¿Es
Escocia un anuncio?/ Robert Skidelsky
Project
Syndicate | 18 de septiembre de 2014,
Como
considero a los escoceses gente sensata, creo que esta semana votarán “no” en
el plebiscito por la independencia. Pero cualquiera sea el resultado, el espectacular
ascenso de los nacionalismos en Escocia y otras partes de Europa es síntoma de
que algo anda mal en la política tradicional.
Mucha
gente se ha convencido de que el modo de organización actual ya no es digno de
confianza; que el sistema político impide un debate serio de alternativas
económicas y sociales; que el poder está en manos de bancos y oligarcas; y que
la democracia es una impostura. El nacionalismo promete un modo de escapar del
dominio de alternativas “sensatas” que en realidad no son ninguna alternativa.
Los
nacionalistas pueden dividirse en dos grandes grupos: aquellos que sinceramente
creen que la independencia permite una salida del bloqueo de un sistema
político y aquellos que usan la amenaza de la independencia para forzar al
establishment político a hacer concesiones. En cualquiera de los casos, los
políticos nacionalistas tienen la inmensa ventaja de no necesitar un programa
práctico: para ellos, basta tener la soberanía, el resto vendrá por añadidura.
Después
de la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo como opción política desapareció
de Europa, barrido por la prosperidad económica y los recuerdos de los horrores
prebélicos; pero el continente es terreno fértil para su resurgimiento. No sólo
por su prolongado malestar económico, sino porque prácticamente todas sus
naciones‑Estado actuales contienen
minorías étnicas, religiosas o lingüísticas geográficamente concentradas.
Además, la incorporación de estos estados a la Unión Europea (una suerte de
imperio voluntario) pone en cuestión las lealtades de sus ciudadanos: tanto pueden
los nacionalistas acudir a Europa para que los proteja de sus propios estados,
como acudir a sus propios estados para que los protejan del imperio europeo.
Por
eso en Gran Bretaña pudieron surgir dos nacionalismos a la vez. El Partido de
la Independencia del Reino Unido (UKIP), conducido por el populista Nigel
Farage, quiere que Londres proteja la independencia británica contra la
burocracia de la Unión Europea. En tanto, el Partido Nacional Escocés (SNP),
conducido por el astuto Alex Salmond, quiere que Bruselas proteja a Escocia del
parlamento “imperial” sito en Westminster. Basta que se den ciertas
condiciones, y el nacionalismo siempre encontrará un “otro” contra el cual
definirse a sí mismo.
En
el caso de Escocia, el nacionalismo no es producto de la reciente crisis
económica, pero el referendo sí. Con la reinstauración del parlamento escocés
en 1999, el SNP consiguió en Edimburgo una plataforma política desde donde
lanzar su campaña proindependentista. En 2010, el voto castigo de los
británicos al Partido Laborista por el colapso económico de 2008 y 2009 provocó
la asunción de un gobierno conservador en Londres; pero en Edimburgo, el
castigo al laborismo dio en 2011 la victoria por mayoría al SNP. Para mantener
la gobernabilidad en Escocia, el primer ministro británico David Cameron tuvo
que permitir que se celebrara el referendo por la independencia.
Un
gobierno escocés independiente se enfrentaría a enormes costos económicos.
Heredaría una parte de la deuda pública del Reino Unido y de sus pasivos futuros,
pero sin el beneficio de los importantes subsidios que actualmente recibe del
tesoro británico. El SNP asegura que esta pérdida se compensaría con los
ingresos adicionales por el petróleo del Mar del Norte. Pero estos ingresos no
durarán para siempre, y el SNP omite mencionar los grandes costos que supondrá
el cierre de las operaciones petroleras una vez agotado el recurso. De modo que
casi con certeza, Escocia debería cobrar impuestos más altos que el Reino
Unido. Además, los principales bancos y muchas grandes empresas con sede en
Escocia anunciaron que reubicarán algunas de sus actividades a Londres, y
Escocia también enfrenta la amenaza de perder los contratos de defensa
británicos.
Según
el SNP, la independencia de Escocia no fragmentará el mercado interno del Reino
Unido, porque se mantendrá la unión monetaria con Gran Bretaña. Pero los tres
principales partidos políticos británicos y el Banco de Inglaterra ya se
pronunciaron en contra. Si los escoceses quieren soberanía, necesitarán moneda
propia y banco central propio, y los bancos escoceses no tendrán prestamista de
última instancia en Gran Bretaña.
Un
banco central escocés que tratara de mantener la paridad entre la moneda
escocesa y la libra esterlina necesitaría más reservas que las que podría tener
a su disposición, al menos al principio. Y si la dejara flotar, aumentarían los
costos de transacción y se reduciría el comercio entre ambos países.
Tampoco
existiría, al menos en lo inmediato, la solución fácil de unirse a la Unión
Europea, que en caso de independencia podría poner a Escocia condiciones de
ingreso como a cualquier otro país.
En
síntesis, el sueño socialdemócrata que alienta el SNP para Escocia choca contra
las interdependencias más fuertes que vinculan las partes del Reino Unido entre
sí, el Reino Unido con la Unión Europea y la Unión Europea con el resto del
mundo globalizado. Pero nada de esto parece preocupar a los nacionalistas
escoceses.
Los
portaestandartes de la avanzada nacionalista en la Europa post-crisis suelen
usar la inmigración para explotar el resentimiento precrisis contra la
globalización, especialmente por la erosión de culturas e identidades, la
pérdida del sentido comunitario, el estancamiento de los salarios, el aumento
de la desigualdad, el descontrol de los bancos y el alto desempleo. Cuestionan
la posibilidad de que la gente disfrute los beneficios de la globalización sin
padecer sus costos, y preguntan por las alternativas al “fundamentalismo de
mercado” que definió al capitalismo desde finales del siglo XX.
En
semejante contexto, es más fácil que la gente no preste atención a los costos
del nacionalismo, porque los beneficios de su rival, el capitalismo liberal,
están en duda. Es lo que sucede en Rusia, donde el hombre de la calle no ve los
costos de la política de su gobierno para Ucrania, no sólo porque los
subestima, sino porque de algún modo parecen poca cosa comparados con el
inmenso aliciente psicológico de esa política.
El
nacionalismo de hoy no es ni por asomo tan virulento como el de los años
treinta, porque el malestar económico es mucho menos marcado. Pero su
resurgimiento es un presagio de lo que puede suceder cuando una forma de
política asegura ser capaz de satisfacer todas las necesidades humanas (excepto
la cálida sensación de pertenencia a una comunidad) y luego defrauda las
expectativas de la gente.
Robert
Skidelsky, Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University and a
fellow of the British Academy in history and economics, is a member of the
British House of Lords. The author of a three-volume biography of John Maynard
Keynes, he began his political career in the Labour party, became the
Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and
was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to
NATO’s intervention in Kosovo in 1999. Traducción: Esteban Flamini.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario