Viaje al corazón de las tinieblas con el prisionero
número 43/Casimiro García-Abadillo, director de El Mundo.
El Mundo | 15 de marzo de 2015
El horror. Leyendo el espeluznante relato de Javier
Espinosa sobre sus 194 días de secuestro a manos del IS (Daula, que es como a
ese pretendido estado llaman en Siria) nos adentramos en una pesadilla que
retrata mejor que sus macabros vídeos la barbarie a la que nos enfrentamos.
Repudiados incluso por Al Qaeda, las huestes del califa Abu Bakr al Baghdadi
controlan gran parte de Siria e Irak y han impuesto su dictadura del terror en
provincias de Afganistán, Pakistán, Yemen, Egipto, Libia, Argelia e Indonesia.
La banda terrorista Boko Haram (Nigeria) le ha jurado lealtad al califato.
Catorce años después de que se iniciara la ofensiva contra el «terrorismo
internacional», el yihadismo no sólo no ha sido derrotado, sino que tiene más
influencia que nunca en los países islámicos y se ha fanatizado hasta límites
inimaginables. Javier relata cómo son, cómo actúan y qué pretenden estos
despiadados guerreros de Alá.
No pude parar de leer. Después volví a repasar los folios
enviados por Javier Espinosa, parándome en algunos de sus pasajes más
estremecedores, imaginándomelo allí, encerrado junto a otros 22 cautivos. No
pude evitar que se me pusiera la carne de gallina.
Nosotros aquí, en el periódico, intentando hacer algo, lo
que fuera, para que lo liberaran, al habla con Mónica Prieto -su esposa-,
siempre fuerte, presintiendo la tragedia durante seis largos meses; él en
Siria, intentando no volverse loco, viviendo en vilo cada día, buscando
cualquier medio, rezar, jugar a las tres en raya o al ajedrez con figuritas
hechas de trozos de cartón de una caja de quesitos… grabando en la pared con
una moneda los nombres de Mónica y los de sus hijos Nur y Yeray para mantener
un cierto equilibrio, para no sucumbir física y moralmente, a la depravación de
unos desquiciados que han hecho de la tortura y el asesinato su brutal camino
para alcanzar la santidad.
Cuando, por fin, Javier fue liberado y regresó a Madrid
(su fotografía al bajar del avión abriendo los brazos para abrazar a su hijo
que se soltó de la mano de su madre para ir corriendo hacia él dio la vuelta al
mundo) hablé con él durante unos minutos en mi despacho. Apenas llevaba un mes
y medio como director de EL MUNDO, y aquel día me sigue pareciendo uno de los
más felices de mi vida. Le pedí que, una vez recuperado, hiciera el esfuerzo de
contarnos, de contarle a todo el mundo, su experiencia. «Ahora no puedo», me
dijo, «nos han amenazado con matar a uno de los rehenes que aún sigue allí si
hablamos a la prensa; para demostrarnos que iban en serio han asesinado con una
bala explosiva al ingeniero ruso Nicolaevich Gorbunov».
Javier, que llegó al aeropuerto de Torrejón (Madrid)
acompañado por el fotógrafo Ricardo García -compañero de penurias con él y con
Marc Marginedas, el reportero de El Periódico que había sido liberado unos días
antes- estaba en los huesos, parecía agotado, pero tenía claro lo que debía
hacer y yo, por supuesto, acepté sus incontestables argumentos.
Hemos esperado un año. Algunos rehenes fueron liberados;
otros, asesinados. Pero ha llegado la hora de contar lo que ocurrió durante
seis meses al norte de Siria.
Para los que no conozcan a Javier, les diré que es la
antítesis del egocentrismo. El suyo no es un relato macabro que busca mover la
fibra sensible del lector. Es el retrato fiel de la depravación a la que puede
llevar el fanatismo.
Lo que pretendían sus salvajes carceleros era reproducir
cerca de Alepo un centro de reclusión idéntico al instalado por EEUU en
Guantánamo. Les vistieron con una camisola anaranjada (hasta copiaron el color
de los monos con los que los norteamericanos visten a los detenidos en esa
tierra de nadie al este de Cuba) y les pusieron un número. Javier era el preso
número 43.
En sus crónicas, Espinosa, que, con intervalos, había
estado más de tres años en Siria, había dado testimonio de la guerra desigual
entre las tropas de Bashar al Asad y una amalgama de grupos, en un primer
momento liderado por el Ejército Libre de Siria (ELS). Nuestro corresponsal
había alertado del peligro de que aquel enfrentamiento derivara en una guerra
sectaria, en la que los grupos yihadistas más radicales terminarían haciéndose
con el mando de la situación.
Incluso dentro de esa facción más extrema terminó
produciéndose una sangrienta guerra civil que enfrentó a los fieles a Jabhat al
Nusra (JN, filial siria de Al Qaeda) con los milicianos de Daula.
Fue precisamente uno de esos enfrentamientos lo que
provocó que los prisioneros tuvieran que ser trasladados desde Alepo a Raqqa
(pretendida capital del califato), donde Javier se reencontró con James Foley,
después degollado. Aquel traslado supuso uno de los momentos más peligrosos
para Javier y sus compañeros.
Pero los países occidentales no vieron venir el peligro
de radicalización hasta que fue demasiado tarde. Con el tiempo, Asad no sólo no
ha sido derrocado, sino que está siendo apoyado por la coalición internacional
que lidera EEUU como baluarte frente al salvajismo que representa Daula.
Sí, hemos ido a peor. Desde hace 14 años en que se
iniciaran los ataques contra Afganistán (y después en Irak), el yihadismo, en
su vertiente más sanguinaria, ha extendido sus redes por casi todos los países
musulmanes.
A Javier y sus compañeros (europeos, estadounidenses, una
mujer latinoamericana) los detuvieron simplemente por ser occidentales. Abu
Dhar, el guerrillero saudí que les secuestró, no se anduvo por las ramas: «Os
odio. Odio a los cristianos».
Poco les importaba que Javier hubiese sido durante mucho
tiempo el periodista que denunció en sus artículos la brutal represión a la que
sometió Asad a su pueblo.
En realidad, Los Beatles, como bautizó Javier a sus
carceleros por su acento, no son creyentes. O, mejor dicho, han encontrado en
la yihad la forma de manifestar su atracción por la violencia, su sed de
venganza. Acabaron en el IS como podían haber acabado en una banda de
atracadores enardecidos con metanfetamina.
Cuando uno lee el reportaje de Javier, se entiende mejor
por qué estas hordas han destruido el museo de Mosul o la ciudad de Nimrud.
Todo vestigio de cultura les es ajeno.
Les invito a un inolvidable viaje al corazón de las
tinieblas.
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