La basura y la máscara/ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Babelia, 02/04/2011
Como dice Pessoa, estoy sujeto a las pasiones visuales. Una imagen llama mi atención y ya no puedo apartar los ojos de ella: un cuadro, una fotografía, una cara entrevista en la calle, en el metro, una viñeta de una novela gráfica, un fotograma, la tipografía de un anuncio, cualquier cosa enmarcada por una ventana, quizás ventanas iluminadas al otro lado de la calle, con su contenido misterioso de siluetas humanas, de estanterías de bibliotecas. La iconoclastia me sume en una desolación sin remedio, como una ciudad americana sin aceras ni escaparates ni gente o como cualquier mundo de hombres solos. Todas las imágenes del arte me atraen, hasta las más depravadas. Durante varios días hubo en la acera de mi calle, apoyado contra una farola, un cuadro abandonado por alguien que nadie recogía y que me atrapaba la mirada cada vez que pasaba cerca de él, como esos mendigos y dementes que examinan de soslayo un cubo prometedor de basura. El cuadro era basura. Era
un óleo con marco impetuoso y un fondo de bosques y montañas nevadas, con un río en el primer plano, dotado de los correspondientes churretones de espuma. En medio del río sobresalía una figura femenina en relieve, con una melena al viento como la de la Venus de Botticelli, aunque vestida con algo más de recato. Y a los lados, también en relieve, había unos faroles con orificios recortados en la zona correspondiente a los cristales. Detrás de cada orificio había una bombilla diminuta, con un cable arrancado que en mejores tiempos debió de conectar con un enchufe: en alguna casa indescriptible, hubo alguien que colgó aquel cuadro en una pared, y que se complació en encender cada noche esos farolillos que amenizaban el óleo, iluminando el bosque, los picos nevados, el río espumoso, la señorita o ninfa que brotaba de sus aguas. Cuando dejé de verlo al cabo de unos pocos días fue un alivio, aunque también una decepción. Quizás lo recogieron los basureros y ahora está sepultado para siempre en un muladar. O quizás, al amparo de la noche, lo rescató alguien que ahora lo tiene colgado en algún salón doméstico, de manera que todavía se prolonga su infamia.
El aficionado a las imágenes las ve en todas partes. Sin duda el cerebro humano está programado para ver figuras o caras en casi cualquier configuración de rasgos visuales. De niños todos hemos visto una cara pepona en la Luna llena, y reconocido perfiles humanos y animales en los contornos de las nubes, o en esas manchas de humedad en la pared o en el techo que mirábamos con tan ilimitado aburrimiento a la hora de la siesta. Brassaï iba de noche y de día por las calles de París y en los orificios casuales de un muro o en una tapa de alcantarilla iluminada oblicuamente por un farol veía los ojos y la boca abierta de un ídolo primitivo. Cuando era niño mi hijo Arturo se despertó un día contándome que había soñado con un trapo con cara y un árbol con ojos. En los nudos de la corteza de los árboles no es difícil imaginar ojos de animales que nos miran desde su interior, o de espíritus, o presencias ocultas. En Nueva York, en el Museo del Indio Americano, hay unas máscaras mapuches hechas de corteza de árbol que tienen algo de capirotes de penitentes encapuchados, la forma cónica y las dos hendiduras de los ojos recortadas en la superficie oscura y rugosa, manchada de liquen, castigada por la intemperie. En las esculturas prehistóricas de las islas Cícladas y en las de Constantin Brancusi un trozo liso y combado de mármol se convierte en una cara humana por el simple procedimiento de insinuar una nariz, el arco de unas cejas. Cada vez que miro un enchufe americano, con sus dos ranuras verticales y paralelas y debajo de ellas otra un poco más grande y casi redondeada, no me cuesta nada ver una cara diminuta de susto o asombro.
Picasso superpuso un manillar y un sillín de una bicicleta de desecho y obtuvo la cabeza de un toro mitológico. El arte es unas veces hacer y otras señalar con el dedo para que se descubra una imagen donde hasta ese momento a nadie le había parecido que la hubiera. Man Ray le añadió una fila de clavos afilados a la base de una plancha común y la convirtió en una criatura inventada y carnívora. El arte es el indicio o la evidencia de una metamorfosis, de un tránsito entre lo familiar y lo completamente inesperado. Fui el otro día al Metropolitan planeando ver una exposición en torno a los Jugadores de cartas de Cézanne con la idea de escribir sobre ella y a mitad de camino, por las salas del museo, me reclamó la atención algo que parecía una serie de extrañas máscaras africanas y ya no pude dejar de mirarlas, y se me fue el tiempo sin llegar adonde me proponía. Eran máscaras, desde luego, con rasgos abstractos, algunas con melenas ásperas, con narices prominentes, con bocas redondas exageradas por un grito o una exclamación, como las de las máscaras griegas. Pero eran también bidones de plástico de gasolina cortados por la mitad y puestos contra la pared con el mango y la boca mirando hacia el espectador. Cada mango se había convertido en una nariz. Cada boca sin su tapón de rosca era una boca humana. El plástico sucio, muy usado, quemado por el sol, manchado por el trasiego de la gasolina, daba a los rasgos una vehemencia dramática. En algunos casos, la melena estaba hecha con los hilos gruesos de una fregona; en otros, con un cepillo negro de zapatos, que parecía exactamente un pelo crespo cortado en horizontal; en alguno más, con haces de cables de aparatos desventrados. Una plancha puesta de canto es una cabeza de escultura africana. Eso que parecen ojos bulbosos de mosca o gafas de sol sobre la nariz que es el asa de un bidón son los auriculares aparatosos de un viejo equipo estereofónico.
Las obras pertenecen a un escultor de la República de Benin que se llama Romuald Hazoumé. Algunas son también de un artista de Nueva Jersey, Willie Cole, experto también en la transmutación de las basuras, en crear máscaras con yuxtaposiciones de zapatos de tacón y serpientes que alzan la cabeza como cobras y son largos tubos de gasolina coronados por el grifo del surtidor. Hazoumé ironiza sobre la visión occidental de un África exótica representada por las máscaras, pero también continúa una tradición universal muy antigua -la máscara como escondite y revelación de la identidad- y da testimonio de esos bidones de plástico que forman parte de la vida cotidiana de la gente pobre en su país, que los emplea para trasladar agua a largas distancias o negociar en gasolina. El bidón, la botella de plástico, la maraña de cables, son a la vez desechos del consumo y pruebas materiales de la obstinada duración de tantas cosas que nosotros tiramos, y que otros recogen y aprovechan. Pero sobre todo son imágenes, hermosas imágenes, tentaciones de idolatría, alimento de pasiones visuales.
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