Tomado de Letras Libres NOVIEMBRE DE 2007; http://www.letraslibres.com/
Una conversación con Moisés Naím/Ibsen Martínez
El escritor y periodista venezolano Ibsen Martínez, dialoga con su paisano, el director de Foreign Policy sobre su libro Ilícito, (El profesor Ibsen además es dramaturgo y articulista de El Nacional de Caracas y colaborador regular de Letras Libres, El Malpensante, El País y Foreign Policy).
1
Un domingo, a fines de marzo de 1989, Moisés Naím, por entonces el joven ministro de Fomento en el gabinete del segundo mandato de Carlos Andrés Pérez, invitó a un grupo de amigos a un almuerzo en su casa de Caracas.
Justo un mes antes, cuando el nuevo gobierno aún no cumplía tres semanas en funciones, habían estallado los motines callejeros y saqueos conocidos desde entonces como el “Caracazo” y que duraron casi tres días con sus noches. La cifra de muertos, como en casi todo episodio de anomia destructiva en nuestras grandes ciudades, nunca podrá saberse con certeza.
Las muertes de las que, al cabo de un difícil proceso, la Corte Interamericana de Derechos Humanos responsabilizó directamente al gobierno venezolano suman unos cuarenta casos documentados. Fueron, en su mayoría, víctimas de la indiscriminada violencia represora por parte del Ejército y otros organismos de seguridad del Estado ante una contingencia que rebasó cualquier previsión.
Los informes oficiales de la época calculan 276 bajas, algunas ONG estiman alrededor de setecientas y otras versiones, ostensiblemente interesadas, hablan de hasta mil quinientos muertos.
En los años que siguieron, el Caracazo fue para los venezolanos algo así como nuestro caso Dreyfus: un inquietante y divisivo episodio del cual nunca llegó a ofrecerse un relato clarificador y que rompió el consenso nacional en torno a la perfectibilidad de nuestra democracia representativa que se pensaba modélica y alentó a los voceros de la antipolítica.
Esto último fue, a la larga, el factor decisivo para la insurgencia de Hugo Chávez al frente de la intentona militar de 1992 con que se instaló en la desencantada imaginación popular como el gran vengador salido de un cuartel para enderezar entuertos civiles.
Mirando hacia atrás, y sin ánimo de ofrecer una zanjadora explicación de aquellos acontecimientos, creo que lo justo sería decir que el Caracazo fue ni más ni menos que una espontánea jacquerie, muy sangrienta en verdad, pero en modo alguno una insurrección popular contra el FMI, el Consenso de Washington y la globalización.
Sin embargo, y aun sin líderes visibles ni consignas inflamantes ni más propósito que desfogar un descontento colectivo larvado entre los más pobres durante dos décadas de frustración, el Caracazo fue mostrado por los medios y los “analistas” como la prueba reina del fracaso de toda la clase política y como un veredicto de culpabilidad de la democracia representativa venezolana.
Poco faltó para que a los saqueadores de automercados, tiendas de electrodomésticos y licorerías se les asignara el rango de expertos en macroeconomía y derecho constitucional.
Lo sé bien porque en aquel entonces yo mismo formaba parte importante del coro: fue en tiempos de “Pérez, segunda parte” cuando escribí una telenovela que alcanzó gran audiencia nacional, algunos de cuyos personajes más recordados no hacían sino llevar agua al molino de la antipolítica.
En aquella telenovela todos los políticos eran cínicos, todos los empresarios estaban por el “Estado pequeño”, y por ello mantenían funcionarios corruptos en su nómina, y todas las transgresiones de la ley por parte de la “lumpenpobrecía” marginada estaban justificadas.
Durante la semana, como libretista de Por estas calles –que así se llamaba el culebrón–, yo hacía de agitador callejero; los domingos, en mi columna semanal de El Nacional, citaba a Alain Touraine o a Pierre Bourdieu al tiempo que atacaba sañudamente el desempeño de los miembros del gabinete económico de Pérez, muchos de ellos, como Naím, amigos personales.
Nunca fue tan fácil ser un “intelectual público” en Venezuela como en los años noventa. Pero volvamos al almuerzo en casa de Naím.
Me apresuro a decir que fui invitado a comer en calidad de amigo de la casa y no como parte del cotolengo de opinadores. El gabinete económico en pleno, el ministro de la Defensa, el ministro de la Secretaría de la Presidencia y no recuerdo ya quién más estuvieron presentes. Recuerdo, sí, que hablaban consternadamente de lo ocurrido en las semanas que siguieron al sorpresivo estallido social.
Cinco años atrás, Moisés Naím había coeditado con su colega Ramón Piñango una colección de trabajos que mostraban el agotamiento de nuestro modelo populista y la parvedad de ideas que había detrás de un quebradizo dispositivo de concertación de élites sindicales y privadas subsidiado por el petroestado.
El ensayo introductorio, un texto brillante que lleva la impronta inconfundible de Naím, dio título al libro que muy pronto se convirtió en best seller: El caso Venezuela: una ilusión de armonía (Caracas, 1984). En él se anticipaba un inexorable colapso político, económico y social que cobraba cuerpo por aquellos días.
El Caracazo y todo lo que siguió, incluyendo desde luego el vociferante populismo radical y autoritario de Chávez, vino a ser su corolario demostrativo de El caso Venezuela.
2
En marzo de 2006, justo 17 años después del Caracazo, visité a Naím en su casa de Bethesda, Maryland, y conversamos un buen rato sobre la familia de temas de que se ocupa en su libro Ilícito (Debate, 2006), y también de muchas otras cosas.
La nuez argumental de Ilícito es la de que en las décadas por venir “las actividades de las redes –ilícitas– del tráfico global y sus socios del mundo ‘legítimo’, ya sea gubernamental o privado, tendrán muchísimo más impacto en las relaciones internacionales, las estrategias de desarrollo económico, la promoción de la democracia, los negocios, las finanzas, las migraciones, la seguridad global; en fin, en la guerra y la paz, de lo que hasta ahora ha sido comúnmente imaginado”.
Ilícito comenzó a cobrar la forma de libro un día, en Milán, en que Naím entabló conversación con un vendedor callejero que pretendía venderle una cartera Prada de imitación. Quienes conocen personalmente a Naím saben cuán lejos puede llegar una vez puesto a hacer preguntas.
“El hombre estaba pagando una deuda contraída con quienes lo habían ingresado ilegalmente desde Camerún –narra Naím–. Días más tarde, en Nueva York, topé con otro emigrante ilegal africano que ofrecía una cartera idéntica.”
La complejidad de la operación saltaba a la vista: robar los diseños de Prada, obtener el cuero, producir masivamente las carteras y reclutar un ejército de trabajadores esclavos para venderlas a lo largo y ancho del planeta. Cada eslabón de la cadena era ilegal y no podía darse sin connivencia de muchos gobiernos.
“Mi interés en el comercio ilícito proviene de décadas de trabajo centrado en las sorpresas que ofrece la globalización. Este interés profesional se trocó en una fascinación personal por estos temas.”
Naím, que ostenta un doctorado por el Instituto Tecnológico de Massachusetts, abordó por primera vez esta familia de temas en su ensayo “Las cinco guerras de la globalización”, publicado en 2002 por Foreign Policy, la influyente revista que Naím dirige desde hace una década.
Dichas guerras son, según él, la guerra contra el narcotráfico y la guerra contra el tráfico ilícito de armas, la que se libra por la defensa de la propiedad intelectual, el combate contra el tráfico ilegal de seres humanos y la lucha contra el lavado de capitales. Han sido hasta ahora guerras perdidas por todos los gobiernos.
Los años noventa trajeron consigo, además de la revolución tecnológica en las comunicaciones y una ola de reformas macroeconómicas en todo el mundo, muchas de ellas acometidas a trancas y barrancas o, simplemente, dejadas a medio hacer, la incorporación al mercado global de sociedades hasta entonces cerradas como, por ejemplo, las naciones de Europa Oriental y de la desaparecida Unión Soviética. Lo hicieron con todo lo que tenían dentro: excedentes de sofisticado equipo militar, por supuesto, pero también un capital humano a menudo especializado en “sortear reglas” para sobrevivir y seguir funcionando en el “socialismo real”.
Ilícito logra poner en una perspectiva geopolítica sucesos tan aparentemente disociados entre sí como pueden serlo la red de importación-exportación de insumos y tecnología capaces de producir un artefacto nuclear “casero”, el cultivo de la mariguana transgénica y el contrabando de donantes vivos de riñones humanos, desde Brasil o África del sur, hasta el destino final: un paciente alemán asistido por corredores de órganos israelíes que comercian anónimamente en internet.
Mucho de lo que falla es la concepción que los gobiernos del mundo han adoptado para combatir un comercio estuporosamente real y exitosamente activo en ámbitos y jurisdicciones en los que conceptos como “frontera” y “soberanía” carecen ya de sentido.
La lectura del libro de Naím persuade al más renuente de que la globalización está ocurriendo cada día, que no es subproducto “reversible” de las prescripciones macroeconómicas del llamado Consenso de Washington ensayadas, bien o mal, por muchos países en los años noventa.
La mejor demostración de su existencia es el mero hecho de que las cinco grandes guerras contra el comercio ilícito se estén librando ferozmente allá afuera, mientras usted lee este texto. Y “los buenos” las siguen perdiendo.
3
Quise, en una de las vueltas de la conversación, conocer su idea de Washington, donde hoy día se tiene a Naím como una de las personalidades más influyentes del poblado. ¿Cuán cínica y encallecida puede ser esa ciudad de burócratas federales y sabiondos profesionales del cabildeo? “Ésa es una percepción sumamente extendida pero falsa –responde Naím–. La verdad es que en Washington funcionan decenas de think tanks que congregan a las mejores cabezas del mundo y no todas, ¡en absoluto!, hablan con la voz del Washington oficial. Eso hace de ella un lugar en extremo estimulante en el plano intelectual. Ha sido así para mí y lo sigue siendo.
”Otra idea muy extendida, sobre todo en Latinoamérica –prosigue–, es la de que todos los males que nos aquejan son ‘manufacturados’ en Washington. La verdad es que buena parte de nuestros problemas tienen que ver con decisiones tomadas por latinoamericanos en América Latina. Hay gente que aún cree que las crisis financieras mexicanas o argentinas tuvieron origen en decisiones tomadas en Washington.
”Desde luego, hay una larga historia de malhadadas intervenciones estadounidenses en nuestro continente, como lo fue el despropósito cometido contra el gobierno de Allende, o el inconducente embargo económico a Cuba. Es, de verdad, sumamente fácil elaborar una lista de estupideces y de decisiones contraproducentes tomadas en Washington. Pero ni siquiera esa lista de tonterías puede explicar la magnitud de los fracasos de América Latina. Muchos de los problemas, si no todos, de la región son ‘hechos’ en Caracas, en Buenos Aires o São Paulo por latinoamericanos con poder decisorio.”
Fundada en 1970 por Samuel Huntington y Warren Demian Manshel, su formato original, de diseño avanzado y elegante, estaba a mitad de camino entre una libreta y un libro de bolsillo. Desde 1980 su editor jefe fue el distinguido Charles William Maynes, quien llevó a Foreign Policy a indiscutidos niveles de excelencia y prestigio. En 1996, tras la renuncia de Maynes, el Carnegie Endowment for International Peace, propietario de la revista, decidió abrir concurso para cubrir la plaza del editor. Se nombró un exigente comité de selección en que figuraban personalidades como Thomas Friedman y Stephen Wolf. Los postulantes debían enviar un memorando respondiendo a la pregunta: “¿Qué haría usted con esta revista si fuese su director?”
“Yo había sido miembro de la junta directiva del Banco Mundial durante dos años –recuerda Naím–, y para 1996 era asesor de la presidencia del banco. Fue entonces cuando me enteré de la apertura del concurso de Foreign Policy.”
Naím no fue nunca un buen alumno en la secundaria, aunque sí un lector voraz. “Leía todo lo que se pusiera a mi alcance: hasta los avisos que publican en la prensa las directivas de las juntas de condominio. Desde aquella época mi cabeza está llena de textos de publicidad, de datos extravagantes leídos en cualquier parte, de la letra pequeña de los envases de los productos farmacéuticos. Tengo tanta trivialidad acumulada que ya no me sorprende que emerja de pronto, mientras pienso o escribo, algún dato irrelevante que creía olvidado. También leía literatura. Casi exclusivamente literatura. Fue sólo mucho después que me acerqué a los textos técnicos.”
En el colegio Herzl-Bialik, de Caracas, fue donde Naím dio con su vocación de escritor y editor: el diario escolar estaba a su cargo y dirigirlo era, quizá, lo único que le importaba. El concurso abierto por Foreign Policy obró como un llamado de la vocación.
“Una mañana, mientras trotaba, me dije: ‘¿Por qué no?’ Hice una llamada telefónica al Carnegie Endowment y pregunté si habría alguna objeción a que alguien que no fuera estadounidense dirigiera la revista. ‘En ninguna parte dice que no es posible’, fue la respuesta. Entonces me senté a escribir un memorando que aún conservo.”
Lo esencial del memorando de Naím era esto: el mundo se está globalizando; allá afuera hay un mercado potencial de lectores informados que nunca se describirían a sí mismos como gente interesada en la diplomacia y los tratados internacionales, pero sí en la manera en que el mundo está cambiando y en cómo eso afecta sus vidas. Un creciente número de personas forzosamente mostraría interés en los temas de la globalización en la medida en que ésta tocase a sus familias, sus empleos, sus carreras.
Propuso una revista que se alejara de la formulación habitual de, digamos, Foreign Affairs, y que pensara más allá, en esos lectores que no eran especialistas, lectores informados pero que todavía tenían interés por saber más. El resultado fue que lo pusieran en la lista corta de candidatos junto con notabilidades de las relaciones internacionales.
Luego de los encuentros personales, el comité de búsqueda se quedó con dos candidatos: un notable intelectual estadounidense y Naím. Pero había un problema con Naím: el mandato no era cambiar drásticamente el producto editorial, sino encontrar un director. “Consideren también a Naím”, fue la respuesta de la presidencia al comité de búsqueda. Al cabo, Naím obtuvo la plaza.
4
Adelanto el tema de las sabidurías convencionales porque, en casi todo lo que habla, escribe o pregunta Naím, se advierte una propensión a navegar a contracorriente de lo aceptado. Un ejemplo es el primer libro de Naím que alguna vez leí: Multinacionales: La economía política de las inversiones extranjeras (Caracas, Monte Ávila Editores, 1982). Un libro surgido de su disertación doctoral en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. “A fines de los setenta prosperaban ideas que propugnaban que los países en desarrollo debían limitar la entrada de las multinacionales porque ello tenía más consecuencias negativas que positivas.
”Mi tesis afirmaba, primero, que limitar la entrada de las multinacionales era, en sí mismo, una mala idea y, segundo, que aunque fuera una buena idea, los países en desarrollo no tenían capacidad de hacerlo. Unas burocracias estatales que a duras penas logran organizarse para recoger la basura o repartir el correo difícilmente podrían regular las complejas, intangibles operaciones financieras de una sofisticada red de empresas interconectadas y movidas por el lucro. Que sólo lograrían espantar la inversión extrajera, crear más corrupción y quedarse con todos los costos de las regulaciones.
”Desde luego, se trata de una idea que iba contra la sabiduría convencional de aquel entonces. Creo que, cuando uno escribe, el primer deber es no aburrir, y una manera muy potente de lograrlo es mirar cuáles son las ideas más queridas por los lectores... y reventarlas. Es lo que hago en la columna que publico en Foreign Policy. En ella siempre trato de mostrar con cifras, datos y lógica alguna conexión que presumo no es obvia. En esto tiene mucho que ver el estar consciente de que casi nadie lee. Y de que la poca gente que lee a menudo carece de tiempo para hacerlo y eso la hace cada vez más selectiva al utilizar su tiempo de lectura. A menos que los provoques argumentando agresivamente, pero con propiedad, contra ideas que esos lectores ‘quieren’ mucho, no van a leerte. Si eres aburrido o repites lo que otros han dicho no van a leerte. Siento la obligación de agregar valor.”
Le pregunto entonces si esa inclinación a aguar la fiesta de la sabiduría convencional es innata o adquirida. Responde que debe mucho a su paso por el mit. “El agresivo estilo del mit –responde–, donde, cuando afirmabas algo, otras diez personas le caían a palos a tu idea hasta demostrar que era falsa. O demostrar que era al menos sostenible. Sólo una idea que sobreviviera a tan enérgico proceso de disección y cuestionamiento tenía algún chance de ser buena. Aquello fue un shock para mí porque en nuestros países prevalece el hábito social de inhibir el choque de ideas. Lo que ocurre entre nosotros es que prevalecen ideas ‘polares’; ideas que no se hablan entre sí. Y con ello quiero referirme también a partidos políticos, grupos académicos, capillas literarias, universidades, etcétera. En su ‘polaridad’, las ideas no se dignan a confrontarse. Esto crea un ambiente que encuentro a la vez complaciente y bipolar: o bien unas ideas son rechazadas de plano por la tribu opuesta, o bien la tribu acoge y entabla ‘diálogo’ sólo con quien comparte de antemano las suyas.”
Con lo que llegamos a las preguntas sobre Latinoamérica. Hace un par de años escuché a Naím decir que al pensar en su país le acomete siempre una mezcla de “arrechera [‘coraje’] y tristeza”.
“Tristeza porque eso de que los pueblos se merecen los gobiernos que tienen es una gran mentira. No hay nada que los venezolanos hayan hecho que los haga merecedores de lo que hoy padecen. Si alguna vez cometieron un crimen, la desproporción entre el crimen y la pena es terrible. Siento arrechera de que Venezuela no sea mejor de lo que puede ser y siento nostalgia al no poder estar en mi país. Mis raíces son venezolanas, yo no me siento norteamericano. Me siento venezolano, latinoamericano.”
Le pregunto: ¿Cuánto pesa en tu modo de ver el mundo la experiencia de haber formado parte de un gobierno latinoamericano que intentó una reforma?
“Fue una experiencia fracasada. La idea de que el Estado subsidie plantas industriales que dan pérdidas y no disponga de dinero para medicinas no debió ser tan fácil de rechazar. Privatizar empresas ineficientes que procuran pocos empleos y ofrecen pésimos productos para dejar entrar al mercado mejores productos y que ello beneficie a muchos consumidores, en lugar de a dos o tres empleados y dos o tres accionistas de esa empresa, sigue siendo una idea en la que creo.
”Sin embargo –prosigue–, ni la sociedad venezolana ni el propio gobierno abrazó esas ideas. Articulistas influyentes escribieron en contra de todo ello y hasta se produjeron telenovelas denunciando la perversidad de aquello que intentábamos hacer. Aquel gobierno fracasó, pero junto con él fracasó una generación y una sociedad.
”El estallido [se refiere al Caracazo] fue llamado ‘social’. En Tigres de papel y minotauros muestro cómo hoy día pagamos en Venezuela más bien las consecuencias de una sociedad viciada por el petróleo y dirigida por élites políticas, mediáticas y académicas absolutamente miopes. Aquel gobierno ciertamente cometió errores garrafales, pero es bueno pensar que en aquel fracaso hubo también factores muy influyentes en los bancos, el sector privado y los sindicatos. El partido del gobierno fue el gran opositor a lo que se intentaba hacer.
”En el plano continental, constatamos la desintegración del continente respecto del resto del mundo. Un índice de globalización que hemos urdido en Foreign Policy mide los lazos que unen a unos países con otros. Toma en cuenta, desde el número de minutos de llamadas de larga distancia que salen y llegan a un país dado, hasta el número de visitantes extranjeros que llegan a él anualmente y por qué lo hacen. Es un indicador múltiple de vínculos globales que va más allá del comercio. El índice de FP muestra que cada año disminuye el número de vínculos de América Latina con el resto del mundo. Esto sólo en lo que atañe al nivel estadístico agregado; puedo ofrecer indicios más inmediatos: con frecuencia me llaman organizaciones que sostienen actividades mundiales. Becas, por ejemplo. Y se quejan de que los candidatos de América Latina son pocos y no competitivos.
”En el orden global, la región está subrepresentada en los doctorados de las universidades de primer orden, en el área de periodismo y en lo que atañe a libros publicados con impacto mundial. Quizá el latinoamericano más leído fuera de su esfera lingüística sea Paulo Coelho. Los organismos multilaterales se quejan de lo mismo: América Latina se está desconectando del mundo.
”Ni a ellos les interesa venir, y pronto nosotros no sabremos cabalmente quiénes son ellos.”
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Un domingo, a fines de marzo de 1989, Moisés Naím, por entonces el joven ministro de Fomento en el gabinete del segundo mandato de Carlos Andrés Pérez, invitó a un grupo de amigos a un almuerzo en su casa de Caracas.
Justo un mes antes, cuando el nuevo gobierno aún no cumplía tres semanas en funciones, habían estallado los motines callejeros y saqueos conocidos desde entonces como el “Caracazo” y que duraron casi tres días con sus noches. La cifra de muertos, como en casi todo episodio de anomia destructiva en nuestras grandes ciudades, nunca podrá saberse con certeza.
Las muertes de las que, al cabo de un difícil proceso, la Corte Interamericana de Derechos Humanos responsabilizó directamente al gobierno venezolano suman unos cuarenta casos documentados. Fueron, en su mayoría, víctimas de la indiscriminada violencia represora por parte del Ejército y otros organismos de seguridad del Estado ante una contingencia que rebasó cualquier previsión.
Los informes oficiales de la época calculan 276 bajas, algunas ONG estiman alrededor de setecientas y otras versiones, ostensiblemente interesadas, hablan de hasta mil quinientos muertos.
En los años que siguieron, el Caracazo fue para los venezolanos algo así como nuestro caso Dreyfus: un inquietante y divisivo episodio del cual nunca llegó a ofrecerse un relato clarificador y que rompió el consenso nacional en torno a la perfectibilidad de nuestra democracia representativa que se pensaba modélica y alentó a los voceros de la antipolítica.
Esto último fue, a la larga, el factor decisivo para la insurgencia de Hugo Chávez al frente de la intentona militar de 1992 con que se instaló en la desencantada imaginación popular como el gran vengador salido de un cuartel para enderezar entuertos civiles.
Mirando hacia atrás, y sin ánimo de ofrecer una zanjadora explicación de aquellos acontecimientos, creo que lo justo sería decir que el Caracazo fue ni más ni menos que una espontánea jacquerie, muy sangrienta en verdad, pero en modo alguno una insurrección popular contra el FMI, el Consenso de Washington y la globalización.
Sin embargo, y aun sin líderes visibles ni consignas inflamantes ni más propósito que desfogar un descontento colectivo larvado entre los más pobres durante dos décadas de frustración, el Caracazo fue mostrado por los medios y los “analistas” como la prueba reina del fracaso de toda la clase política y como un veredicto de culpabilidad de la democracia representativa venezolana.
Poco faltó para que a los saqueadores de automercados, tiendas de electrodomésticos y licorerías se les asignara el rango de expertos en macroeconomía y derecho constitucional.
Lo sé bien porque en aquel entonces yo mismo formaba parte importante del coro: fue en tiempos de “Pérez, segunda parte” cuando escribí una telenovela que alcanzó gran audiencia nacional, algunos de cuyos personajes más recordados no hacían sino llevar agua al molino de la antipolítica.
En aquella telenovela todos los políticos eran cínicos, todos los empresarios estaban por el “Estado pequeño”, y por ello mantenían funcionarios corruptos en su nómina, y todas las transgresiones de la ley por parte de la “lumpenpobrecía” marginada estaban justificadas.
Durante la semana, como libretista de Por estas calles –que así se llamaba el culebrón–, yo hacía de agitador callejero; los domingos, en mi columna semanal de El Nacional, citaba a Alain Touraine o a Pierre Bourdieu al tiempo que atacaba sañudamente el desempeño de los miembros del gabinete económico de Pérez, muchos de ellos, como Naím, amigos personales.
Nunca fue tan fácil ser un “intelectual público” en Venezuela como en los años noventa. Pero volvamos al almuerzo en casa de Naím.
Me apresuro a decir que fui invitado a comer en calidad de amigo de la casa y no como parte del cotolengo de opinadores. El gabinete económico en pleno, el ministro de la Defensa, el ministro de la Secretaría de la Presidencia y no recuerdo ya quién más estuvieron presentes. Recuerdo, sí, que hablaban consternadamente de lo ocurrido en las semanas que siguieron al sorpresivo estallido social.
Cinco años atrás, Moisés Naím había coeditado con su colega Ramón Piñango una colección de trabajos que mostraban el agotamiento de nuestro modelo populista y la parvedad de ideas que había detrás de un quebradizo dispositivo de concertación de élites sindicales y privadas subsidiado por el petroestado.
El ensayo introductorio, un texto brillante que lleva la impronta inconfundible de Naím, dio título al libro que muy pronto se convirtió en best seller: El caso Venezuela: una ilusión de armonía (Caracas, 1984). En él se anticipaba un inexorable colapso político, económico y social que cobraba cuerpo por aquellos días.
El Caracazo y todo lo que siguió, incluyendo desde luego el vociferante populismo radical y autoritario de Chávez, vino a ser su corolario demostrativo de El caso Venezuela.
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En marzo de 2006, justo 17 años después del Caracazo, visité a Naím en su casa de Bethesda, Maryland, y conversamos un buen rato sobre la familia de temas de que se ocupa en su libro Ilícito (Debate, 2006), y también de muchas otras cosas.
La nuez argumental de Ilícito es la de que en las décadas por venir “las actividades de las redes –ilícitas– del tráfico global y sus socios del mundo ‘legítimo’, ya sea gubernamental o privado, tendrán muchísimo más impacto en las relaciones internacionales, las estrategias de desarrollo económico, la promoción de la democracia, los negocios, las finanzas, las migraciones, la seguridad global; en fin, en la guerra y la paz, de lo que hasta ahora ha sido comúnmente imaginado”.
Ilícito comenzó a cobrar la forma de libro un día, en Milán, en que Naím entabló conversación con un vendedor callejero que pretendía venderle una cartera Prada de imitación. Quienes conocen personalmente a Naím saben cuán lejos puede llegar una vez puesto a hacer preguntas.
“El hombre estaba pagando una deuda contraída con quienes lo habían ingresado ilegalmente desde Camerún –narra Naím–. Días más tarde, en Nueva York, topé con otro emigrante ilegal africano que ofrecía una cartera idéntica.”
La complejidad de la operación saltaba a la vista: robar los diseños de Prada, obtener el cuero, producir masivamente las carteras y reclutar un ejército de trabajadores esclavos para venderlas a lo largo y ancho del planeta. Cada eslabón de la cadena era ilegal y no podía darse sin connivencia de muchos gobiernos.
“Mi interés en el comercio ilícito proviene de décadas de trabajo centrado en las sorpresas que ofrece la globalización. Este interés profesional se trocó en una fascinación personal por estos temas.”
Naím, que ostenta un doctorado por el Instituto Tecnológico de Massachusetts, abordó por primera vez esta familia de temas en su ensayo “Las cinco guerras de la globalización”, publicado en 2002 por Foreign Policy, la influyente revista que Naím dirige desde hace una década.
Dichas guerras son, según él, la guerra contra el narcotráfico y la guerra contra el tráfico ilícito de armas, la que se libra por la defensa de la propiedad intelectual, el combate contra el tráfico ilegal de seres humanos y la lucha contra el lavado de capitales. Han sido hasta ahora guerras perdidas por todos los gobiernos.
Los años noventa trajeron consigo, además de la revolución tecnológica en las comunicaciones y una ola de reformas macroeconómicas en todo el mundo, muchas de ellas acometidas a trancas y barrancas o, simplemente, dejadas a medio hacer, la incorporación al mercado global de sociedades hasta entonces cerradas como, por ejemplo, las naciones de Europa Oriental y de la desaparecida Unión Soviética. Lo hicieron con todo lo que tenían dentro: excedentes de sofisticado equipo militar, por supuesto, pero también un capital humano a menudo especializado en “sortear reglas” para sobrevivir y seguir funcionando en el “socialismo real”.
Ilícito logra poner en una perspectiva geopolítica sucesos tan aparentemente disociados entre sí como pueden serlo la red de importación-exportación de insumos y tecnología capaces de producir un artefacto nuclear “casero”, el cultivo de la mariguana transgénica y el contrabando de donantes vivos de riñones humanos, desde Brasil o África del sur, hasta el destino final: un paciente alemán asistido por corredores de órganos israelíes que comercian anónimamente en internet.
Mucho de lo que falla es la concepción que los gobiernos del mundo han adoptado para combatir un comercio estuporosamente real y exitosamente activo en ámbitos y jurisdicciones en los que conceptos como “frontera” y “soberanía” carecen ya de sentido.
La lectura del libro de Naím persuade al más renuente de que la globalización está ocurriendo cada día, que no es subproducto “reversible” de las prescripciones macroeconómicas del llamado Consenso de Washington ensayadas, bien o mal, por muchos países en los años noventa.
La mejor demostración de su existencia es el mero hecho de que las cinco grandes guerras contra el comercio ilícito se estén librando ferozmente allá afuera, mientras usted lee este texto. Y “los buenos” las siguen perdiendo.
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Quise, en una de las vueltas de la conversación, conocer su idea de Washington, donde hoy día se tiene a Naím como una de las personalidades más influyentes del poblado. ¿Cuán cínica y encallecida puede ser esa ciudad de burócratas federales y sabiondos profesionales del cabildeo? “Ésa es una percepción sumamente extendida pero falsa –responde Naím–. La verdad es que en Washington funcionan decenas de think tanks que congregan a las mejores cabezas del mundo y no todas, ¡en absoluto!, hablan con la voz del Washington oficial. Eso hace de ella un lugar en extremo estimulante en el plano intelectual. Ha sido así para mí y lo sigue siendo.
”Otra idea muy extendida, sobre todo en Latinoamérica –prosigue–, es la de que todos los males que nos aquejan son ‘manufacturados’ en Washington. La verdad es que buena parte de nuestros problemas tienen que ver con decisiones tomadas por latinoamericanos en América Latina. Hay gente que aún cree que las crisis financieras mexicanas o argentinas tuvieron origen en decisiones tomadas en Washington.
”Desde luego, hay una larga historia de malhadadas intervenciones estadounidenses en nuestro continente, como lo fue el despropósito cometido contra el gobierno de Allende, o el inconducente embargo económico a Cuba. Es, de verdad, sumamente fácil elaborar una lista de estupideces y de decisiones contraproducentes tomadas en Washington. Pero ni siquiera esa lista de tonterías puede explicar la magnitud de los fracasos de América Latina. Muchos de los problemas, si no todos, de la región son ‘hechos’ en Caracas, en Buenos Aires o São Paulo por latinoamericanos con poder decisorio.”
Fundada en 1970 por Samuel Huntington y Warren Demian Manshel, su formato original, de diseño avanzado y elegante, estaba a mitad de camino entre una libreta y un libro de bolsillo. Desde 1980 su editor jefe fue el distinguido Charles William Maynes, quien llevó a Foreign Policy a indiscutidos niveles de excelencia y prestigio. En 1996, tras la renuncia de Maynes, el Carnegie Endowment for International Peace, propietario de la revista, decidió abrir concurso para cubrir la plaza del editor. Se nombró un exigente comité de selección en que figuraban personalidades como Thomas Friedman y Stephen Wolf. Los postulantes debían enviar un memorando respondiendo a la pregunta: “¿Qué haría usted con esta revista si fuese su director?”
“Yo había sido miembro de la junta directiva del Banco Mundial durante dos años –recuerda Naím–, y para 1996 era asesor de la presidencia del banco. Fue entonces cuando me enteré de la apertura del concurso de Foreign Policy.”
Naím no fue nunca un buen alumno en la secundaria, aunque sí un lector voraz. “Leía todo lo que se pusiera a mi alcance: hasta los avisos que publican en la prensa las directivas de las juntas de condominio. Desde aquella época mi cabeza está llena de textos de publicidad, de datos extravagantes leídos en cualquier parte, de la letra pequeña de los envases de los productos farmacéuticos. Tengo tanta trivialidad acumulada que ya no me sorprende que emerja de pronto, mientras pienso o escribo, algún dato irrelevante que creía olvidado. También leía literatura. Casi exclusivamente literatura. Fue sólo mucho después que me acerqué a los textos técnicos.”
En el colegio Herzl-Bialik, de Caracas, fue donde Naím dio con su vocación de escritor y editor: el diario escolar estaba a su cargo y dirigirlo era, quizá, lo único que le importaba. El concurso abierto por Foreign Policy obró como un llamado de la vocación.
“Una mañana, mientras trotaba, me dije: ‘¿Por qué no?’ Hice una llamada telefónica al Carnegie Endowment y pregunté si habría alguna objeción a que alguien que no fuera estadounidense dirigiera la revista. ‘En ninguna parte dice que no es posible’, fue la respuesta. Entonces me senté a escribir un memorando que aún conservo.”
Lo esencial del memorando de Naím era esto: el mundo se está globalizando; allá afuera hay un mercado potencial de lectores informados que nunca se describirían a sí mismos como gente interesada en la diplomacia y los tratados internacionales, pero sí en la manera en que el mundo está cambiando y en cómo eso afecta sus vidas. Un creciente número de personas forzosamente mostraría interés en los temas de la globalización en la medida en que ésta tocase a sus familias, sus empleos, sus carreras.
Propuso una revista que se alejara de la formulación habitual de, digamos, Foreign Affairs, y que pensara más allá, en esos lectores que no eran especialistas, lectores informados pero que todavía tenían interés por saber más. El resultado fue que lo pusieran en la lista corta de candidatos junto con notabilidades de las relaciones internacionales.
Luego de los encuentros personales, el comité de búsqueda se quedó con dos candidatos: un notable intelectual estadounidense y Naím. Pero había un problema con Naím: el mandato no era cambiar drásticamente el producto editorial, sino encontrar un director. “Consideren también a Naím”, fue la respuesta de la presidencia al comité de búsqueda. Al cabo, Naím obtuvo la plaza.
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Adelanto el tema de las sabidurías convencionales porque, en casi todo lo que habla, escribe o pregunta Naím, se advierte una propensión a navegar a contracorriente de lo aceptado. Un ejemplo es el primer libro de Naím que alguna vez leí: Multinacionales: La economía política de las inversiones extranjeras (Caracas, Monte Ávila Editores, 1982). Un libro surgido de su disertación doctoral en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. “A fines de los setenta prosperaban ideas que propugnaban que los países en desarrollo debían limitar la entrada de las multinacionales porque ello tenía más consecuencias negativas que positivas.
”Mi tesis afirmaba, primero, que limitar la entrada de las multinacionales era, en sí mismo, una mala idea y, segundo, que aunque fuera una buena idea, los países en desarrollo no tenían capacidad de hacerlo. Unas burocracias estatales que a duras penas logran organizarse para recoger la basura o repartir el correo difícilmente podrían regular las complejas, intangibles operaciones financieras de una sofisticada red de empresas interconectadas y movidas por el lucro. Que sólo lograrían espantar la inversión extrajera, crear más corrupción y quedarse con todos los costos de las regulaciones.
”Desde luego, se trata de una idea que iba contra la sabiduría convencional de aquel entonces. Creo que, cuando uno escribe, el primer deber es no aburrir, y una manera muy potente de lograrlo es mirar cuáles son las ideas más queridas por los lectores... y reventarlas. Es lo que hago en la columna que publico en Foreign Policy. En ella siempre trato de mostrar con cifras, datos y lógica alguna conexión que presumo no es obvia. En esto tiene mucho que ver el estar consciente de que casi nadie lee. Y de que la poca gente que lee a menudo carece de tiempo para hacerlo y eso la hace cada vez más selectiva al utilizar su tiempo de lectura. A menos que los provoques argumentando agresivamente, pero con propiedad, contra ideas que esos lectores ‘quieren’ mucho, no van a leerte. Si eres aburrido o repites lo que otros han dicho no van a leerte. Siento la obligación de agregar valor.”
Le pregunto entonces si esa inclinación a aguar la fiesta de la sabiduría convencional es innata o adquirida. Responde que debe mucho a su paso por el mit. “El agresivo estilo del mit –responde–, donde, cuando afirmabas algo, otras diez personas le caían a palos a tu idea hasta demostrar que era falsa. O demostrar que era al menos sostenible. Sólo una idea que sobreviviera a tan enérgico proceso de disección y cuestionamiento tenía algún chance de ser buena. Aquello fue un shock para mí porque en nuestros países prevalece el hábito social de inhibir el choque de ideas. Lo que ocurre entre nosotros es que prevalecen ideas ‘polares’; ideas que no se hablan entre sí. Y con ello quiero referirme también a partidos políticos, grupos académicos, capillas literarias, universidades, etcétera. En su ‘polaridad’, las ideas no se dignan a confrontarse. Esto crea un ambiente que encuentro a la vez complaciente y bipolar: o bien unas ideas son rechazadas de plano por la tribu opuesta, o bien la tribu acoge y entabla ‘diálogo’ sólo con quien comparte de antemano las suyas.”
Con lo que llegamos a las preguntas sobre Latinoamérica. Hace un par de años escuché a Naím decir que al pensar en su país le acomete siempre una mezcla de “arrechera [‘coraje’] y tristeza”.
“Tristeza porque eso de que los pueblos se merecen los gobiernos que tienen es una gran mentira. No hay nada que los venezolanos hayan hecho que los haga merecedores de lo que hoy padecen. Si alguna vez cometieron un crimen, la desproporción entre el crimen y la pena es terrible. Siento arrechera de que Venezuela no sea mejor de lo que puede ser y siento nostalgia al no poder estar en mi país. Mis raíces son venezolanas, yo no me siento norteamericano. Me siento venezolano, latinoamericano.”
Le pregunto: ¿Cuánto pesa en tu modo de ver el mundo la experiencia de haber formado parte de un gobierno latinoamericano que intentó una reforma?
“Fue una experiencia fracasada. La idea de que el Estado subsidie plantas industriales que dan pérdidas y no disponga de dinero para medicinas no debió ser tan fácil de rechazar. Privatizar empresas ineficientes que procuran pocos empleos y ofrecen pésimos productos para dejar entrar al mercado mejores productos y que ello beneficie a muchos consumidores, en lugar de a dos o tres empleados y dos o tres accionistas de esa empresa, sigue siendo una idea en la que creo.
”Sin embargo –prosigue–, ni la sociedad venezolana ni el propio gobierno abrazó esas ideas. Articulistas influyentes escribieron en contra de todo ello y hasta se produjeron telenovelas denunciando la perversidad de aquello que intentábamos hacer. Aquel gobierno fracasó, pero junto con él fracasó una generación y una sociedad.
”El estallido [se refiere al Caracazo] fue llamado ‘social’. En Tigres de papel y minotauros muestro cómo hoy día pagamos en Venezuela más bien las consecuencias de una sociedad viciada por el petróleo y dirigida por élites políticas, mediáticas y académicas absolutamente miopes. Aquel gobierno ciertamente cometió errores garrafales, pero es bueno pensar que en aquel fracaso hubo también factores muy influyentes en los bancos, el sector privado y los sindicatos. El partido del gobierno fue el gran opositor a lo que se intentaba hacer.
”En el plano continental, constatamos la desintegración del continente respecto del resto del mundo. Un índice de globalización que hemos urdido en Foreign Policy mide los lazos que unen a unos países con otros. Toma en cuenta, desde el número de minutos de llamadas de larga distancia que salen y llegan a un país dado, hasta el número de visitantes extranjeros que llegan a él anualmente y por qué lo hacen. Es un indicador múltiple de vínculos globales que va más allá del comercio. El índice de FP muestra que cada año disminuye el número de vínculos de América Latina con el resto del mundo. Esto sólo en lo que atañe al nivel estadístico agregado; puedo ofrecer indicios más inmediatos: con frecuencia me llaman organizaciones que sostienen actividades mundiales. Becas, por ejemplo. Y se quejan de que los candidatos de América Latina son pocos y no competitivos.
”En el orden global, la región está subrepresentada en los doctorados de las universidades de primer orden, en el área de periodismo y en lo que atañe a libros publicados con impacto mundial. Quizá el latinoamericano más leído fuera de su esfera lingüística sea Paulo Coelho. Los organismos multilaterales se quejan de lo mismo: América Latina se está desconectando del mundo.
”Ni a ellos les interesa venir, y pronto nosotros no sabremos cabalmente quiénes son ellos.”
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