15 may 2011

El reportaje de la Turati en "Proceso"

Familias en busca del cadáver perdido...
Marcela Turati
Revista Proceso # 1802, 15 de mayo de 2011;
Con la ola de narcoviolencia en el país se incrementan alarmantemente los asesinatos, pero también las desapariciones forzadas, que torturan a las familias: el duelo se acumula cada día y no se desahoga mientras no se halle a la persona o su cadáver; las oficinas gubernamentales funcionan como bases de extorsionadores y los mutilados por una ausencia tienen que revisar montañas de restos humanos porque creen reconocer un pie, un brazo o los jirones de una prenda ensangrentada.
Se les vio pasar por el Distrito Federal recorriendo una estación más de su propio vía crucis.
Las familias que buscan a uno o varios de sus integrantes desaparecidos hicieron una parada en las oficinas centrales de la Procuraduría General de la República (PGR), donde tuvieron que volver a contar la historia que les machuca el corazón todos los días y dejar muestras de sangre para cotejarlas con la de los casi 200 cadáveres desenterrados en Tamaulipas.
Antes de la Semana Santa a varios de ellos les tocó hacer otra parada en la morgue de Matamoros, y las semanas anteriores fueron condenados a vagar por otros anfiteatros, husmear en carreteras, peinar baldíos, tocar puertas de procuradurías y comisiones de derechos humanos, recurrir a videntes, rentar avionetas, contratar buzos, pagar a estafadores, recorrer cementerios clandestinos, visitar noticiarios, pegar pósters con letreros de “ayúdanos a encontrarlo”, desempolvar callejones, caminar por cerros y dejar cartas al presidente.
¿Qué no hace uno para buscar a un hijo, a un padre, a una hermana?, explican estas familias que desde el extravío se hicieron nómadas.
 “Venimos de Puebla, mi hermano desapareció en la terminal de Reynosa. Iba con dos muchachos a Estados Unidos pero ya nunca contestaron en sus celulares. El 20 de abril hizo un año de esto, desde entonces hemos estado pidiendo información en Reynosa, fuimos a la procuraduría, al consulado, a migración, al gobierno, a servicios periciales, y ahora nos mandaron a la PGR”, explica, en un relato similar al del resto, Santa Ramos López, hermana del desaparecido Basilio, un taxista de 53 años.
La mujer y su cuñado están bajo el toldo amarillo que sirve como protección contra el clima, habilitado en el exterior de la PGR con una veintena de sillas, a manera de sala de espera. Las familias reunidas tienen a su disposición un garrafón de agua para saciar la sed. Sólo eso. Este lugar no tiene comparación con el campamento improvisado por ciudadanos anónimos en Matamoros a raíz del hallazgo de los casi dos centenares de cadáveres, donde durante un mes recibieron a los foráneos que querían hacerse la prueba de ADN y les dieron consuelo, comida caliente, los acompañaron con rezos y los cuidaron como a queridos parientes.
La antesala de la PGR es una estación más dentro de la dolorosa ruta del maltrato institucional al que son sometidas las familias que buscan a los suyos.
 “En Acayucan (Veracruz) ya buscamos por todos lados y los del gobierno dieron a mi suegro por perdido. La última vez que su hermana fue a la procuraduría le dijeron: ‘señora, ya ni le mueva porque luego va a pagarla usted’, así que cuando escuchamos que habían traído unos cuerpos y rescatado a otros vivos vinimos a ver si aparece mi suegro”, dice en la espera una joven veracruzana. A su lado, sus dos hijos hastiados juegan a pelearse.
Maltrato, extorsión, indiferencia
La primera estación del vía crucis que recorren estas familias que penan en vida ocurrió cuando se enteraron de la desaparición; el día que, así, sin más, su ser querido no regresó a casa. La segunda fue al intentar denunciar la pérdida, cuando les pidieron que esperaran 72 horas para ver si el o la extraviada aparecía, y después de ese lapso no hubo Ministerio Público que quisiera llenar un acta con su caso o darse por enterado. En algunos casos las propias autoridades les recomendaron no buscar. 
 “Cada 10 días íbamos del Distrito Federal a Coahuila para entregar nuevos papeles sobre mi hijo, nuevas pruebas que podían ayudar a localizarlo, hasta que nos dimos cuenta de que nada de lo que llevamos había sido integrado al expediente, así que nos cansamos y empezamos a investigar por nuestra cuenta”, relató en otro momento la madre del ingeniero civil defeño José Antonio Robledo Fernández, desaparecido en Monclova en enero de 2009 con la complicidad de tránsitos municipales.
En este sexenio de la narcoviolencia la Comisión Nacional de los Derechos Humanos ha recibido 5 mil 397 denuncias de ausencia o extravío, pero ese número no da cuenta real de la dimensión del problema, ya que muchas personas no son atendidas en los ministerios públicos y otras tantas no se atreven a denunciar.
La ruta de la familia que busca a uno de los suyos pasa por la impunidad, el maltrato institucionalizado y el discurso oficial estigmatizador –el mentado “en algo malo andaba”– y queda a merced de otros delitos, como la extorsión. De eso dejan constancia los testimonios recogidos por Proceso en distintas ocasiones.
 “A nosotros, de la PGR nos sacaron 150 mil pesos por buscar a mis hijos. Un señor Juan Calva, recomendado por la PGR, nos pidió dinero para hacer unos viajes y contactos con los que supuestamente tenían a mis hijos, nos dijo que ya los tenía contactados, que los tenían en un campamento, pero que necesitaba más dinero. Pero como no nos lo regresó dejamos de creerle y no nos queda más que encomendarnos a Dios”, explicó el empleado del IMSS Arturo Román Medina.
Él es padre de Natanael Arturo y Josué Arcel Román García, jóvenes defeños secuestrados en agosto, a la altura del municipio tamaulipeco de San Fernando, cuando regresaban de compras en McAllen.
–¿Cómo cayó en la extorsión?
–Es que si te dicen que lo resuelven cierras los ojos –explica.
Ese no es el único testimonio recabado por Proceso sobre las estafas. Un ama de casa de Gómez Palacio, Durango, relató que después de la desaparición de su esposo, cuyo nombre pidió reservar, la contactó un hombre que dijo ser militar y le aseguró que podría rescatarlo.
 “Me dijo que él tenía contactos para localizarlo. Luego me llamó, me dijo que lo tenían trabajando en Zacatecas, que le mandara más dinero para contactarlo, y me tuve que endrogar para darle. Desapareció cuando ya no le pude dar más dinero”, dice la señora de 50 años.
Además de esa mala experiencia, mucho morboso se le arrimó para informarle de los terrenos baldíos donde los sicarios acostumbran tirar difuntos. Ella miró cadáveres en las morgues, donde –agradece a Dios– nunca encontró a su marido; confía en que está vivo porque lo tienen trabajando a la fuerza.
Cuando las familias constatan que las procuradurías de justicia no abren investigaciones ni mandan oficios a sus pares y se rehúsan a abrir expedientes, hacen sus propias búsquedas y tapizan postes callejeros y edificios de gobierno con fotocopias donde muestran fotografías del o de la ausente, y señalan el lugar de su desaparición y sus rasgos.
Muchas veces comienzan a recibir llamadas de gente interesada en “ayudarles”, lo mismo abogados que chamanes o adivinos.
“Cuando me leen la mano han visto que (a mi esposo) lo tienen trabajando, que no lo dejan venir, lo ven sembrando mariguana, dicen que está bien, con vida, en un lugar como si fuera una sierra. Y no le miento, como siete que leen la mano me lo han dicho”, dijo la joven Nancy Lorena, esposa de Vicente Rojo, un ecatepequense que desapareció con otros 11 vendedores de pintura en carreteras de Coahuila.
La ruta de las familias está minada por burlas, lo mismo de conocidos que sugieren asomarse a una presa, una fosa o un lago donde podrían estar los cadáveres, que de funcionarios insensibles con los que tienen que lidiar.
“Hubo días que hasta me daba miedo de salir a la calle porque la gente me hacía preguntas o me empezaba a decir ‘seguro a tu esposo lo tienen Los Zetas, le van a echar ácido, te van a mandar su cabeza’. Y en la escuela se burlaban de mis niñas”, dice hecha llanto la esposa del jornalero guanajuatense Felipe de Jesús Tapia, desaparecido en marzo pasado en las carreteras de San Luis Potosí cuando iba con siete compañeros hacia Estados Unidos.
 “Señora, ¿su hijo andaba bien? ¿Segura que no andaba en drogas? ¿Se daba buena vida? ¿Gastaba mucho?”, es la batería de preguntas que la contadora Yolanda Morán enfrenta cada vez que interpone una nueva denuncia para buscar a su hijo Dan Jeremeel Fernández, ejecutivo de afore levantado por militares en Torreón.
Por el estigma que cargan las víctimas de ser las responsables de su suerte, al momento de dar entrevistas los familiares tienen que aclarar previamente la vida honrada del secuestrado, como en el siguiente testimonio recogido en Tamaulipas: “Es contador, se llama Carlos Valdemar Martínez, tiene 24 años, es gente decente, está en el Seguro Social. Nomás no llegó a la casa. No tuvimos dónde denunciar, si no hay ley: no hay MP ni policía ni tránsito. ¿A quién íbamos a acudir?”.
“Ya no le mueva”
 “El camino de la impunidad que tienen que seguir las familias se convierte en  otro hecho retraumatizante. Son revictimizados cuando van al MP y les preguntan en qué andaba, esos señalamientos estigmatizantes y de forma despectiva, donde quieren dejarlos como NN (ningún nombre o no name) y negarlos de un nombre y una historia. De instancia en instancia hacen un recorrido por la mentira permanente, donde tienen que revivir muchas veces el momento de la desaparición y volver a contar su historia. Y ni siquiera cuando les dicen que encontraron los cuerpos saben si es o no, porque ni con el ADN pueden estar seguros de la identidad”, señala Clemencia Correa, psicóloga experta en atención a violaciones a los derechos humanos, entre ellas la desaparición forzada.
Los argumentos que los familiares reciben en las procuradurías, y que comparten en las entrevistas, son similares: “Señora, seguro su marido la dejó por otra”; “deje de buscarlo, no ponga en riesgo a su familia”; “¿por qué insiste, qué no sabe que tenemos muchos casos como el suyo?”; “seguro su hija se escapó con el novio”; “ya no le mueva”.
El mismo maltrato reciben las familias que buscan a algún funcionario o trabajador del Estado que está extraviado. Como en los casos del marino Paolo César Cano Montero, desaparecido en octubre, en Lázaro Cárdenas, o el de los ocho policías federales y el chofer que los transportaba, desaparecidos en 2009 en Ciudad Hidalgo; ambos casos en Michoacán.
Las familias de estos últimos, además de que batallaron para que la Policía Federal comenzara a buscarlos, soportaron diferentes versiones, todas ellas crueles, sobre su destino final. Un día fueron llevados por las autoridades a la presa de Apatzingán para observar la búsqueda fallida que emprendieron unos buzos para ubicar los restos, en otro los citaron en Querétaro para hacerles pruebas de ADN y verificar si unos cuerpos calcinados eran los de sus parientes.
En el examen todos salieron negativos, excepto uno, el del suboficial Vázquez Hernández. La policía mandó a su esposa una carroza fúnebre. Ella estuvo a punto de aceptar el cuerpo, pero en cuanto su cuñado vio el cadáver des­cubrió que el muerto tenía la dentadura completa y no le faltaban ocho dientes como a su hermano. A pesar de la evidencia, la familia tuvo que comparecer en dos juzgados y hacerse más pruebas de ADN, porque a fuerzas querían entregarle ese cadáver ajeno.
 “Lo reconocí por su zapato”
Cada vez que más cuerpos son hallados o se descubre una fosa clandestina o las noticias dan cuenta de rescates de secuestrados, las familias reviven su tragedia.
Como la madre del adolescente Raúl García Sauceda, que afuera de la morgue de Matamoros mostraba un periódico donde se veían cuatro cuerpos destrozados que se hallaron en la carretera. Señaló uno de ellos con el cráneo aplastado, al que apenas alcanzaban a distinguírsele la nariz y la boca.
 “Yo pensé que era mi hijo, se parece bastante, mire sus brazos, lo que queda de la cara… Pero ya pedí ver al muerto y no era: mi hijo calzaba del 13 y este muertito calzaba chiquito, y no tiene las 14 puntadas de cuando se cortó cuando estaba chiquito”, dijo con aparente dureza. Su Raúl estudiaba contabilidad en el CBTIS hasta el día que viajó con dos amigos por la carretera maldita Matamoros-Nuevo Laredo, que engulle gente.
Su madre realizó el mismo itinerario para indagar por su cuenta su paradero pero, por poco, no salió bien librada: “No había nada de vigilancia: puro huerco en camionetotas vigilándote, con chaleco cruzado. En Reynosa, bajándote del bus te siguen. Allá no hay Semefo ni vigilancia, ni oxxos ni gente ni nada. Tuve que agarrar un taxi y hacerme loca con el taxista hasta que llegamos a la capilla a ver al muerto, pero no era mi hijo”.
Cuando supo del arribo de los cuerpos desenterrados en San Fernando se volvió a inquietar pensando que quizá su Raúl estaba entre ellos, solito, esperando a que lo reclamara.
 “No sé por qué vine si yo siento que no es ninguno de los cuerpos que tienen ahí, porque uno como madre presiente, pero no estaría a gusto pensando: ¿y si estaba y no fui? Siempre me sentiría mal”, contó al salir de la morgue, cuando los primeros cadáveres eran trasladados al Distrito Federal.
Los relatos de los familiares sobre lo que llegan a hacer para buscar a un ser querido parecen increíbles y sólo pueden ser explicados por los lazos de la sangre y las leyes del amor.
“Casi dos años lo busqué. Me caminé toda la carretera federal, me asomé a todas las cunetas, me he metido a todos los callejos. Fui a Taxco, Chilpancingo, Iguala, Acapulco (…) Gracias a Dios ya lo encontré; lo reconocí en el periódico de hoy por su zapato”, relató una madre mientras esperaba en la morgue de Chilpancingo, a donde acudió a buscar entre los 55 cadáveres rescatados en la mina de Taxco, en mayo del año pasado.
¿Qué no han intentado estas familias? Varias han viajado a la capital a sacar citas con el presidente o con su esposa. Otros han intentado aparecérsele en alguna gira, como Claudia Soto, la esposa del veterinario Isaías Uribe Hernández, detenido con otro colega por militares en Torreón y con paradero desconocido desde 2008. Ella intentó acercarse a Calderón un 12 de mayo en una gira que hizo a Coahuila, pero el Estado Mayor Presidencial no la dejó avanzar. En cambio, un señor que se presentó como secretario del mandatario le pidió que le entregara a él los documentos sobre el caso y le dio un número de teléfono donde le informarían novedades. Pero el número resultó falso. Nunca le con­testaron; ella se siente burlada.
 “Cuando asesinan a alguien, es doloroso, pero puedes saber qué le pasó, enterrarlo y sabes que está ahí el cuerpo. La desaparición de un ser querido es la incertidumbre permanente de si está vivo o muerto, el nunca poder estar tranquilo, no puedes enterrarlo, se vive un duelo alterado, es una herida permanente que no cierra”, explica la psicóloga Correa, profesora del posgrado en derechos humanos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
 “Yo no tengo ánimos de ir de paseo, se nos acaba el gusto de vivir”, explica la mamá del ingeniero Robledo Fernández, desaparecido en Monclova.

Este dolor de la incertidumbre que no deja vivir explica que a la PGR sigan llegando familias que quieren saber si los restos de su ser querido están entre los cuerpos almacenados en la morgue del Distrito Federal, aunque su desaparición ocurriera en Veracruz, Michoacán o Hidalgo.
En la fila para el cotejo de ADN, el papá de Guillermo Martínez –un campesino treintañero originario de Atlacomulco y capturado “por encapuchados” en una carretera de San Luis Potosí– resume: “Los medios dicen que están sacando muchos muertos y yo tenía ya la sensación de que entre ellos estaba mi hijo. Ya quiero salir de esta pesadilla. Dicen que los muertos de aquí no coinciden con mi muchacho, ni la camisa ni la altura ni cómo visten, pero me hice la prueba a ver si sale algo, porque esto que estamos pasando es muy desgastante. Nos están dando muerte lenta”.  l
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…y cadáveres en búsqueda de identidad
Marcela Turati
Los anfiteatros del país se están llenando hasta el tope de desconocidos. Víctimas de la guerra contra el narcotráfico, levantados, exhumados de las narcofosas... es mínimo el número de los que han sido identificados y entregados a sus familias. Su destino es la fosa común y el olvido... Expertos de la ONU visitaron México en marzo y en su informe evidenciaron las fallas institucionales en el tema de la identificación de desaparecidos: no hay políticas ni planes para buscar personas ni coordinación entre procuradurías ni legislación para atender el problema ni protocolos para la exhumación ni cifras reales.
La segunda cámara de refrigeración del Servicio Médico Forense del Distrito Federal está cerrada con candado. De día sólo accede a ella personal de la Procuraduría General de la República (PGR). En los seis pisos de literas de acero yacen, metidos en bolsas blancas, 116 cuerpos hallados en las fosas de San Fernando, Tamaulipas, y que no han sido identificados.
La bóveda vecina lleva un ritmo normal: recibe un promedio de 14 cadáveres diarios (la mayoría de capitalinos muertos en accidentes) que el mismo día son reclamados por sus familiares. Cada quincena los no reclamados son condenados a la fosa común o donados a escuelas de medicina. Sólo el año pasado 450 cuerpos corrieron esa suerte.
La tercera cámara del edificio está vacía: sus anchas charolas podrían recibir los 201 cuerpos extraídos recientemente de Durango.
Aunque la morgue del Distrito Federal fue diseñada para albergar hasta 400 cuerpos (“para casos de desastres naturales o accidentes masivos, un metrazo, un avionazo”, explica el funcionario que guía el recorrido), ahora se usa para responder al desastre humanitario originado por la violencia extrema que ha condenado al entierro a cientos o miles de personas en las llamadas narcofosas, como las de Durango y Tamaulipas.
Desde Semana Santa la ocupación de esta morgue no recae en los muertos tradicionales sino en las víctimas de la narcoviolencia. Y no están todas. Sólo 120 ejecutados de los 179 desenterrados en Tamaulipas fueron traídos a este anfiteatro porque ningún otro tenía capacidad de albergar a tantos.
Ahí siguen esos cuerpos en espera de que una prueba de genética les devuelva su identidad. También están pendientes de los resultados cientos de familias que desde que comenzó la violencia han acudido a diferentes procuradurías estatales y a la federal a dejar sus muestras de ADN para recuperar al familiar levantado.
El hallazgo de las fosas de San Fernando fue hace cinco semanas y sólo cuatro de los cadáveres (tres guanajuatenses y un tlaxcalteca) han sido reconocidos y entregados a sus familiares.
El año pasado recorrieron la misma ruta de San Fernando al DF los restos de los 72 migrantes asesinados por Los Zetas. De ellos, 14 siguen sin identificar y están en una cámara refrigerante en Toluca.
La fosa común podría ser el destino de muchas personas buscadas por sus familiares si el Estado mexicano no atiende los señalamientos de expertos internacionales y nacionales que urgen a crear un programa nacional de búsqueda de personas desaparecidas, que uniforme protocolos de procedimientos, investigaciones y bases de datos.
El desorden reinante en este tema fue evidenciado por el Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre las Desapariciones Forzadas o Involuntarias (GTDFI), tras su misión de marzo aquí, cuando señaló que hay un “patrón crónico de impunidad”, que unas 3 mil personas habrían desaparecido este sexenio y el Ejército es una de las instituciones señaladas por este delito.
En respuesta, la Secretaría de Gobernación y la cancillería, en conferencia de prensa conjunta, rechazaron el informe de la ONU y culparon a los expertos de desconocimiento.
Sin embargo, anteriormente la Corte Interamericana de Derechos Humanos, al enjuiciar al Estado mexicano por la desaparición de mujeres, ya había exigido cambiar los procedimientos de búsqueda de personas desaparecidas.
 “Lo primero es que México reconozca la dimensión del problema de desapariciones. De hecho, el número de fosas que se están encontrando y el número de cuerpos demuestran que el problema de desapariciones tiene una dimensión muy grande”, dice a Proceso el argentino Ariel Dulitzky, miembro del grupo de trabajo de la ONU.
El documento surgido de la visita de los expertos internacionales puso al descubierto las fallas institucionales en el tema: falta de políticas y planes para buscar personas, nula coordinación entre procuradurías, ninguna legislación para atender el problema, carencia de protocolos claros y homogéneos para la exhumación e identificación de cadáveres, ausencia de cifras reales sobre el número de desaparecidos, poca capacidad de servicios técnicos forenses y escaso presupuesto.
 “Creemos que este es un problema que en muchos casos se atribuye al crimen organizado sin haber hecho una investigación seria, completa e imparcial”, dice a este semanario.
Desastre nacional
Según se desprende del informe de la ONU y de entrevistas con expertos, la cadena de impunidad comienza cuando las familias llegan al Ministerio Público a denunciar una desaparición y les piden que esperen 72 horas para ver si el delito se concreta. Pasado ese lapso los funcionarios abren un acta circunstanciada y piden datos sobre el ausente (los formularios son distintos en cada estado) pero el caso pasa a un limbo jurídico en el que el peso de las investigaciones recae sobre los denunciantes.
 “Es una monserga: cada estado dispone de los restos como quiere, hace los estudios que quiere, no hay una política nacional definida. Si a los estados les da la gana le pasa a la federación las muestras del ADN que tienen o le dan datos sobre los cuerpos, y la SSP, la CNDH y la PGR tienen sus propios bancos de datos con denuncias de personas desaparecidas.
“Cada autoridad hace lo que le da la gana y eso no da resultado, sólo prolonga la angustia de la gente”, señala Alma Gómez, designada por la organización Justicia para Nuestras Hijas para acompañar y asesorar al Equipo Argentino de Antropología Forense que de 2005 a 2010 trabajó para el gobierno de Chihuahua por presión de las familias de las víctimas de feminicidio.
En la entrevista con Proceso, recordó la falta de coordinación de las autoridades responsables de investigar los feminicidios que –por diferencias partidistas– condenaron a algunas familias a no encontrar a sus hijas porque el gobierno estatal no quería prestarle al federal los cuerpos para contrastarlos con las pruebas genéticas.

Agregó que con el equipo argentino se estableció un software que concentró las muestras genéticas de los familiares, las características de los buscados y los resultados de los laboratorios donde el ADN era procesado, que permitía establecer qué víctimas tenían perfiles similares a los restos hallados.
Este sexenio, según la CNDH, han sido denunciados 5 mil 397 casos de personas extraviadas o desaparecidas. En ese lapso los servicios médicos forenses han enviado a las fosas comunes a 8 mil 898 personas no identificadas.
 “En este tema hay cifras negras, sobre todo porque la ciudadanía no siempre denuncia pues ha perdido credibilidad en las instituciones o por miedo”, reconoce el director general del Programa Especial de Presuntos Desaparecidos, Tomás Serrano, al establecer que quizá los datos que tiene son menores a los reales.
Con base en reportes periodísticos, el organismo nacional establece que de 2004 a 2011 han sido halladas 63 fosas clandestinas en el país, de las que han sido extraídos mil 2 cadáveres (un seguimiento periodístico del diario Reforma registró 156 fosas en 22 estados y el Distrito Federal durante la administración calderonista). Los restos han sido hallados en cenotes, lagunas, presas, tiros de minas, tambos con ácido o entierros masivos.
Apenas la semana pasada, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos firmó un convenio con los estados para que sus procuradurías compartan las denuncias que reciben sobre desapariciones y los expedientes de las exhumaciones y los asesinatos.
Como no hay una única instancia que compile los casos de desapariciones o proporcione información a los familiares de las víctimas, éstas emprenden un eterno peregrinaje por todo el país para preguntar en distintas instituciones. El hallazgo de cada fosa clandestina y la posibilidad de que la persona extraviada esté ahí sólo prolonga su angustia. El traslado de cadáveres a otros estados, como en el caso de Tamaulipas al DF, aumenta la incertidumbre.
La Red de Familiares de Desaparecidos del Norte ha recibido información de que en algunos estados los funcionarios cobran hasta 30 mil pesos a la gente que solicita pruebas de ADN cuando no comparten información genética.
 “Es preocupante que los cuerpos que vienen de un mismo lugar sean separados en distintas morgues, porque esa dispersión crea un caos al darle seguimiento a los cuerpos: ¿a dónde van, quién los maneja, cómo se guardaron las evidencias encontradas a su lado al momento de la exhumación, dónde quedan las ropas y los expedientes que los acompañaban?
“Cada Semefo cambia de código a cada cuerpo según su propio registro, y se pierde”, advierte en entrevista con Proceso un perito forense que pidió el anonimato.
De fosa en fosa
 “La estrategia (de exhumaciones) se basa en el conocimiento del problema. Si no sabes a quiénes y a cuántos estás buscando mejor déjalos donde están, sería absurdo exhumar de esas fosas comunes porque corro el riesgo de volver a desaparecer a alguien a quien saqué, porque no sé quién es ni tengo los medios de saber quién es (...) Exhumar es fácil, identificar es lo difícil”, advierte Pablo Baraybar, director del Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF).
Puso a la antigua Yugoslavia como ejemplo: aunque fueron rescatados miles de cadáveres de fosas comunes, se mantuvieron anónimos, sus familias siguen buscándolos porque no se hizo el trabajo previo de recabar datos de los capturados.
El experto forense que testificó en los tribunales penales internacionales para Ruanda y Yugoslavia señaló que antes de excavar debe hacerse un trabajo previo: la recopilación de los llamados datos ante mortem; es decir, las fichas con los datos de cada persona a buscar, donde se consignan datos personales –cómo era, cómo vestía, a dónde se dirigía, qué enfermedades tuvo, si tenía un diente roto o se rompió un hueso, si tiene un familiar contra quien podamos compararlo genéticamente– y en paralelo, los resultados de las muestras de ADN de los familiares que pudieran servir para identificar un cuerpo.
El antropólogo forense se sorprendió de que en México no se tengan establecidos los patrones de dónde desaparece la gente ni se atiendan las denuncias de extravíos en tiempo real.
“La gente no desaparece ni se desvanece en el aire; la secuestran o la llevan a un lugar. Si las procuradurías se mantienen desvinculadas entre sí y nadie monitorea si ocurrió en tal comunidad y si fue producto de narcotráfico y si no hay una respuesta rápida, los perpetradores lo seguirán haciendo. Por eso hay que establecer su modus operandi, quiénes son los que lo hacen, qué hacen con las víctimas que te permita intervenir cuando se llevan a alguien y obligarlos a cambiar de táctica”, dice.
Puso como ejemplo el caso de Filipinas, donde los ciudadanos que atestiguan un levantón envían un mensaje de texto a una computadora que cataloga la información y obliga a las autoridades a responder inmediatamente.
El EPAF es un equipo independiente de profesionistas peruanos similar a los creados en Guatemala y Argentina para investigar violaciones a los derechos humanos y desapariciones masivas. En Colombia los identificadores de cadáveres son funcionarios de instituciones en las que confía la ciudadanía.
Claudia Rivera, directora de operaciones de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala señala que el gobierno mexicano debería empezar a mapear las “zonas rojas” donde pudiera haber fosas e ir armando una base de datos nacional de personas desaparecidas.
 “No puedes buscar cuerpos a lo loco sin tener una idea de a quiénes estás buscando (…) Es importante ubicar las narcofosas antes a través de testigos y de sobrevivientes o por fotografías aéreas, como las que se tomaron en Bosnia, donde puedes comparar cómo era la orografía del terreno y si hubo movimiento de tierra o huellas de tractores”, dice la antropóloga de la reconocida organización.
En teoría, en México ya existe un sistema que permitiría detectar esos entierros clandestinos. Lo opera la Secretaría de Seguridad Pública, se llama Plataforma México y es un sistema que permite, en tiempo real, observar lo que ocurre en cualquier punto del país a través de imágenes satelitales y de las cámaras instaladas en carreteras y ciudades. Pero un funcionario de la SSP –quien pidió el anonimato– afirma a Proceso que se usan sólo para ubicar cargamentos de droga, no para localizar personas.
Los expertos entrevistados hacen distintas sugerencias.
Una, la firma de un convenio internacional del gobierno mexicano y la ONU o la Cruz Roja Internacional para que un equipo de forenses internacionales trabaje como observador de sus pares mexicanos, como ocurrió en Colombia y Jamaica, y negocie métodos de trabajo y protocolos para evitar errores en las exhumaciones e identificaciones de los cuerpos.
Otra: crear un instituto para la búsqueda de personas desaparecidas, con presupuesto propio, como el que existe en la antigua Yugoslavia. Otra más: la creación de un equipo mexicano de antropólogos forenses, independiente, con expertos destacados, o invitar a México a las organizaciones internacionales que ya existen para garantizar que más personas desaparecidas sean encontradas.

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