10 ene 2015

A propósito del Islam/Javier Rupérez

A propósito del Islam/Javier Rupérez es académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
 ABC | 10 de enero de 2-15
Una inmensa mayoría de los creyentes musulmanes no practica la violencia. Pero una minoría de entre ellos la ejerce en nombre de Allah. Sería claramente desorbitado cargar sobre las espaldas de todos los musulmanes la barbarie de los asesinatos cometidos en nombre del islam. Tanto como negar que una buena parte de la violencia que hoy recorre el mundo, en Europa, en África, en América, en el Medio Oriente, en Asia, en Oceanía tiene como autores a seguidores confesos del profeta Mahoma. No sería excesivo, aunque probablemente iluso, demandar a quien corresponda entre las jerarquías islámicas y a sus propios seguidores una reflexión descarnada y sincera, junto con la correspondiente e inmediata acción correctora, para remediar ese trágico estado de cosas. Que, querámoslo o no, desde dentro o desde fuera del Corán está arrojando sobre los seguidores de ese libro una pesada mancha de sospecha y una incontenible irritación por parte de los que en el exterior del mismo contemplan el espectáculo y sufren sus consecuencias. Calificar ese proceso de «islamofobia» es un recurso gastado por el uso y por la insinceridad. No hay mas fobia que la mostrada por los que asesinan en nombre del profeta ni más víctimas que las exterminadas en su nombre. El islam no es sujeto de ninguna conspiración histórica y no tiene derecho a reclamar otros espacios que aquellos a los que sus practicantes, solo o en conjunción con otros, puedan alcanzar en el intercambio pacífico y civilizado que encuentra su canalización normal y mejor en los sistemas democráticos. Todo lo demás son fantasías inevitablemente sangrientas.

Islamistas y otros que no lo son pero que entre antisistemas de toda laya y enemigos a machamartillo del cristianismo y sus manifestaciones forman una confederación de intereses compartidos, aunque no osen reconocerlo, pretenden desviar la raíz evidente del problema en baladronadas varias, que oscilan entre el recuerdo de las opresiones papistas medievales o la supuesta injusticia a que se habría visto sometida antes y ahora la masa del creyente musulmán. Aquellas, como si se tratara de recuperar un equilibrio perdido, justificarían las venganzas en nombre de Allah. Estas sirven de permanente y agravado caldo de cultivo entre multitudes a las que en nombre de la religión no se les permite integrarse en la sociedad democrática y laica de países occidentales. Y de otros que no lo son tanto: los crímenes de Boko Haram en Nigeria, los del Isis en Siria e Irak o los de talibanes en Pakistán y Afganistán, todos vociferados en nombre del Corán, muestran las simas de horror a la que pueden descender los que proclaman su fidelidad al islam. Pero entre tanto, violentos y pacíficos prefieren refugiarse en el rumiado de sus propias insuficiencias y soñar con que la voluntad divina les extraerá del gueto a que ellos mismos en muchos casos han querido recluirse para devolverles a la parusía del califato. Si en el camino quedan maltrechos unos cuantos infieles, será la voluntad de Allah. Insh Allah, dicen que dicen en el momento del suicidio al que por alguna razón de técnica comunicativa han decidido llamar martirio.
Es ya un lugar común el referirse a los problemas a los que deben hacer frente las sociedades democráticas occidentales, y muy en especial las europeas, al contar entre su población con números crecientes de población musulmana en el seno de la cual, en un círculo vicioso de difícil ruptura y mutua alimentación, conviven la marginación y la radicalidad. Los atentados sufridos estos últimos años en Holanda, en España, en Inglaterra y ahora mismo en Francia y las tensiones experimentadas en esas y otras sociedades del área por ese motivo son cada vez mas objeto de preocupación y de pregunta. Resumidas en una gran interrogación: cómo conseguir que esos ciudadanos de ayer y de antes de ayer se integren adecuadamente en el tejido social y lleguen a formar parte de él de la misma y pacífica manera en que en su momento lo hicieron otros individuos y grupos. La respuesta más generalizada tiene una inevitable componente de demostrable buena voluntad: los recién llegados en condiciones legales tienen acceso a los mismos derechos y deberes que el resto de los ciudadanos sin distinción ni discriminaciones. El sistema, como es por otra parte bien sabido, porque está en la misma esencia de los valores democráticos, se basa en la tolerancia ante la diversidad de cultos o de ideas y llega hasta el extremo de reconocer prácticas o formas de vida que son los habituales en las sociedades de origen pero no en las de recepción. No es exagerado reconocer que barrios enteros de Londres, París o Bruselas, y quién sabe si alguno de Madrid, en algún sentido han dejado de ser británicos, franceses, belgas o españoles para convertirse en lugares exentos donde rigen costumbres y hasta leyes distintas de los que comparten la mayoría de los ciudadanos. En el santo nombre de la tolerancia se ha consagrado una forma de multiculturalismo que rompe la contigüidad social y jurídica y que al tiempo alimenta tensiones reivindicativas en el tejido comunitario. Cuando la exasperación del problema llega, como ahora ha ocurrido en el caso de «Charlie Hebdo», al crimen poca sociología queda por realizar, porque lo que lo que la sociedad exige con razón es que la fuerza de la ley caiga sin compasión sobre los culpables y sus cómplices y al mismo tiempo se utilice como arma ejemplar frente a los que comprenden, comparten o condonan la barbarie. Y no hay remedio fácil ni inmediato para un problema ya diabólicamente enquistado.
Pero cuando se recupere la calma y con ella la capacidad de pensamiento y acción habrá que pensar en el abandono de la práctica multicultural y en la adopción de la eficaz conducta norteamericana, dispuesta a respetar todas las diversidades de creencia y pensamiento que tengan lugar en el marco bien definido de los derechos individuales que la ley reconoce a todos los ciudadanos, sin excepciones ni privilegios. Porque como dice la carta circular que el presidente americano dirige a los nuevos ciudadanos, «nuestro país nunca ha estado unido por la sangre o por el lugar de nacimiento sino por los principios constitucionales que nos llevan más allá de nuestros orígenes, nos elevan por encima de nuestros intereses y nos enseñan lo que significa ser ciudadano». No es una panacea y los atentados del maratón de Boston están para demostrarlo, pero al menos marca un camino para recuperar lo esencial: que los derechos y las obligaciones de la participación ciudadana queden igualmente definidos para todos, con independencia de la religión o del lugar de origen. Precisamente lo que no querían admitir los asesinos que en nombre de Allah acabaron con la vida de a los periodistas de «Charlie Hebdo».

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