Pablo Gámez, entrevista a Tomás Segovia
El Angel de Reforma, 13-Nov-2011;
"Escribo para tratar de entender lo terrible que es estar vivo, mi enfrentamiento es con la vida", declaró Tomás Segovia (Valencia, 1927- DF, 2011) en esta entrevista inédita realizada en 2005.
El ganador del Premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana y del Caribe 2005 falleció el lunes a los 84 años en la Ciudad de México.
Segovia, novelista, traductor y poeta, dejó España a los 9 años de edad durante la Guerra Civil española. Se exilió en París, Casablanca y México, donde vivió hasta su madurez.
"El drama de los exiliados se divide principalmente en dos cosas: que les han cortado sus proyectos de vida y que se les excluye de la historia. Un exiliado no puede participar como un nativo en el país a donde llega, y en el suyo tampoco, porque sencillamente ya no está.
"Mi sentimiento personal es que todo ciudadano normal está en realidad excluido del sistema político. Un exiliado es muy consciente de que el destino histórico nos lo hacen".
Sin embargo, para Segovia, el exilio de un niño que sale con su familia no es propiamente un exilio.
"Un niño no tiene una vida que le trunquen, tiene una vida por hacer. Pero es una experiencia traumática".
-Además de que un niño exiliado puede acabar reaccionando de una manera u otra.
-Claro, en México acabé participando, teniendo opiniones, dirigiendo revistas y haciendo cosas que se traducen en injerencias en la vida pública. Lo logré, pero no en el mismo grado que lo consigue un nativo. Yo no tenía derecho a lograr un puesto público porque la ley lo prohibía, y esto es una limitación grave. Para mí esto fue una condición, me refiero al exilio.
-Ciertas condiciones se llegan a superar y otras no, en el caso del exilio como condición, ¿es una marca que se lleva de por vida?
-Sí, como condición, tal y como llevo de por vida el color de mis ojos y mi sexo. En principio, tiene usted que contar y aceptar sus circunstancias durante toda su vida. Lo que yo no puedo hacer es dramatizarlo. Comprendo muy bien que lo dramaticen nuestros padres, es decir, la generación que efectivamente fue truncada, perseguida, echada; pero yo, como niño, nací exiliado. En el fondo es lo mismo: yo tengo que reaccionar olvidando que soy exiliado, no ateniéndome a que lo soy.
-Desde los más tempranos escritos suyos se nota un dejo de nostalgia en su obra poética y literaria, ¿podemos definir esta nostalgia como producto del exilio?
-Diría que la mía es la nostalgia de todo el mundo. Nostalgia de la infancia, por ejemplo. Claro que tengo nostalgia, pero tengo tanta nostalgia de Francia, de Casablanca y del México de mi primera adolescencia y juventud. Incluso, he defendido mucho a la nostalgia en general. Porque se ha utilizado el término peyorativamente.
Mi problema es que tengo nostalgia de la humanidad. Una humanidad que se ha venido perdiendo, desmoronando y desapareciendo. No me da vergüenza tener nostalgia de los valores humanos que estamos pisoteando de manera repugnante. No pretendo hacerme un profesional de la nostalgia. La poesía no me interesa por sí misma, me interesa como la mejor manera de entender qué hago aquí, en este mundo. Nada más por eso. Es el porqué de mi poesía.
-¿La poesía le permite crear ese sentido y razón en su vida?
-Para entender qué hago en este mundo, no me serviría de nada encerrarme en la nostalgia y quejarme de las pérdidas. Cuando tengo dolor porque he perdido algo, me quejo en la poesía, pero no me dedico a eso. Hay momentos en que también estoy gozando de la vida, descubriendo cosas y hablando de ellas.
-¿Qué tipo de razón o sentido busca a partir del lenguaje mismo?
-Tengo que responderle con lenguaje metafórico. En mi caso, la poesía es iluminación. A través de las palabras uno ve organizarse una configuración verbal en la que una parte del mundo se hace visible en las palabras. Las palabras tienen un aspecto metafóricamente visual, iluminan las cosas. Cuando uno encuentra cómo decir algo lo encuentra con palabras o con la posibilidad de verbalizarlo.
El poema resulta un poco como esa frase hecha: "Y entonces me dije a mí mismo". El poema es algo que me digo a mí mismo para entender. En lo personal, la poesía es de orden iluminador, no tanto estético.
-¿Iluminación en vez de creación?
-Es que tal vez no hay más creación que la iluminación. Tengo muchas dudas sobre lo que solemos llamar creación.
Me parece que la palabra creación, como todas las palabras, tiene sus peligros, porque el hombre se puede volver creacionista. O sea: la idea de que el hombre puede crear de la nada y sin sentido, porque la creación, propiamente dicha, no tiene sentido. El gran problema es que el hombre ha tenido la tentación de sentirse Dios y querer crear cosas que son, cosas a las que no se les pregunta. Personalmente soy más modesto. No creo ser Dios, ni creo ser creador.
-Pero con una gran obra literaria, ensayística y poética de por medio y a pesar incluso de los grandes reconocimientos que ha recibido, prefiere no decirse ni sentirse escritor, ¿por qué?
-Me defiendo de la profesionalización de la literatura, sobre todo en la poesía. Porque la poesía es la forma literaria más incontaminada y pura. Me parece terrible profesionalizar la poesía.
La poesía es contacto directo con el lenguaje, esencia de lo humano. La poesía está antes y después de las instituciones, pero no dentro. Nunca he sentido que pertenezco al gremio de los poetas, a la comunidad. Soy una persona que escribe en los cafés, no tengo un despacho, una oficina o un cubículo. Escribo en los cafés, porque es un sitio nada profesional.
-Hablaba de que tenía nostalgia de la falta de humanismo, pero el jurado del Premio Juan Rulfo (en 2005) lo definió como un poeta indispensable, una figura central del humanismo hispanoamericano. ¿Hasta qué punto sobrevive dicho humanismo en esta época?
-Espero que ese humanismo sobreviva. Lamento que domine al mundo el antihumanismo. Ahora, con la palabra humanismo, como con todas las palabras, procuro mantener una distancia y calibrar las cosas. Hoy, el tema es muy sutil. Hay una moda intelectual antihumanista, subrayando el lado que el humanismo puede tener de fabricarse una buena conciencia para no querer enfrentar directamente la historia y el ser. Hay esa corriente que como Michel Foucault proclama que el hombre ha muerto. Quiere decir que el humanismo ha muerto. Todo eso parece amargamente lúcido, superior, puesto que se atreve a decir las verdades crudas. Creo que un infantilismo de nuestra civilización es creer siempre que lo que más duele es más verdadero.
-¿Y forman los dogmas parte de estos infantilismos?
-Creo que estos dogmas que nos gobiernan y nos definen son peores que los infantilismos. Lo son en el sentido de que son rudimentarios y elementales, que no se ponen en duda. Pero son más complejos y contienen más mala fe que los infantilismos. Ese mensaje silencioso que nos está llegando de que no hay más que la fuerza, no hay más que el dinero, y todo lo demás son ilusiones que nos hacemos y nostalgia de no querer progresar: han creado una moral darwinista sobre la base de que el hombre es un animal. En el fondo nos dicen: no tiene nada de malo comerse y despedazar al más pequeño. Esa moral infundada es de una maldad insidiosa.
Muchos intelectuales que se creen muy adelantados están diciendo lo mismo. Dicen ellos que el humanismo son los buenos sentimientos, el velo que echamos para no querer ver la horrible realidad y el horror de la nada. Decir eso es dar la razón a un personaje como George Bush. Es estar diciendo que hay que enviar los cañones e imponer nuestra manera de ver el mundo. El humanismo no está en la naturaleza, tampoco es una necesidad biológica, porque el hombre parte de la naturaleza, pero no se queda en ella.
Agencia Artgos Internacional
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