La locuacidad del silencio/Anteos Chrisostomidis, ensayista e italianista griego, traductor de Italo Calvino, Leonardo Sciascia y Antonio Tabucchi y columnista del periódico Avghi, de Atenas.
Traducción de Carlos Gumpert
Publicadoen El País, 29/07/2000;
Ha sido Antonio Tabucchi quien ha insistido en el tema. A decir verdad, yo hubiera preferido un asunto más sencillo y tal vez un poco más periodístico, por ejemplo, algo referente a la actual situación política italiana, argumento de indudable interés para los lectores de un periódico progresista como Avghi. Pero Tabucchi, sentado en la terraza de un café del antiguo puerto veneciano de Chania, en Creta, es de diferente opinión. "¿Y por qué no hablamos del silencio?", me ha dicho. A los escritores no hay que llevarles la contraria. Ya se sabe: son como niños, si se les lleva la contraria, se vuelven de mal humor o ponen mala cara. Y además, cuando un gran escritor, un logotechnis como se dice en griego (es decir, alguien que posee de verdad el arte del logos, quiere hablar del silencio, es una rara ocasión para escucharle. El tema nos la ha proporcionado un libro que Tabucchi tiene abierto sobre la mesa, y que, evidentemente, se ha traído consigo para sus vacaciones: Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas, recientemente publicado en España. Un libro, como sostiene Tabucchi, dedicado a la "literatura del No".
Tabucchi empieza informándome de que su argumento son aquellos escritores que en determinado momento han dejado de escribir para siempre o durante un largo periodo de sus vidas. A mí me viene inmediatamente a la cabeza el nombre del poeta griego Manolis Anagnostakis, uno de los grandes de la literatura griega contemporánea, perteneciente a esa generación que ha sido denominada "generación de la derrota", el cual, hace veinte años, a la edad de cincuenta y cinco años, y en la cumbre de su fama, decidió dejar de escribir. Llegados a este punto, la discusión se vuelve realmente acalorada, entre otras cosas porque otro amigo griego que está presente, pero que hasta ahora había permanecido en silencio bebiendo, uzo, exclama: "¡Pero si este libro nos atañe!".
En efecto, el problema nos atañe a todos. Curiosamente, en el café, casi desierto a estas horas, los dos o tres parroquianos presentes parecen haber comprendido el argumento de nuestra conversación, y se ha hecho el silencio. La mía no es una impresión del todo imaginaria: aquí en Creta son muchos los que hablan italiano y este café es el lugar de encuentro de la intelectualidad local. Así, en este silencio que de repente se ha creado, mientras a lo lejos, en algún lugar del puerto, alguien está tocando un bozouki, se enciende una discusión sobre el silencio. Y empezamos a pasar revista a los "escritores del No" que Vila-Matas alberga en su novela. El primero es Juan Rulfo, el gran Rulfo amado por todos nosotros, quien en toda su vida escribió prácticamente un solo libro, Pedro Páramo. Un día, cuando un indiscreto le preguntó a Rulfo por qué había abandonado la pluma, él le echó la culpa a su tío Celerino, que le contaba historias. "Por desgracia, el tío Celerino ha muerto", dijo Rulfo, "ya no tengo a nadie que me cuente historias".
Son muchos los escritores a los que, como a Rulfo, se les ha muerto el tío Celerino. A Salinger, por ejemplo, quien después de su formidable El guardián entre el centeno no sólo renunció a la pluma, sino que llegó hasta a refugiarse en una remota localidad de los Estados Unidos, donde quiere mantenerse alejado incluso del objetivo fotográfico. Tabucchi nos lee en voz alta la página de Vila-Matas en la que éste se refiere a Hawthorne y a su relato Wakefield, en el cual un día, sin motivo aparentemente lógico, un hombre abandona casa, mujer e hijos no para irse a un lugar remoto, sino para esconderse en una casa enfrente de la suya, en cuyas ventanas pasará el resto de sus días espiando la vida de su familia. Cuando no entendemos el texto, Tabucchi nos lo traduce en italiano, y llegamos así al momento en el que Vila-Matas habla del suicidio, gesto interpretado por él paradójicamente como más fácil que el del silencio, por ser radical y definitivo. "Al silencio le hacen falta constancia y testarudez, se basa en una decisión que hay que respetar día a día, de esas que no se toman por un arrebato repentino, sino con paciencia y capacidad de aguante".
"Y por fin", nos explica Tabucchi siguiendo a Vila-Matas, "está también el silencio del escrúpulo y del remordimiento, como el de Juan Ramón Jiménez, el premio Nobel español, y su increíble hipocondria. Durante toda su vida, cuando se despedía de sus amigos por la noche decía que tal vez al día siguiente estaría muerto. Nunca se le ocurrió pensar que en cambio se moriría antes que él su mujer, Zenobia, a quien se definía como "su mujer, su amante, su peluquera, su chófer y su archivo". Estamos en 1956. Exiliado en Puerto Rico para escapar a la dictadura franquista, un día le llegan a Jiménez contemporáneamente dos noticias: que ha ganado el Nobel y que a su mujer, de regreso de una clínica estadounidense, le quedan pocos días de vida a causa de un cáncer incurable. Y en ese mismo momento, el poeta comprende que todo lo que hasta entonces había escrito lo había escrito para ella, y decide no escribir más. En los dos escasos años que le quedan de vida no volvió a escribir una línea, y cuando alguien le preguntaba cuál era su mejor obra, contestaba: "El arrepentimiento de mi obra".
"Pero", añade Tabucchi, como comentario personal suyo al libro de Vila-Matas, "existen también falsos silencios", como, por ejemplo, los sostenidos por Wittgenstein, según el cual no deberíamos hablar de lo que no conocemos. "La literatura habla precisamente de aquello que no se conoce", dice Tabucchi, "de aquello que no existe y que empieza a existir en el momento preciso en el que viene escrito. Y por esa razón precisamente podemos elegir el silencio, pero no imponerlo a los demás". No sé si Tabucchi se refiere, como me parece advertir, a su reciente polémica con Umberto Eco que ha servido de punto de arranque para su pamphlet La gastritis de Platón. Polémica que, como es bien sabido, nace de un intimidatorio artículo del conocido semiólogo italiano, titulado El primer deber de los intelectuales: permanecer callados cuando no sirven para nada. "En ciertas ocasiones", añade Tabucchi, "el silencio es más importante que el logos, como nos lo enseña la historia de Sócrates. Pero este silencio debe ser una elección del propio intelectual, no puede serle impuesto por otros, naturalmente".
Me viene a la cabeza el caso de Seferis y de otros escritores griegos que durante los primeros años del régimen de los coroneles optaron por callar, y más tarde decidieron hablar. Tanto su silencio como sus palabras resultaron temibles en cualquier caso para el régimen fascista griego.
Nuestra discusión está llegando a su fin. Hojeando las páginas de Vila-Matas, Tabucchi sigue evocando a otros escritores, como Rimbaud, Melville, Borges. "¿No resulta casi blasfemo", pregunto yo, "que Rimbaud dijera adiós a la poesía y se fuera a Abisinia?". Tabucchi reflexiona. "¿Quién sabe?", dice, "tal vez nos haya ahorrado un montón de feas poesías que habrían podido destruir su obra precedente". Y después continúa: "Tal vez el problema se plantee hoy en otros términos: dicen que estamos envueltos por una red global, una red de la que no se puede escapar. Pero las redes están hechas también de agujeros. Quizá alguno de nosotros está buscando los agujeros, con el silencio o con las palabras oportunas en el momento justo".
En el curso de un reciente viaje a Creta, Antonio Tabucchi mantuvo un encuentro con Chrisostomidis, en el que comentaron juntos en reciente libro de Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía. Del coloquio entre ambos nació un artículo para Avghi que EL PAÍS publicó en exclusiva.
Tabucchi empieza informándome de que su argumento son aquellos escritores que en determinado momento han dejado de escribir para siempre o durante un largo periodo de sus vidas. A mí me viene inmediatamente a la cabeza el nombre del poeta griego Manolis Anagnostakis, uno de los grandes de la literatura griega contemporánea, perteneciente a esa generación que ha sido denominada "generación de la derrota", el cual, hace veinte años, a la edad de cincuenta y cinco años, y en la cumbre de su fama, decidió dejar de escribir. Llegados a este punto, la discusión se vuelve realmente acalorada, entre otras cosas porque otro amigo griego que está presente, pero que hasta ahora había permanecido en silencio bebiendo, uzo, exclama: "¡Pero si este libro nos atañe!".
En efecto, el problema nos atañe a todos. Curiosamente, en el café, casi desierto a estas horas, los dos o tres parroquianos presentes parecen haber comprendido el argumento de nuestra conversación, y se ha hecho el silencio. La mía no es una impresión del todo imaginaria: aquí en Creta son muchos los que hablan italiano y este café es el lugar de encuentro de la intelectualidad local. Así, en este silencio que de repente se ha creado, mientras a lo lejos, en algún lugar del puerto, alguien está tocando un bozouki, se enciende una discusión sobre el silencio. Y empezamos a pasar revista a los "escritores del No" que Vila-Matas alberga en su novela. El primero es Juan Rulfo, el gran Rulfo amado por todos nosotros, quien en toda su vida escribió prácticamente un solo libro, Pedro Páramo. Un día, cuando un indiscreto le preguntó a Rulfo por qué había abandonado la pluma, él le echó la culpa a su tío Celerino, que le contaba historias. "Por desgracia, el tío Celerino ha muerto", dijo Rulfo, "ya no tengo a nadie que me cuente historias".
Son muchos los escritores a los que, como a Rulfo, se les ha muerto el tío Celerino. A Salinger, por ejemplo, quien después de su formidable El guardián entre el centeno no sólo renunció a la pluma, sino que llegó hasta a refugiarse en una remota localidad de los Estados Unidos, donde quiere mantenerse alejado incluso del objetivo fotográfico. Tabucchi nos lee en voz alta la página de Vila-Matas en la que éste se refiere a Hawthorne y a su relato Wakefield, en el cual un día, sin motivo aparentemente lógico, un hombre abandona casa, mujer e hijos no para irse a un lugar remoto, sino para esconderse en una casa enfrente de la suya, en cuyas ventanas pasará el resto de sus días espiando la vida de su familia. Cuando no entendemos el texto, Tabucchi nos lo traduce en italiano, y llegamos así al momento en el que Vila-Matas habla del suicidio, gesto interpretado por él paradójicamente como más fácil que el del silencio, por ser radical y definitivo. "Al silencio le hacen falta constancia y testarudez, se basa en una decisión que hay que respetar día a día, de esas que no se toman por un arrebato repentino, sino con paciencia y capacidad de aguante".
"Y por fin", nos explica Tabucchi siguiendo a Vila-Matas, "está también el silencio del escrúpulo y del remordimiento, como el de Juan Ramón Jiménez, el premio Nobel español, y su increíble hipocondria. Durante toda su vida, cuando se despedía de sus amigos por la noche decía que tal vez al día siguiente estaría muerto. Nunca se le ocurrió pensar que en cambio se moriría antes que él su mujer, Zenobia, a quien se definía como "su mujer, su amante, su peluquera, su chófer y su archivo". Estamos en 1956. Exiliado en Puerto Rico para escapar a la dictadura franquista, un día le llegan a Jiménez contemporáneamente dos noticias: que ha ganado el Nobel y que a su mujer, de regreso de una clínica estadounidense, le quedan pocos días de vida a causa de un cáncer incurable. Y en ese mismo momento, el poeta comprende que todo lo que hasta entonces había escrito lo había escrito para ella, y decide no escribir más. En los dos escasos años que le quedan de vida no volvió a escribir una línea, y cuando alguien le preguntaba cuál era su mejor obra, contestaba: "El arrepentimiento de mi obra".
"Pero", añade Tabucchi, como comentario personal suyo al libro de Vila-Matas, "existen también falsos silencios", como, por ejemplo, los sostenidos por Wittgenstein, según el cual no deberíamos hablar de lo que no conocemos. "La literatura habla precisamente de aquello que no se conoce", dice Tabucchi, "de aquello que no existe y que empieza a existir en el momento preciso en el que viene escrito. Y por esa razón precisamente podemos elegir el silencio, pero no imponerlo a los demás". No sé si Tabucchi se refiere, como me parece advertir, a su reciente polémica con Umberto Eco que ha servido de punto de arranque para su pamphlet La gastritis de Platón. Polémica que, como es bien sabido, nace de un intimidatorio artículo del conocido semiólogo italiano, titulado El primer deber de los intelectuales: permanecer callados cuando no sirven para nada. "En ciertas ocasiones", añade Tabucchi, "el silencio es más importante que el logos, como nos lo enseña la historia de Sócrates. Pero este silencio debe ser una elección del propio intelectual, no puede serle impuesto por otros, naturalmente".
Me viene a la cabeza el caso de Seferis y de otros escritores griegos que durante los primeros años del régimen de los coroneles optaron por callar, y más tarde decidieron hablar. Tanto su silencio como sus palabras resultaron temibles en cualquier caso para el régimen fascista griego.
Nuestra discusión está llegando a su fin. Hojeando las páginas de Vila-Matas, Tabucchi sigue evocando a otros escritores, como Rimbaud, Melville, Borges. "¿No resulta casi blasfemo", pregunto yo, "que Rimbaud dijera adiós a la poesía y se fuera a Abisinia?". Tabucchi reflexiona. "¿Quién sabe?", dice, "tal vez nos haya ahorrado un montón de feas poesías que habrían podido destruir su obra precedente". Y después continúa: "Tal vez el problema se plantee hoy en otros términos: dicen que estamos envueltos por una red global, una red de la que no se puede escapar. Pero las redes están hechas también de agujeros. Quizá alguno de nosotros está buscando los agujeros, con el silencio o con las palabras oportunas en el momento justo".
En el curso de un reciente viaje a Creta, Antonio Tabucchi mantuvo un encuentro con Chrisostomidis, en el que comentaron juntos en reciente libro de Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía. Del coloquio entre ambos nació un artículo para Avghi que EL PAÍS publicó en exclusiva.
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