El crimen no es el problema/Ana Laura Magaloni Kerpel
Publicado en Revista Nexos, 01/02/2011
Sabemos que hay un problema, pero no de qué está hecho. Los datos del INEGI analizados por Escalante dan cuenta de ello. La tasa nacional de homicidios de 2008 y 2009 rompe la tendencia a la baja sostenida de los 20 años anteriores y lo hace de un modo vertiginoso. La tasa aumenta 50% en 2008 respecto de 2007, y otro 50% en 2009 respecto de 2008. Bastaron dos años para que alcanzáramos otra vez el nivel más alto de violencia de las últimas dos décadas: 18 homicidios por cada 100 mil habitantes. En términos absolutos, 2009 tuvo el mayor número de homicidios de nuestra historia reciente: 19 mil 809. Todos sabemos que, aunque aún no existan datos oficiales disponibles, el 2010 va a ser aún peor. No hay la menor duda: estamos ante una espiral de violencia que no entendemos bien de qué está hecha ni cómo frenarla.
Esta violencia no es homogénea. Más bien se ha concentrado en algunos estados. La variable más importante que encuentra Escalante es que las entidades en donde han existido operativos de las fuerzas federales entre 2007 y 2009 tienen una tasa de homicidios muy superior al resto del país. La brecha es enorme. Si se dividen las entidades federativas en dos conjuntos —las que han tenido operativos y las que no—, en las primeras la tasa de homicidios durante 2009 fue de 44 por 100 mil habitantes, mientras que en las segundas fue de 10. De ese tamaño ha sido el impacto del despliegue militar y policial en las entidades en cuestión. El caso de Chihuahua es el más impresionante: pasaron de una tasa de 14.4 por cada 100 mil habitantes en 2007 a una de 108.5 en 2009.
Frente a estas cifras la explicación oficial resulta demasiado simplista. Parece poco probable que estos movimientos tan bruscos sólo tengan que ver con las estrategias predatorias de los grupos criminales rivales. Sin duda una parte de los homicidios sí tienen que ver con ello, pero no todos. Necesitamos desagregar el problema para saber qué está pasando.
Escalante pone una hipótesis sobre la mesa: se trata de la ruptura del orden local, de la crisis del poder municipal y, en particular, de sus cuerpos policíacos. En nuestro país, como en cualquier otra parte del mundo, el orden y la gestión de la conflictividad social requieren de una policía capaz de organizar los mercados ilegales e informales que son muchos y de varios tipos, no sólo el de la droga. La policía municipal es la que ha gestionado dónde y quiénes pueden vender droga. También pone orden entre los vendedores de piratería, contrabando o cosas robadas. Controla al que tiene su puesto de comida en la calle o inclusive define quiénes pueden pedir limosna en los semáforos u operar como franeleros en algunas esquinas. Según me han comentado las propias autoridades, ello funciona de forma sistémica y ordenada: todos los “vendedores” en el mercado de la ilegalidad o la informalidad pagan una cuota al policía municipal encargado de la zona, quien a su vez le paga una cuota a su superior jerárquico. Nada nuevo para quienes vivimos en México.
Lo que parece menos trivial es determinar en qué momento ese viejo equilibrio social dejó de funcionar y por qué. El presidente Calderón sostiene que en algunas partes del país la policía municipal ya estaba bajo las órdenes de un grupo criminal y por ello fue sustituida por fuerzas federales. Aun asumiendo que ello es así, ¿por qué la estrategia actual contempla la posibilidad de terminar con todas las policías municipales a través del mando único? ¿Cómo estima el gobierno federal que se va a gestionar la conflictividad social producto de los mercados ilegales?
Es profundamente ingenuo pensar que los mercados ilegales pueden desaparecer sin más del mapa nacional. Como bien destaca Escalante: “en cualquier país del mundo hace falta una fuerza pública arraigada localmente para organizar esos mercados, porque no van a desaparecer, y porque implican transacciones cotidianas, regulares, en las que participa buena parte de la sociedad”.
La hipótesis de Escalante sugiere que el gobierno federal, bajo una concepción bastante infantil sobre Estado de derecho, no ha entendido de qué está hecho el orden local y cómo la policía municipal y su gestión de los mercados informales e ilegales son algunos de los pilares en los que se sustenta dicho orden. Si se quiere sustituir dicho orden por uno nuevo, al menos hay que saber cómo funciona y qué lo sostiene.
Los franeleros en el DF son un buen ejemplo de ello. Los franeleros controlan espacios de estacionamiento públicos. Eso es ilegal. Lo hacen, además, en complicidad con la policía preventiva, quien reparte los espacios y recibe una cuota semanal a cambio. Eso también es ilegal. Los automovilistas tienen que pagar al franelero por estacionarse en un espacio público; a cambio, aunque los automovilistas no lo sepan, es mucho menos probable que les roben el coche o el espejo retrovisor. Si las autoridades quitasen de un día para otro a los franeleros, es posible que se rompiera el equilibrio existente y que comenzara a aumentar el robo de coche o de autopartes. Dicho de otra forma, los franeleros, además de ser una lata para los automovilistas y una fuente de corrupción de policías preventivos, limitan el espacio de acción de los que roban autopartes y coches. Es decir, son, en algún sentido, generadores de orden.
Con esto no quiero hacer una apología de la ilegalidad ni de la informalidad. Lo que quiero destacar son dos cosas. En primer término, hay que entender a fondo la compleja arquitectura del orden local, cuáles son los actores y las instituciones formales e informales que generan orden. Sin ese entendimiento, lo que pueden parecer políticas razonables en términos del Estado de derecho (por ejemplo, sustituir a franeleros por parquímetros) puede tener consecuencias negativas no esperadas (aumento del robo de coches). En segundo término, y este es el argumento de fondo, en cualquier parte del mundo hay espacios de tolerancia a la ilegalidad a cambio de que la violencia se mantenga a raya y eso parece ser el punto ciego de la estrategia del gobierno federal.
En su espléndido libro Crime is Not the Problem, los profesores Franklin Zimbring y Gordon Hawkins lo explican de la siguiente manera: “invertir nuestros esfuerzos y recursos materiales sobre el espectro completo de conductas criminales en Estados Unidos es pelear una guerra equivocada”.1 El problema del crimen se debe circunscribir a la violencia, sobre todo, a la violencia letal. Es el crimen violento, y no todo el amplio espectro del mundo de la ilegalidad, lo que más impacta negativamente la calidad de vida de los ciudadanos.2
En ese mismo libro, Zimbring y Gordon destacan dos cosas que me parecen útiles para México. La primera tiene que ver con los ciclos de violencia: la tolerancia social a la violencia letal genera más violencia. Zimbring y Hawkins utilizan este argumento en torno a las laxas políticas norteamericanas de venta, portación y utilización de armas de fuego. Sin embargo, la misma lógica de su argumento se pude utilizar en el caso de México: cuando desde el propio gobierno, los medios de comunicación y opinión pública se asume con ligereza que es un daño colateral que se maten entre sí los propios criminales, lo que se está generando es tolerancia social a la violencia letal y ello detona más violencia. Si el homicidio se justifica en un contexto, ¿por qué no se puede justificar en otros? La muerte, como diría Escalante, tiene permiso.
El segundo argumento de Zimbring y Hawkins es que las instituciones policiales y de justicia penal tienen que servir para mandar un mensaje claro a la sociedad: el crimen violento es mucho más grave que el no violento. No es lo mismo vender droga que secuestrar; tampoco es igual ser un sicario que un contrabandista. El gobierno federal, la prensa y la opinión pública han dejado de hacer estas importantes diferencias. Todos por igual forman parte de la ambigua categoría de “crimen organizado”. Y contra el crimen organizado vale todo.
Pocas veces se puede decir que es urgente que se genere mucho más conocimiento empírico útil en las ciencias sociales. Hoy es el caso en torno al problema de la violencia y las políticas de gestión de la conflictividad en México. La academia tiene una enorme asignatura pendiente.
Algunos piensan que la cosa no es tan grave. Sostienen que la tasa de homicidios en México es todavía mucho más baja que la de los países más violentos de la región. Se equivocan. Lo que preocupa no sólo es la tasa de homicidios per se, sino también, y sobre todo, la forma vertiginosa en la que ésta ha aumentado. Las espirales de violencia son muy difíciles de contener y de frenar. Es mucho más probable continuar con la inercia ascendente que siquiera aspirar a que la tasa nacional de homicidios se quede en el mismo punto que la del año anterior. Hay que redefinir la ruta antes de que sea demasiado tarde.
Ana Laura Magaloni Kerpel. Profesora investigadora de la División de Estudios Jurídicos del CIDE.
1 Crime is Not the Problem: Lethal Violence in America, Oxford University Press, 1997, p. 1
2 Ibíd., pp. 5-87.
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