25 jun 2011

La pasión de Concha Urquiza

La pasión de Concha Urquiza
Javier Sicilia
La Jornada, 13 de junio de 2011
La vida de Concha Urquiza (1910-1945), al igual que su obra, fue breve. Sin embargo, medir su intensidad con las categorías del cronos, es impreciso. Hay vidas longevas que son estériles. Hay otras, en cambio, que en la brevedad de su destello acumularon y expresaron siglos de sabiduría. Concha Urquiza no sólo pertenece a esta categoría, sino también a otra, que en nuestro país ha sido tan poco explorada como profunda: la de los místicos. ¿Realmente lo fue?

Si entendemos la palabra como algo que define a seres laterales que, tocados por un misterio que los sobrepasa, se apartan del mundo, no. Pero si la entendemos como una experiencia de lo inefable que trastoca al ser, al grado que desde entonces su vida se construye en una búsqueda por darle contenido y sentido, Concha Urquiza lo fue y en grados que resuenan en la vertiginosidad de su existencia y en la breve intensidad de su obra.

Aunque su vida, a causa de su voluntaria marginalidad, es poco clara y nadie, a pesar de los espléndidos estudios que se le han dedicado, ha logrado hasta ahora componer una buena biografía, hay, en los escasos y contradictorios datos que tenemos sobre ella, ciertos elementos que nos permiten acercarnos no sólo al contenido de esa experiencia sino a la exquisita originalidad de su obra.
Nació en Morelia Michoacán. Muy niña, a causa de la muerte de su padre, se traslada con su familia a vivir en Ciudad de México. A los once años, bajo los auspicios del poeta Muñoz y Domínguez, escribe lo que quizás es su primer poema, “Para tu amada.” Desde entonces no deja de escribir. A pesar de frecuentar e interesarse en los grupos literarios de su época y de tener una estrecha amistad con el estridentista Arqueles Vela, no forma parte ni se deja influir por ellos. Lejos de las experimentaciones de la vanguardias, su poesía no sólo se apega a los cánones más clásicos del metro y de la rima, sino, como una hija de la tradición más antigua y más moderna –si pensamos en Eliot o en Seferis–, la hace a través del palimpsesto, de retomar constantemente muchos de los grandes poemas de Occidente, en particular de la lengua castellana, para, como señala bien Margarita León, “reescribirlos, reformularlos o rehacerlos”. Publica en diversas revistas y milita o simpatiza con el Partido Comunista. A causa de una crisis existencial o de las circunstancias políticas que vivía entonces el país, Concha, presionada por su hermano, deja su activismo político y emigra en 1928 a Estados Unidos, donde trabaja en el departamento de publicidad de la Metro Goldwyn Mayer. Vuelve en 1933. Durante esos cinco años escribe una especie de novela autobiográfica, El reintegro. Ascética e inquieta, va abandonando sus convicciones políticas y sumergiéndose, como lo muestran algunas páginas de El reintegro, en la teoría del androginismo, que Platón, en voz de Aristófanes, documenta en El banquete1 –de allí, quizá, lo que algunos han calificado de relaciones promiscuas y su incapacidad para reposar en una sola relación–, pero también, frente al desencanto de la vida, en los grandes poetas y místicos de la tradición cristiana –Dante, San Juan de la Cruz, Kempis. Sus exploraciones en el androginismo, tocadas por la mística cristiana, son, al igual que sus exploraciones poéticas en la reescritura de la traición, una búsqueda de comunión. Eros, Dios y la poesía, se vuelven en ella una búsqueda del amor: un instinto de posesión del objeto entrevisto en la presencia de lo real, y un anhelo de disolución, de olvido en “lo otro” entrevisto. De ello es prueba un poema que se encuentra en El reintegro: “¡Ah, por los curvos pechos de una mujer morena! [...]/ ¡Por los trémulos pechos, y por la cabellera/ trémula, y la garganta ceñida de temor!/ [...] Sobre el silencio breve/ –¡Y como una mujer rendido!/ En el recuerdo, y en la esperanza, y en el augurio tendí mi voz;/ ¡ah, por los curvos pechos de una mujer morena,/ Por la garganta oscura, ceñida de temor!”


Concha Urquiza niña, a la izquierda

En 1930 vuelve a México. Ya no es la misma. Está tocada por algo que la viene persiguiendo desde hace mucho, pero que no ha alcanzado a reconocer plenamente. Prosigue sus estudios, interrumpidos por su viaje, en la Escuela Nacional Preparatoria. A instancias de Alejandro Galindo, y como una continuación de su actividad en la Metro Goldwyn Mayer, incursiona en el cine. Adapta Corazón diario de un niño, del católico D’Amicis2, escribe algunos poemas y continúa sus lecturas religiosas –los Evangelios, Berceo, Fray Luis de León. En 1937 conoce a los Méndez Plancarte y “el otro”, que la ha perseguido y al que ha perseguido en la carne de otros, adquiere por fin un rostro: es Cristo. Partida, como alguna vez lo estuvo Santa Teresa, entre sus deseos humanos y sus deseos de Dios, va y viene de las intimidades más exquisitas a los desafíos más mundanos. Se lo escribe a su amigo José Cardona: “Amigo inolvidable: [...] Mucho pequé en el largo transcurso de mi vida, hasta que Le conocí de veras; pero cuando me sentí perdonada tenía una seguridad tan absoluta de mí misma que nada me hubiese hecho creer que caería algún día. Esto es ya reincidencia, he sido perdonada dos veces, y una tercera he vuelto a caer, cometiendo todos los pecados [llevar] a Cristo a una taberna, [besar] lascivamente a una criatura con los ojos clavados en Él”, etcétera. Publica en Ábside, la revista fundada por los Méndez Plancarte, que reúne a las mentes más brillantes y de avanzada del catolicismo de entonces, y cuya historia y repercusiones todavía están por escribirse, y comienza a producir lo mejor de su obra. Descubierta en Cristo y desgarrada por la experiencia carnal –en la que ve, a causa del espiritualismo de la época, un signo ominoso de su experiencia con Cristo: el arrobo silencioso, el vértigo, la seducción del abismo, el deseo, tan humano, de caer infinitamente y sin reposo cada vez más hondo en busca de la plenitud– su reescritura de la tradición adquiere –como sucedió con San Juan de la Cruz o Fray Luis cuando reescriben el Cantar de los cantares o con Santa Teresa cuando reescribe “a lo divino” las canciones de amor de su época–, su originalidad más pura. “Job” y “Ruth” son las piezas que mejor expresan su experiencia interior. Conoce, entonces, por mediación de Gabriel Méndez Plancarte, a Tarsicio Romo, un hijo espiritual de Félix de Jesús Rougier y de esa gran mística que fue Concepción Cabrera de Armida. Guiada por él ingresa en 1938 como postulante en Morelia de las Hijas del Espíritu Santo, dedicadas a la enseñanza de niños. Apasionada, desgarrada entre la vida conventual y sus pasiones, deja el convento y vuelve a México. Escribe esas otras dos desgarradoras y luminosas joyas de la lucha interior, “Yo para no vestir mi vestidura” y “La llamada nocturna.” Invitada por unos amigos se instala en San Luis Potosí donde enseña literatura e historia, y desde donde viaja intermitentemente a Michoacán y Ciudad de México. No está en paz. Busca la manera de pertenecer toda a Cristo: en un soneto de 1939 se lee: “Si al precio del dolor tengo que amarte,/ descarga en mí tu saña victoriosa/ y hiere el corazón con mano fuerte.// que no hay más que un dolor: el de olvidarte;/ y todo lo demás es leve cosa;/ es leve cosa aunque nos dé la muerte.” En 1944 vuelve a México. Dos razones la mueven: la renuncia, a decir de Ricardo Garibay, al amor por un ingeniero agrónomo casado que conoció en San Luis Potosí, y una beca que José Gaos, por mediación de Gabriel Méndez Plancarte, le consigue para entrar en su Seminario de Investigaciones Histórico-Filosóficas en el Colegio de México. La tensión que vive y que se expresa en los “Cinco sonetos en torno a un tema erótico”, que escribe en 1943 en San Luis Potosí, recuerda también el IV soneto de “Jesús llamado el Cristo” (1939), en donde declara haber sido engendrada “de contrarios principios”, al grado de que “cuando busca el cielo, su morada/ primera” y está a punto de subir a él, la tierra, “enamorada”, se le resiste.
Está tomada, más que tomada, vulnerada: “La oscura lumbre de sus ojos”, como dice el final de su magnífico poema “Job”, que se mantiene encendida, la queman más, la someten, la destruyen. Los consuelos sensibles, incluso los consuelos del amor humano, van siendo, a lo largo de ese año, aniquilados, como si hubiera entrado en la noche oscura del espíritu, en esa noche en donde Dios, ausente de la experiencia sensible, parece no estar. Lo dice dolorosa y magistralmente en los dos últimos sonetos que escribió en 1945, “Nox”: “Ni siquiera el susurro de Tus pasos,/ ya nada dentro el corazón perdura; te has tornado un ‘Tal vez’ en mi negrura/ y vaciado del ser entre mis brazos.”


En junio de ese mismo año, con la experiencia de la noche por dentro, viaja a Tijuana invitada por las Hijas del Espíritu Santo a dar clases en su colegio. Son vacaciones y el colegio aún no abre. El día 13 viaja a Ensenada a descansar. El 20, en compañía de algunos amigos seminaristas, hace un paseo en lancha al balneario El Estero. Concha y uno de ellos se quedan en un islote a nadar, mientras los otros continúan mar afuera. Escuchan voces, regresan, pero ni el seminarista ni Concha están. “Habían desaparecido –escribe Méndez Plancarte– , tragados por un fuerte remolino que suele formarse en ese lugar.”
A pesar de las hipótesis –hijas de la ignorancia mística y del itinerario amoroso de Concha– que sugieren que ella y el seminarista habrían hecho un pacto suicida, yo tengo para mí que Concha murió en el preciso momento en que a ciertas místicas –pienso en Santa Teresita o en Concepción Cabrera de Armida–, se les concede experimentar al final de su vida la ausencia de Dios como una participación de esa misma ausencia en la muerte de Cristo. Tenía treinta y cinco años, casi la edad en la que murió su amado.
No fue una santa, en el sentido pleno de la palabra, pero recorrió en la brevedad de su vida sus misterios. La vida mística, a diferencia de lo que suele creerse, corre –hay que leer las grandes novelas católicas de Graham Greene– paralela al reduccionismo moral. Es una experiencia de Dios que al destruirnos nos va transformando, y en donde la vida y sus claroscuros se leen como signos del proceso transformante. Concha lo escuchó resonar dentro de sí y en la experiencia más profunda que tenemos en nuestra vida psicofísica, el Eros. Por ello, al igual que los místicos en los que abrevó, recurrió al palimpsesto, a la reinterpretación y a la reescritura de la tradición poética, mediante la metáfora, la exaltación, la vaga y fogosa hipérbole y el relámpago del oxímoron.
La explicación es obvia. La irrupción de Dios en el alma es un acontecimiento inefable, para el que no existen palabras. Se encuentra, como lo dice ese espléndido tratado de la vida mística, La nube del desconocimiento, “entre el silencio y la palabra”. Mientras el empleo de cualquier vocablo “presupone –dice Borges– una experiencia compartida de la que el vocablo es símbolo. Si nos hablan del sabor del café es porque ya lo hemos probado, si nos hablan del color amarillo, es porque ya hemos visto limones, oro, trigo y puestas de sol”. Para sugerir la inefable experiencia de Dios, los místicos se ven obligados a recurrir a la tradición que reescriben con metáforas prodigiosas que hablan de embriaguez y de amor carnal. Esa experiencia lleva el impreciso y ambiguo nombre de deseo. Todos lo experimentamos, pero sólo los místicos que tienen el don de la poesía, encuentran en él el signo de Dios y de nuestra trascendencia. Raimundo Panikkar decía sabiamente que “Santa Teresa se enamoró primero del cuerpo de los hombres para luego enamorarse del cuerpo de Cristo”. Podríamos decir que a Concha le sucedió lo mismo. Al igual que Santa Teresa, Concha sintió en el deseo por el otro la resonancia carnal de lo inefable que la llamaba a la unión trascendente –de allí su atracción por el mito platónico del andrógino original–; al igual que ella, también, descubrió que esa realidad era sólo una imagen de la encarnación que sólo adquiría su pleno sentido en la carne de Cristo. A diferencia de ella, sin embrago, Concha no logró reordenar su rompecabezas interior y sentir la plenitud espiritual y carnal que Santa Teresa logró con el Cristo y de la cual su “Transverberación” es su expresión más acabada. Incapaz, por el dualismo de la espiritualidad católica de principios de siglo –en donde la sexualidad y la sensualidad quedan excluidas como realidades pecaminosas– de llegar a unir su yo interior con su yo orgánico, atrapada en esa ambigüedad de la mejor tradición cristiana que, como señala Eugenio Trías, percibe, a través de la encarnación, la “inspiración (mística) de un espíritu material vinculado con el amor sensual y físico (y, a su vez, por la ausencia física del Cristo,) el influjo de la idea origenista de un espíritu desencarnado.” y dotado, por lo mismo, de una sensualidad indirecta y travestida, Concha se movió siempre entre el enamoramiento del cuerpo de Cristo y sus resonancias en el cuerpo de los hombres. A través de ese arrobo ambiguo y desgarrador de la pasión intentó acercarse a ese estado en el que, para decirlo con Octavio Paz, “la muerte y la vida, la necesidad y la satisfacción, el sueño y el acto, la palabra y la imagen, el tiempo y el espacio, el fruto y el labio se confunden en una sola realidad”, y la hicieron descender a estados cada vez más antiguos y desnudos.
Al final, Cristo la sobrepasó. Él, como lo expresa el poema “Job”, con el que inició lo que Margarita León llama “su reconversión” y lo más alto de su poesía, la aguardó al final del camino, en el momento en que su noche espiritual era más densa: “ Él fue quien vino en soledad callada,/ y moviendo sus huestes al acecho/ puso lazo a mis pies, fuego a mi techo y cercó mi ciudad amurallada.// Como lluvia en el monte desatada/ sus saetas bajaron a mi pecho;/ Él mató mis amores en mi lecho/ y cubrió de tinieblas mi morada.// Trocó la blanda risa en triste duelo,/ convirtió los deleites en despojos,/ ensordeció mi voz, ligó mi vuelo,// hirió la tierra, la ciño de abrojos,/ y no dejó encendida bajo el cielo/ más que la oscura lumbre de sus ojos.”
Notas
 1 Aristófanes, en El banquete, menciona que en su origen éramos un andrógino que reunía en su cuerpo el sexo masculino y femenino o el masculino-masculino o el femenino-femenino. Esos seres poderosos intentaron invadir el mundo de los dioses. Al percatarse de ello, Zeus les lanzó un rayo que los dividió. Desde entonces los seres humanos erramos por la vida en busca de nuestra otra mitad.
2 La película, firmada por Galindo, se estreno en 1936.

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