La pregunta por la realidad/ Gustavo Martín Garzo es escritor.
El País | 15 de marzo de 2015
“Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los
seis o siete años”, dice Julio Cortázar en una entrevista que Juan Cruz ha
rescatado hace poco en este mismo periódico. “Recuerdo muy bien que mi madre y
mis tías —mi padre nos dejó muy pequeños a mi hermana y a mí—, en fin, la gente
que me veía crecer, se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba
perpetuamente en las nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para
mí. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas, si puedo
usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño, me atrajo la literatura
fantástica”.
Ese espacio escondido en los intersticios de lo real es
el que explora el mundo de la literatura y del juego. En Las crónicas de
Narnia, ese mundo escondido vive en el interior de un armario; en Alicia en el
país de las Maravillas, en el hueco de un árbol. El mundo de los cuentos está
lleno de huecos así, fisuras en el tejido de lo existente que abren al niño a
zonas de lo real donde viven sus verdaderos deseos.
Por eso Blancanieves escapa del palacio de la realidad.
Ve ese hueco, y se hace pequeña para entrar por él. Eso es lo que simbolizan
esos hombres diminutos con los que se encuentra. Ha entrado en el reino de lo
pequeño, que es el reino de los cuentos y los juegos. Las casas de muñecas, los
soldaditos, los trenes eléctricos, todos esos objetos que tanto gustan a los
niños y de los que se sirven para jugar son el acceso a la habitación de los
deseos. También los amantes buscan esa habitación y esa es la razón de que haya
tantas historias de parejas que huyen al enamorarse, como pasa con Tristán e
Iseo cuando se internan en el bosque para vivir su amor. El amor reclama burlar
a los guardianes de lo real, como lo hacen los protagonistas de Sueño de amor
eterno, la hermosa película de Henry Hathaway con sus carceleros. Todos los
niños burlan a esos guardianes cuando juegan. Todos buscan un lugar indefinible
que solo a ellos pertenece, un lugar muy semejante al que luego accederán a
través de su sexualidad, pues el sexo como el juego sólo puede tener lugar
lejos de la mirada de los padres.
Recuerdo una película sobre Simbad, el Marino. Su
prometida ha sido transformada en una criatura diminuta y Simbad tiene que
correr todo tipo de peligros en busca de una flor cuyo elixir posee el poder de
devolverle su tamaño original. Simbad lleva a la princesita consigo y de vez en
cuando la saca de su cofrecillo y la deja correr por la mesa, lo que ella
aprovecha para provocarle con sus palabras y sus movimientos. Como si le dijera:
para amarme tienes que hacerte tan pequeño como yo. Esas escenas son una
metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el juego de los niños, es el
reino de lo pequeño. Es justo eso lo que significa el anillo que se entregan
los amantes. Tienes que caber por este hueco, se dicen el uno al otro cuando se
lo ponen. El reino de lo pequeño es el reino del amor y del juego, de ahí el
gusto de los que se aman por los diminutivos, su tendencia a tratarse como si
fueran dos niños que nunca abandonan del todo el territorio del sueño. El
anillo también es una metáfora del acto sexual. Al fin y al cabo, el falo
erecto es un cuerpo diminuto. Es hacerse pequeño para poder entrar en un reino
escondido. Lo pequeño es el símbolo de lo que está en el umbral, a punto de escabullirse,
lo abierto a otras formas de realidad, al lugar donde viven los deseos.
Pero entonces, ¿por qué llamamos realidad a lo que pasa
en el palacio del rey y no a lo que sucede en el bosque? ¿Es el bosque el sueño
de los que viven en el palacio, el territorio de sus pesadillas y sus
ensoñaciones? No queremos renunciar al espacio del sueño, eso es lo que pasa.
No queremos hacerlo porque es allí donde viven nuestros deseos. En el museo de
Cluny, en París, hay unos hermosos tapices flamencos que narran el encuentro de
una dama con el unicornio. Son seis escenas llenas de símbolos en que ese
encuentro es narrado desde la perspectiva de cada uno de los cinco sentidos: el
gusto, el tacto, el oído, el olfato y la vista. En el sexto tapiz se ve a la
dama a la puerta de su tienda recibiendo al unicornio. En el dintel hay un lema
que dice: “A mi único deseo”. Los tapices proceden de finales del siglo XV y
han sido amados por multitud de poetas, entre ellos Rilke que, en Sonetos a
Orfeo, dedicó uno de los sonetos a esta misteriosa criatura que empieza así:
“He aquí el animal que no existe”. Para añadir enseguida: “Y no existe es
verdad, pero al amarle, le hicieron un lugar en este mundo”. Es decir, es el
amor el que crea un lugar donde poder encontrarle. Es muy poco lo que se sabe
del unicornio. Solo que si una doncella se interna en el bosque y se queda
dormida en uno de sus claros, acude silencioso a su encuentro. Recuesta
entonces la cabeza sobre su falda y se queda dormido sobre su regazo. Entonces
se encuentran en sus sueños y tienen una vida secreta que la doncella olvidará
al despertar.
También nosotros tenemos una vida así. Una vida a la que
debemos renunciar para tener la vida que tenemos cada día. Esa vida secreta,
sin embargo, siempre regresa. Lo hace en ciertos instantes, los más reveladores
e íntimos. Entonces todo eso que somos y tratamos de olvidar nos llama desde
ese otro lado de lo real. Los niños son expertos en esas llamadas. Eso es
jugar, crear un espacio para que tales voces puedan escucharse. Los cuentos
guardan la memoria de todas ellas, por eso le resultan incómodos a los adultos
y no suelen gustarles, porque no hablan de lo que son sino de lo que han
olvidado. No se dan cuenta de que al hacerlo les ofrecen una segunda vida. Tal
es el milagro de los cuentos, entregarnos la vida que la Bella Durmiente no
pudo vivir.
Una leyenda victoriana habla de los otros hijos de Eva.
Eva estaba en el paraíso con sus hijos y Dios los quiso conocer. Pero ella no
se los enseñó todos, sino que eligió los más guapos, limpios y educados, para
no tener que avergonzarse de los demás, que escondió en el bosque. Mas cuando
lo hubo hecho, comprendió que, para que Dios no descubriera su engaño, los
hijos que había sustraído a su mirada tendrían que permanecer ocultos para siempre.
Y fue de esa estirpe de donde surgieron hadas, elfos, duendes y las otras
criaturas ocultas del bosque. El mundo de los cuentos habla de todas esas
criaturas. Habla de los niños que mató Herodes, de los niños perdidos de Peter
Pan, de los hijos que Eva apartó de la mirada de Dios. En ellos está todo
aquello a lo que debemos renunciar al crecer, ese mundo de azoteas y ventanas
iluminadas que solo vive en el interior de los sueños. Pero esos niños siempre
se las arreglan para regresar. Regresan cuando leemos un libro o escuchamos una
canción. Regresan cuando amamos a alguien, cuando jugamos con nuestros hijos,
cuando buscamos la compañía de los animales. Regresan en nuestros sueños.
Representan todo lo que vive más allá de las fronteras de nuestra razón, todo
eso que somos y que no cabe en lo real. Jugar es mirar por los ojos de esos
niños perdidos, reunirse en secreto con ellos, hacer lo que nos piden. “Cuánto
durará un niño”, se pregunta Julio Cortázar. Y enseguida responde: “Un niño
durará todo lo que duren sus juegos”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario