La
lluvia en el desfile de Rusia/Angela Stent is Professor of Government and Foreign Relations at Georgetown University and the author of The Limits of Partnership: US-Russian Relations in the Twenty-First Century.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Project
Syndicate | 8 de mayo de 2015Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Cuando
el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, presida, el 9 de mayo, el desfile
militar en la conmemoración del Día de la Victoria en Europa, no atraerá a la
multitud que habría podido esperar hace unos años. Ni el Presidente de los
Estados Unidos, Barack Obama, ni dirigente alguno de la Unión Europea estarán
presentes para contemplar el paso de los tanques y las bandas militares por la
Plaza Roja. Aparte del Presidente de Servia, los únicos dirigentes que, según
se espera, asistirán son países que, como China y Vietnam, no intervinieron en
el escenario europeo durante la segunda guerra mundial.
Tras
la anexión de Crimea por parte de Rusia y dado el apoyo continuo de Putin a los
secesionistas en la Ucrania oriental, las relaciones entre Rusia y Occidente
nunca habían sido tan malas desde que la Unión Soviética se desintegró hace
casi un cuarto de siglo. Recientemente, Obama consideró la agresión rusa en
Europa, junto con el ébola y el Estado Islámico, una de las tres amenazas
principales para la seguridad nacional de los EE.UU. Putin respondió afirmando
que los EE.UU. crearon el Estado Islámico y apoyan a los “neonazis” de Ucrania
y de todo el mundo.
La
tensión diplomática es irónica, porque el objeto del desfile de Moscú es el de
conmemorar una victoria posibilitada hace siete decenios por la alianza de los Estados
Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética contra la Alemania nazi. Hoy los
antiguos aliados no pueden colaborar, ni siquiera al afrontar a un enemigo
común como el Estado Islámico.
En
las conmemoraciones anteriores, a las que asistieron los presidentes de los
EE.UU. Bill Clinton y George W. Bush, se subrayó el empeño común. Este año, los
medios de comunicación rusos no han cesado de quitar importancia a las
contribuciones americana y británica a la derrota de las potencias del Eje. El
pacto nazi-soviético, con el que la Unión Soviética y Alemania se repartieron
Polonia y Rumania, ha quedado barrido bajo la alfombra.
El
primer mandato de Obama comenzó con un intento de “recomponer” las relaciones
con Rusia. Los frutos supervivientes de ese empeño –el nuevo tratado Start de
reducción y limitación de armas estratégicas ofensivas y la cooperación
respecto de los asuntos del Irán y del Afganistán– son vestigios de los
vínculos más cálidos que existieron cuando Dimitri Medvedev era el Presidente
de Rusia. Las relaciones bilaterales empezaron a deteriorarse cuando Putin
acusó a los EE.UU. –y después a la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, en
particular– de apoyar a los millares de rusos que protestaron por su regreso a
la presidencia en diciembre de 2011.
El
gobierno de Obama hizo varios intentos infructuosos en 2012 y 2013 de reanudar
el diálogo con el Kremlin, pero cambió de actitud en el verano de 2013, cuando
Rusia concedió asilo político al ex contratista para asuntos de inteligencia
Edward Snowden. A partir de entonces la guerra en Ucrania ha empeorado las
relaciones al máximo.
Un
año después de que los “hombrecitos verdes”, soldados rusos sin insignias
militares, empezaran a aparecer primero en Crimea y después en la región de
Donbas, la situación en la Ucrania oriental sigue en punto muerto e inestable.
Un
cese el fuego frágil sigue en vigor en la mayor parte de las zonas de la región
en disputa, pero continúan estallando combates en algunas de ellas y muchos
temen que se lance una nueva ofensiva respaldada por Rusia en torno al
estratégico puerto de Mariupol.
Peor
aún: la guerra en Ucrania parece ir camino de convertirse en un “conflicto
congelado”, con Donbas mantenido como un seudoestado gobernado por insurgentes
y mafias que cuentan con apoyo ruso. Ucrania ha perdido el control de esa
región y de su frontera con Rusia y afronta la constante posibilidad de que el
conflicto se caldee una vez más, como ocurrió en 2008 con el de Georgia, cuando
Rusia envió tropas a apoyar a las regiones secesionistas de Osetia del Sur y
Abjacia. Entretanto, los vecinos de Ucrania siguen sintiéndose vulnerables,
preocupados por que, con sus intentos de desestabilizar la región, Rusia cruce
otra frontera más.
El
Kremlin no da señales de estar interesado en una solución de la crisis que
permitiría al gobierno de Kiev recuperar la soberanía plena sobre su
territorio. Aun cuando los combates no se extiendan, los EE.UU. y sus aliados
deben reevaluar sus relaciones con Rusia.
El
punto de inflexión fue la anexión de Crimea, que en realidad acabó con las
esperanzas de los EE.UU. y Europa de integrar una moderna Rusia postsoviética
en Occidente. Putin ha rechazado explícitamente un orden mundial que, según
cree, fue impuesto por los EE.UU. en el decenio de 1990, cuando Rusia estaba
débil, y que, en su opinión, ha pisoteado los intereses de su país.
La
capacidad del próximo Presidente de los Estados Unidos para cooperar con Rusia
sobre cuestiones del orden mundial y la seguridad eruroatlántica dependerá en
gran medida de las opciones que siga Putin en Ucrania y en otros lugares. Su
celebración del Día de la Victoria –con su exhibición de armamento avanzado,
sustentado por un aumento del gasto militar– servirá para hacer una
demostración del nacionalismo y la intransigencia rusos.
Mientras
los EE.UU. y Rusia se consideren antagonistas, la creación de una relación
viable –por no hablar de una alianza– será imposible. Su incapacidad para
reunirse –ni siquiera para celebrar su triunfo compartido en la segunda guerra
mundial– es una señal clara de las amenazas geopolíticas que puede deparar el
futuro.
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