es que las obras dramatúrgicas –si es válido llamarlas también así– están orientadas desde su concepción al montaje en un foro, sin lo cual no se cumplen cabalmente, pero existen antes como literatura, y como literatura de peculiar gramática las aprecia o desprecia el lector en potencia. Son una propuesta para que el lector potencial realice de manera imaginaria su personal puesta en escena, como lo hará luego un director escénico con la ventura de magnificarlas o la desventura de malinterpretarlas, tal como sucede con lamentable frecuencia.
“En esta línea de pensamiento puede decirse que conocemos la dramaturgia de Shakespeare, no el teatro de Shakespeare. La dramaturgia de Ibsen, no, por desgracia, el teatro de Ibsen, de los griegos, del Siglo de Oro… Y aunque la arqueología teatral y los estudios antropológicos se esfuerzan por hacernos avizorar cómo se llevaban a escena las obras del pasado, resulta imposible percibirlas en toda la complejidad impuesta por las técnicas arquitectónicas, escénicas, actorales de los tiempos pretéritos. Imposible saber también con precisión cómo esas técnicas condicionaban la escritura de los dramaturgos de entonces.
“Conocemos sus obras, no lo que se hizo con ellas en un foro.
“La dramaturgia es perdurable. El teatro es efímero.
“Se antojaría por eso –al margen de las múltiples acepciones académicas de la palabra teatro– que las obras del maestro Rodolfo Usigli, con ánimo de citar un ejemplo, se editaran como Dramaturgia completa y no Teatro completo.”
El conflicto
Su defensa del teatro continuó al desmenuzar la pugna final que los directores levantaron contra el teatro como literatura a finales del siglo XX:
“Hacia la mitad de los años sesenta del siglo XX, como eco o como rebote de los fenómenos que se habían comenzado a manifestar en el teatro europeo algunos años antes, se produjo en México una intensa y a veces escandalosa colisión en las equilibradas relaciones que parecían mantener los trabajos del dramaturgo y los del director de escena.

“Dueño hasta entonces de la máxima autoridad en materia teatral, motor de todo el fenómeno escénico desde su planeación hasta su realización última, el dramaturgo se vio de pronto desplazado por el violento impulso que otorgaba al director de escena el bastón de mando: no sólo de la tarea del montaje en cada puesta en un foro, sino de las políticas teatrales que habrían de regir el proceso cultural a través de las instituciones significativas.

“(…) Departamentos de teatro, escuelas de teatro, publicaciones de teatro, dejaron de estar encabezadas por los dramaturgos para ser ahora cotos de los directores.”

Pero el eje de su tesis no se empantanó en la queja. Por el contrario, Leñero señaló el cambio ocurrido, para decir:

“Han transcurrido 50 años de esa explosión arrolladora de la puesta en escena, del teatro espectáculo, del teatro clásico redescubierto, del teatro extranjero como única posibilidad meritoria, y apenas en los años setenta y ochenta se alcanzó a percibir, débilmente, una dramaturgia nacional que pugnaba por ser tomada en cuenta como auténtico suceso artístico.”

Se trató, dijo, de un movimiento universal que se fue dando “obras tras obras, no de golpe” al que “se suman y se siguen sumando los dramaturgos mexicanos”:

“Un movimiento que insta a los directores de escena no sólo a deponer su tiranía sino a convertirse en compañeros de ruta del fascinante viaje de la experimentación.”

La preceptiva
Señaló entonces, ya como un académico, algunas propuestas para explicar “esa búsqueda realista” por la cual transita ya el nuevo teatro mexicano, como las siguientes:

“Documentos. El manejo textual, rigurosamente textual, de documentos históricos o periodísticos para ese teatro documental que renueva el viejo teatro histórico dislocado a veces por la ficción.

“Situación o historia. El dramaturgo elige entre contar una historia con la complejidad que implica los lugares, el tiempo, los personajes en evolución o plantear simplemente una situación en el presente. La situación ocurre en consecuencia y con unidad de tiempo. El tiempo interno de la obra es el mismo tiempo vivido por el espectador en el teatro.

“En el relato de una historia el dramaturgo no necesita forzosamente de oscuros ni de división en actos para marcar el paso de las horas o los días. Las acciones escénicas, los desplazamientos, la gestualidad son los responsables de producir el efecto que impulsa el tiempo a transcurrir.

“El lugar de la acción. El dramaturgo no tiene por qué diseñar o describir las escenografías donde ocurrirán sus hechos; eso compete al escenógrafo. El dramaturgo sólo establece el sitio, el lugar de la acción suele anteceder a la creación de una obra. La dispara en la imaginación cuando el escritor elige un espacio dónde ubicar a sus posibles personajes.

“(…) Palabras y silencios. Exacerbación de parlamentos y diálogos que se prolongan para generar intencionalmente ansiedad, tensión. Lo mismo para los silencios prolongados de personajes que no hablan, no porque los obligue a callar el autor, sino porque no quieren o no pueden hablar. Abolición del monólogo, casi siempre inverosímil en un realismo estricto. Tolerancia con el soliloquio cuando se le justifica.”

Un nuevo camino, en fin, “no para ganar la inmortalidad o el aplauso del mundo”, cerró Leñero, sino, “si acaso, para sentir la ilusión de que se captura por unos instantes el fugacismo presente de la vida que vivimos aquí”.

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