Contra el terrorismo/Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París
Traducción: Juan Gabriel López Guix
Publicado en La Vanguardia, 28/09/2004;
Será la lucha contra el terrorismo la cuarta guerra mundial, tras la tercera, el conflicto Este-Oeste, que es como se interpreta cada vez con más frecuencia? Esta comparación carece de sentido estratégico. La rivalidad soviético-estadounidense se ejercía de forma ruda, pero dentro de un marco conceptual común; disuasión nuclear, equilibrio del terror, zonas de infl uencia eran conceptos vigentes tanto en Washington como en Moscú. Hoy no es así en absoluto. El terrorismo no juega con el mismo tablero que sus adversarios. El bloque soviético estaba muy centralizado y jerarquizado. Estados Unidos y la Unión Soviética combatían con armas casi iguales o en todos los casos comparables. No cabe duda de que Al Qaeda es una red mundial, pero formada por grupos no vinculados entre ellos por una estructura organizativa y unidos por una serie de objetivos que se superponen parcialmente. El terrorismo ha contado siempre con la ventaja de poder elegir el blanco y el momento del ataque. Así pues, la defensa es mucho más difícil. Si se protegen los edificios oficiales, los ministerios, las embajadas, los terroristas pueden dirigirse contra las escuelas o contra individuos aislados. El 11-S demostró que los aviones de pasajeros podían convertirse en armas de destrucción masiva. Sí, pueden vigilarse los aeropuertos. Aunque quedan las estaciones de tren, el metro, los autobuses. Como se ve, una defensa eficaz al ciento por ciento no es posible, a menos que cambiemos el modelo de sociedad. Los terroristas siempre podrán atacar un objetivo menos protegido, que era considerado secundario y que se convertirá en importante en razón de su accesibilidad. La comparación con la guerra fría choca también con las realidades económicas. El precio de un atentado no tiene punto de comparación con los gastos que genera. No sólo el escudo no es nunca completamente hermético, sino que es mucho más costoso que la espada.
Según un informe sobre terrorismo del comité del Consejo de Seguridad de la ONU, los atentados del 11 de septiembre necesitaron una financiación de 100.000 dólares, mientras que los atentados contra las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania en agosto de 1998 o de Bali en octubre del 2002 habrían costado 50.000 dólares. El ataque contra el destructor USS Cole en Adén en octubre del 2002 rondó los 10.000 dólares, igual que los de Madrid en marzo del 2004. Muy poco en comparación con la valoración de las destrucciones, el impacto psicológico y estratégico y los gastos en seguridad que acarrean. Hacen falta un poco de dinero y unos hombres o mujeres dispuestos amorir para llevar a cabo un atentado. Es evidente que los recursos necesarios están disponibles. La sofisticación tecnológica de sus equipos militares permite a Estados Unidos no tener ningún competidor estratégico. Sin embargo, poca es la ayuda que prestan contra Al Qaeda y sus comparsas. Su adquisición y mantenimiento resultan onerosos incluso para la hiperpotencia estadounidense. En efecto, dos divisiones involucradas en operaciones de estabilización en Iraq cuestan 1.000 millones de dólares por semana. Al año, eso representa el PIB de Nueva Zelanda. Los gastos militares estadounidenses han pasado de los 293.000 millones de dólares en el 2001 a los 416.000 millones en el 2005, ¿pero ha conseguido con ello Estados Unidos una mayor seguridad? Plantear la pregunta supone responder con una negativa. Hay que añadir además 40.600 millones en concepto de lucha antiterrorista y otros 40.000 millones de recogida de información.
Dotar a Estados Unidos de un sistema de comunicación de urgencia a escala nacional costaría 62.000 millones de dólares. Vigilar los 20.000 contenedores que llegan todos los días a los puertos estadounidenses (hoy sólo se verifica el 2 por ciento) exigiría más de 20.000 millones de dólares de inversión y luego los gastos de mantenimiento del sistema. Ni siquiera es posible calcular lo que costaría controlar los entre 8 y 12 millones de inmigrantes ilegales que residen en Estados Unidos.
Tal como está planteada, la lucha contra el terrorismo agravará los déficit estadounidenses, ya astronómico, y reducirá la capacidad de intervención de Washington en materia social o educativa.
La guerra fría se ganó -pacíficamente- gracias a la superioridad económica del mundo libre. La Unión Soviética se derrumbó por no haber sido capaz de seguir el ritmo occidental. Hoy es el terrorismo el que puede asfixiar económicamente a su adversario. Razón de más para no recurrir a lo exclusivamente militar, que alimenta más que combate el terrorismo. Hay que hacer frente al desafío aportando ante todo respuestas políticas. De otro modo, no sólo no conseguiremos mejorar nuestro entorno de seguridad internacional que seguirá degradándose, sino que padeceremos también una disminución de nuestras capacidades de satisfacer las necesidades sociales de nuestros conciudadanos.
Publicado en La Vanguardia, 28/09/2004;
Será la lucha contra el terrorismo la cuarta guerra mundial, tras la tercera, el conflicto Este-Oeste, que es como se interpreta cada vez con más frecuencia? Esta comparación carece de sentido estratégico. La rivalidad soviético-estadounidense se ejercía de forma ruda, pero dentro de un marco conceptual común; disuasión nuclear, equilibrio del terror, zonas de infl uencia eran conceptos vigentes tanto en Washington como en Moscú. Hoy no es así en absoluto. El terrorismo no juega con el mismo tablero que sus adversarios. El bloque soviético estaba muy centralizado y jerarquizado. Estados Unidos y la Unión Soviética combatían con armas casi iguales o en todos los casos comparables. No cabe duda de que Al Qaeda es una red mundial, pero formada por grupos no vinculados entre ellos por una estructura organizativa y unidos por una serie de objetivos que se superponen parcialmente. El terrorismo ha contado siempre con la ventaja de poder elegir el blanco y el momento del ataque. Así pues, la defensa es mucho más difícil. Si se protegen los edificios oficiales, los ministerios, las embajadas, los terroristas pueden dirigirse contra las escuelas o contra individuos aislados. El 11-S demostró que los aviones de pasajeros podían convertirse en armas de destrucción masiva. Sí, pueden vigilarse los aeropuertos. Aunque quedan las estaciones de tren, el metro, los autobuses. Como se ve, una defensa eficaz al ciento por ciento no es posible, a menos que cambiemos el modelo de sociedad. Los terroristas siempre podrán atacar un objetivo menos protegido, que era considerado secundario y que se convertirá en importante en razón de su accesibilidad. La comparación con la guerra fría choca también con las realidades económicas. El precio de un atentado no tiene punto de comparación con los gastos que genera. No sólo el escudo no es nunca completamente hermético, sino que es mucho más costoso que la espada.
Según un informe sobre terrorismo del comité del Consejo de Seguridad de la ONU, los atentados del 11 de septiembre necesitaron una financiación de 100.000 dólares, mientras que los atentados contra las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania en agosto de 1998 o de Bali en octubre del 2002 habrían costado 50.000 dólares. El ataque contra el destructor USS Cole en Adén en octubre del 2002 rondó los 10.000 dólares, igual que los de Madrid en marzo del 2004. Muy poco en comparación con la valoración de las destrucciones, el impacto psicológico y estratégico y los gastos en seguridad que acarrean. Hacen falta un poco de dinero y unos hombres o mujeres dispuestos amorir para llevar a cabo un atentado. Es evidente que los recursos necesarios están disponibles. La sofisticación tecnológica de sus equipos militares permite a Estados Unidos no tener ningún competidor estratégico. Sin embargo, poca es la ayuda que prestan contra Al Qaeda y sus comparsas. Su adquisición y mantenimiento resultan onerosos incluso para la hiperpotencia estadounidense. En efecto, dos divisiones involucradas en operaciones de estabilización en Iraq cuestan 1.000 millones de dólares por semana. Al año, eso representa el PIB de Nueva Zelanda. Los gastos militares estadounidenses han pasado de los 293.000 millones de dólares en el 2001 a los 416.000 millones en el 2005, ¿pero ha conseguido con ello Estados Unidos una mayor seguridad? Plantear la pregunta supone responder con una negativa. Hay que añadir además 40.600 millones en concepto de lucha antiterrorista y otros 40.000 millones de recogida de información.
Dotar a Estados Unidos de un sistema de comunicación de urgencia a escala nacional costaría 62.000 millones de dólares. Vigilar los 20.000 contenedores que llegan todos los días a los puertos estadounidenses (hoy sólo se verifica el 2 por ciento) exigiría más de 20.000 millones de dólares de inversión y luego los gastos de mantenimiento del sistema. Ni siquiera es posible calcular lo que costaría controlar los entre 8 y 12 millones de inmigrantes ilegales que residen en Estados Unidos.
Tal como está planteada, la lucha contra el terrorismo agravará los déficit estadounidenses, ya astronómico, y reducirá la capacidad de intervención de Washington en materia social o educativa.
La guerra fría se ganó -pacíficamente- gracias a la superioridad económica del mundo libre. La Unión Soviética se derrumbó por no haber sido capaz de seguir el ritmo occidental. Hoy es el terrorismo el que puede asfixiar económicamente a su adversario. Razón de más para no recurrir a lo exclusivamente militar, que alimenta más que combate el terrorismo. Hay que hacer frente al desafío aportando ante todo respuestas políticas. De otro modo, no sólo no conseguiremos mejorar nuestro entorno de seguridad internacional que seguirá degradándose, sino que padeceremos también una disminución de nuestras capacidades de satisfacer las necesidades sociales de nuestros conciudadanos.
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