Historia de dos estrategias/Matt Browne, es uno de los directores de la asesoría de comunicaciones mundial APCO Worldwid. Anteriormente dirigió Policy Network, el laboratorio de ideas fundado con el aval de Bill Clinton y Tony Blair
Publicado en EL PAÍS, 14/02/2008;
Durante las semanas transcurridas desde el inicio de las primarias estadounidenses en Iowa, la guerra de Irak y la economía han venido rivalizando por constituirse en elementos definitorios de la campaña. Si el resultado del supermartes nos dice algo, ya que no ha logrado determinar qué dos candidatos se enfrentarán en noviembre, es que la cuestión de la “elegibilidad” está ahora en primer plano. Y en ningún lugar se aprecia con más claridad este asunto que en la pugna entre los demócratas.
Aunque gran parte de los medios la presenta como un combate entre personalidades, en el fondo, sería mejor calificar las primarias demócratas como una historia de dos estrategias.
Durante gran parte de 2007, Hillary Clinton pareció la candidata inevitable, dejando muy por detrás a todos sus contrincantes en las encuestas. Sin embargo, desde el principio, demócratas veteranos plantearon dudas respecto a su capacidad para hacerse con el país. A pesar de los grandes apoyos con que cuenta dentro del partido, muchos han señalado que Clinton es una personalidad demasiado polémica para ganar la presidencia. Como su delantera entre los posibles aspirantes demócratas parecía insalvable, su campaña se centró más en situarla con vistas a las elecciones presidenciales que en que ganara las primarias. Su estrategia, articulada en torno a su competencia y experiencia políticas, se ha basado en la creación de mayorías que, centrándose en políticas concretas, se atrajeran a votantes independientes y conservadores. Es algo que encaja perfectamente con su perfil en el Senado, ya que se asienta en el rasgo que ha caracterizado su práctica en la Cámara, es decir, en el impulso constante que ha dado a políticas que tuvieran apoyos en ambos partidos.
Las cuestiones relativas a la elegibilidad también han perseguido a Barack Obama, sobre todo entre quienes no ven claro que los estadounidenses estén listos para elegir a un presidente negro. A pesar de gran parte de la cobertura mediática, las encuestas apuntan que entre la población son más los que se sentirían cómodos votando por un presidente negro que por una presidenta. Con todo, desde el principio, los partidarios de Obama han puesto un gran empeño en evitar que su candidato fuera caracterizado de ese modo, y con razón. No sólo Obama es de origen racial mixto, ya que es hijo de padre negro keniano y de madre blanca de Kansas, sino que pasó gran parte de sus años de formación en Hawai. En consecuencia, no ha estado expuesto a una práctica política tan imbuida de la lucha por los derechos civiles como la que forjó a personalidades como Al Sharpton y Jesse Jackson. Si acaso, teniendo en cuenta la nacionalidad de su padre y su educación, sería más preciso calificar a Obama de primer aspirante a presidente “inmigrante-estadounidense”.
En este sentido, el espíritu de esperanza y de cambio radical que define la campaña de Obama encaja perfectamente con su propia historia personal, que constituye una reformulación actualizada del sueño americano que en su día atrajo a tantas personas hacia las costas de Estados Unidos.
El tema central de su estrategia es su grandioso mensaje de esperanza y cambio nacional, que pide a la gente que vaya más allá de su propio interés personal y de su filiación política para alcanzar el bien común. Depende menos de la competencia y la experiencia políticas -razón por la cual a veces Obama parece incómodo al debatir con Clinton pormenores concretos- y más de su capacidad para infundir optimismo y esperanza en el futuro, y desde luego de la de granjearse los votos de los más jóvenes.
Sin embargo, la pregunta que el supermartes dejó sin respuesta es cuál de esas dos estrategias terminará teniendo más éxito o resultará más convincente.
En la otra orilla del Atlántico, la campaña de Clinton recuerda a la encabezada por Tony Blair en 2005. Durante toda esa contienda electoral, lo que preocupó a los estrategas del Nuevo Laborismo fue que los votantes desilusionados con Irak abandonaran al partido. Las encuestas se centraron en identificar “cuñas políticas” susceptibles de recabar el apoyo de grupos vulnerables, y de aprovechar lo que Mark Penn, principal analista de opinión de Hillary Clinton, califica de las “microtendencias” que conforman la política actual.
Esta estrategia “micro”, carente de una gran visión de conjunto y de un razonamiento global sobre el tercer gobierno del Nuevo Laborismo, fue acompañada de un mensaje que insistía en la competencia y la experiencia.
La campaña de Obama, por su parte, tiene muchos más elementos en común con la que, gracias a una victoria abrumadora, llevó al poder al Nuevo Laborismo en 1997. Fue también ésta una campaña definida por una actitud optimista y de renovación nacional, encarnada entonces en la personalidad del joven Tony Blair.
Obama, de forma muy similar a Blair, también parece tener más aceptación entre los votantes independientes que entre los fieles a su partido. Por desgracia, su candidatura, al cobrar impulso, podría empaparse de una creciente oleada de expectativas poco realistas, como le ocurrió a Blair. Si ganara la nominación y después la presidencia, lo más probable es que su liderazgo generara una decepción similar.
Si podemos sacar enseñanzas de la experiencia del Nuevo Laborismo, y si la historia se repite, cabría esperar la victoria del optimismo. La atención a las políticas y las “microestrategias” parece más apropiada para reparar que para construir grandes mayorías. Sin embargo, el mundo actual es muy diferente al de hace una década, cuando el Nuevo Laborismo llegó arrolladoramente al poder, y después de ocho años de fracaso gubernamental, los estadounidenses podrían decantarse más por la experiencia y la competencia que por la esperanza y la inspiración. Es una pena que ninguno de los candidatos demócratas parezca dispuesto, por ahora, a ofrecer a los votantes las dos cosas a la vez.
Al final, el que rompa con su estrategia y demuestre coraje suficiente para combinar la esperanza y la experiencia, la inspiración y la confianza, sería el que tendría que hacerse con la nominación y con el país.
Aunque gran parte de los medios la presenta como un combate entre personalidades, en el fondo, sería mejor calificar las primarias demócratas como una historia de dos estrategias.
Durante gran parte de 2007, Hillary Clinton pareció la candidata inevitable, dejando muy por detrás a todos sus contrincantes en las encuestas. Sin embargo, desde el principio, demócratas veteranos plantearon dudas respecto a su capacidad para hacerse con el país. A pesar de los grandes apoyos con que cuenta dentro del partido, muchos han señalado que Clinton es una personalidad demasiado polémica para ganar la presidencia. Como su delantera entre los posibles aspirantes demócratas parecía insalvable, su campaña se centró más en situarla con vistas a las elecciones presidenciales que en que ganara las primarias. Su estrategia, articulada en torno a su competencia y experiencia políticas, se ha basado en la creación de mayorías que, centrándose en políticas concretas, se atrajeran a votantes independientes y conservadores. Es algo que encaja perfectamente con su perfil en el Senado, ya que se asienta en el rasgo que ha caracterizado su práctica en la Cámara, es decir, en el impulso constante que ha dado a políticas que tuvieran apoyos en ambos partidos.
Las cuestiones relativas a la elegibilidad también han perseguido a Barack Obama, sobre todo entre quienes no ven claro que los estadounidenses estén listos para elegir a un presidente negro. A pesar de gran parte de la cobertura mediática, las encuestas apuntan que entre la población son más los que se sentirían cómodos votando por un presidente negro que por una presidenta. Con todo, desde el principio, los partidarios de Obama han puesto un gran empeño en evitar que su candidato fuera caracterizado de ese modo, y con razón. No sólo Obama es de origen racial mixto, ya que es hijo de padre negro keniano y de madre blanca de Kansas, sino que pasó gran parte de sus años de formación en Hawai. En consecuencia, no ha estado expuesto a una práctica política tan imbuida de la lucha por los derechos civiles como la que forjó a personalidades como Al Sharpton y Jesse Jackson. Si acaso, teniendo en cuenta la nacionalidad de su padre y su educación, sería más preciso calificar a Obama de primer aspirante a presidente “inmigrante-estadounidense”.
En este sentido, el espíritu de esperanza y de cambio radical que define la campaña de Obama encaja perfectamente con su propia historia personal, que constituye una reformulación actualizada del sueño americano que en su día atrajo a tantas personas hacia las costas de Estados Unidos.
El tema central de su estrategia es su grandioso mensaje de esperanza y cambio nacional, que pide a la gente que vaya más allá de su propio interés personal y de su filiación política para alcanzar el bien común. Depende menos de la competencia y la experiencia políticas -razón por la cual a veces Obama parece incómodo al debatir con Clinton pormenores concretos- y más de su capacidad para infundir optimismo y esperanza en el futuro, y desde luego de la de granjearse los votos de los más jóvenes.
Sin embargo, la pregunta que el supermartes dejó sin respuesta es cuál de esas dos estrategias terminará teniendo más éxito o resultará más convincente.
En la otra orilla del Atlántico, la campaña de Clinton recuerda a la encabezada por Tony Blair en 2005. Durante toda esa contienda electoral, lo que preocupó a los estrategas del Nuevo Laborismo fue que los votantes desilusionados con Irak abandonaran al partido. Las encuestas se centraron en identificar “cuñas políticas” susceptibles de recabar el apoyo de grupos vulnerables, y de aprovechar lo que Mark Penn, principal analista de opinión de Hillary Clinton, califica de las “microtendencias” que conforman la política actual.
Esta estrategia “micro”, carente de una gran visión de conjunto y de un razonamiento global sobre el tercer gobierno del Nuevo Laborismo, fue acompañada de un mensaje que insistía en la competencia y la experiencia.
La campaña de Obama, por su parte, tiene muchos más elementos en común con la que, gracias a una victoria abrumadora, llevó al poder al Nuevo Laborismo en 1997. Fue también ésta una campaña definida por una actitud optimista y de renovación nacional, encarnada entonces en la personalidad del joven Tony Blair.
Obama, de forma muy similar a Blair, también parece tener más aceptación entre los votantes independientes que entre los fieles a su partido. Por desgracia, su candidatura, al cobrar impulso, podría empaparse de una creciente oleada de expectativas poco realistas, como le ocurrió a Blair. Si ganara la nominación y después la presidencia, lo más probable es que su liderazgo generara una decepción similar.
Si podemos sacar enseñanzas de la experiencia del Nuevo Laborismo, y si la historia se repite, cabría esperar la victoria del optimismo. La atención a las políticas y las “microestrategias” parece más apropiada para reparar que para construir grandes mayorías. Sin embargo, el mundo actual es muy diferente al de hace una década, cuando el Nuevo Laborismo llegó arrolladoramente al poder, y después de ocho años de fracaso gubernamental, los estadounidenses podrían decantarse más por la experiencia y la competencia que por la esperanza y la inspiración. Es una pena que ninguno de los candidatos demócratas parezca dispuesto, por ahora, a ofrecer a los votantes las dos cosas a la vez.
Al final, el que rompa con su estrategia y demuestre coraje suficiente para combinar la esperanza y la experiencia, la inspiración y la confianza, sería el que tendría que hacerse con la nominación y con el país.
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