La poesía es necesaria/Jorge Edwards, escritor chileno.
ABC, miércoles, 24 de mayo de 2017..
Un viejo amigo brasileño, Rubem Braga, había inventado una sección en un diario de su país que se llamaba «La poesía es necesaria». Se divertía mucho traduciendo poemas extranjeros, contando historias de poetas de todas partes, publicando alguna vez un poema suyo. Manuel Bandeira, gran poeta del Brasil de aquellos años, lo había bautizado como poeta bisiesto, porque escribía un poema cada año bisiesto. Y Rubem, que fue diplomático en Chile, diplomático ocasional, inauguró en Santiago un concurso de traducción al portugués de un soneto de Gabriela Mistral. Ya no recuerdo qué soneto era, pero sé que el premio consistía en algunas botellas de vino chileno, volúmenes de poesía editada con esmero y una bonita pata de jamón, ya no recuerdo si brasileño, portugués, de las sierras españolas. Rubem, bastante mayor que yo, desapareció hace rato, lo mismo que Manuel Bandeira y otros amigos suyos. Yo habría tenido vocación para continuar a cargo de esa sección de prensa sobre la necesidad de la poesía, pero la vida, el trabajo, los viajes, me llevaron a otra parte.
Ahora encuentro una edición ilustrada, de la editorial Reino de Cordelia, enriquecida con fotografías y cartas a la familia, de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. Leo el libro de nuevo, por tercera o cuarta vez, y llego a la conclusión por enésima vez de que la poesía, en efecto, es necesaria, de absoluta necesidad, aun cuando en apariencia no sirva de nada y pueda ser de muy difícil interpretación. Los poemas que escribió Federico en sus meses de Nueva York, en la segunda mitad de 1929, en los comienzos de 1930, son enigmáticos, intensos, juguetones. Están llenos de animales fantásticos que transitan por las praderas neoyorquinas, que son de cemento y de acero: vacas, perros, lagartos, pájaros, palomas de la especie más diversa. «Un pájaro de papel en el pecho / dice que el tiempo de los besos no ha llegado», escribe Vicente Aleixandre citado por García Lorca. Sigue un poema, «Danza de la muerte», que es una danza de camellos, gatos, cisnes: «La alegría eterna del hipopótamo con las pezuñas de ceniza / y de la gacela con una siempreviva en la garganta…». Ustedes podrán decir que no entienden una sola palabra, pero la poesía no es racional, lógica, numérica. Eso es lo bueno que tiene. En eso consiste su necesidad. En un tiempo de números, de finanzas, de dinero plástico, de intereses compuestos, la alegría de la palabra poética, la del hipopótamo con las pezuñas de ceniza, es un aire fresco, oxígeno para el espíritu. Si los políticos profesionales, los banqueros, los personajes misteriosos que manejan la economía del mundo, no lo entienden, vamos mal. Por mal camino. Cuando escuché el discurso de investidura de Emmanuel Macron, tuve una sensación de alivio. ¿Por qué? Porque hablaba de devolverle a Francia su papel en la cultura de Europa y del mundo. Los franceses están saliendo mejor de su crisis, pensé, que muchos de nosotros. Nuestros políticos, obcecados, menores, no se atreven a hablar en esa forma.
En los poemas de Poeta en Nueva York hay una clave chilena que me interesa y que conocí de cerca. El libro está dedicado a Bebé y Carlos Morla, esto es, a Carlos Morla Lynch y Bebé Vicuña, su esposa. Hay una hermosa, romántica, aérea fotografía de la pareja en la primera página. Y debajo, en esta edición singular, sugerente, viene una carta escrita desde Granada, en junio de 1929, en vísperas del viaje a Nueva York vía Francia e Inglaterra, por Federico a Carlos, con una nota muy chilena entre paréntesis «(mi hijo)», que es el «mijo» con que los chilenos tienen la costumbre de tratar a sus amigos cercanos. Carlos Morla Lynch era el embajador de Chile en Francia en los breves años en que fui secretario de esa embajada y diplomático de carrera, en la década de los sesenta. Había sido ministro en Madrid durante la guerra y había salvado a centenares de personas de ambos bandos gracias a las leyes internacionales sobre asilo. La gente española, los amigos de Madrid del embajador, desfilaban por esa embajada en los tiempos en que fui tercer secretario y después segundo y primero. Una vez encontré a una señora en un corredor oscuro y me dijo que era una de las hermanas de Federico. Morla, el jefe de la misión, subía y bajaba por las escaleras, con mirada triste, porque Bebé, su mujer, acababa de fallecer y él no se consolaba de esa pérdida. Llevaba terrones de azúcar para dárselos a sus perros pekineses, que lo seguían por escalinatas y salones sin descanso.
Lo curioso es que Federico escribía sus poemas de Nueva York cuando otro chileno, que después sería amigo suyo y que al final de la guerra se enemistaría con Carlos Morla, Neftalí Ricardo Reyes, que había empezado a utilizar hacía rato su seudónimo de Pablo Neruda, escribía en las remotas ciudades de Rangún y Colombo los poemas de Residencia en la tierra. Ahora hago un balance que me parece interesante. Estoy convencido de que Residencia y Poeta en Nueva York son dos de los libros más importantes de la poesía en lengua española del siglo XX. Ni más, puedo agregar, ni menos.
El joven Neruda, a sus veinte y pocos años, en un mundo extraño, ajeno, escribía poemas del misterio, de la naturaleza desconocida, de la temporada de los monzones, de un mar amenazante, de una tierra sola, de procesiones de elefantes en la selva ceilanesa, de pájaros «de un color siniestro». La selva de Federico, ya lo dije, no era la de Ceylán o Birmania. Era la de los callejones de Manhattan.
Neruda acusó después a Carlos Morla de las peores traiciones. El poeta era rencoroso, obsesivo, y al final de largos recorridos se reconciliaba. Se reconcilió con Octavio Paz y según testimonios fehacientes, le dijo, como en la carta escrita por Federico desde Granada, «mijito». Estoy seguro de que también se habría reconciliado con Carlos Morla Lynch. Pero habría sido esencial, para eso, que interviniera la poesía, la necesaria poesía.
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