Un día como hoy, hace 40 años, los mexicanos nos estremecimos al enterarnos de la masacre estudiantil en la Plaza de Tlatelolco. Durante las últimas semanas la prensa ha difundido múltiples reflexiones de lo ocurrido ese fatal día y recreado el contexto social, económico y político de la época. En estas líneas trataré de contribuir a entender lo que pasaba en los años sesenta con respecto al tema ambiental.En 1960 éramos 34 millones 923 mil 129 mexicanos. Por primera vez los habitantes de las ciudades superamos en número (50.7 por ciento) a los del campo (49.3 por ciento).
El campo enfrentaba una profunda crisis de producción de alimentos por el desplome de los precios internacionales. La inversión pública disminuyó en el sector agrícola y la privada prácticamente se retiró. En contraste, la demanda de productos cárnicos se incrementó como resultado del cambio de los patrones de consumo característicos de la creciente población urbana. Esto fue un incentivo para que los capitales, tanto públicos como privados (incluyendo préstamos del BID), se invirtieran en la ganadería.
En respuesta a la crisis de alimentos, el gobierno impulsó en 1965 el primer megaproyecto, conocido como Plan Chontalpa, Tabasco, para convertir a esta región del trópico húmedo en el granero nacional y resolver la demanda creciente de tierra de campesinos del centro y norte del país. El Plan Chontalpa fue el responsable de la tala de decenas de miles de hectáreas de selva para los cultivos agrícolas y para la reubicación de campesinos de diferentes regiones del país, ajenos a las condiciones del trópico, incluso originarios del desierto mexicano.
El plan, a los pocos años, fue un fracaso. Se aplicaron tecnologías agrícolas intensivas, producto de la Revolución Verde (RV) -dependientes de insumos químicos, semillas mejoradas, monocultivos, riego y maquinaria-, que nada tenían que ver con las condiciones tropicales. La producción de alimentos no prosperó y la Chontalpa se convirtió en una cuenca lechera, a partir de una ganadería extensiva muy ineficiente que, además, fue expulsora de mano de obra.
Así inició la acelerada deforestación del trópico húmedo, la cual se prolongó agresivamente durante toda la década de los años setenta, en Tabasco, Veracruz y Chiapas principalmente, eliminando varios millones de hectáreas de la selva tropical húmeda.
También en la década de los sesenta se consolidaron y extendieron por todo el país las innovaciones tecnológicas de la RV, sin mediar adecuaciones a las especificidades ambientales de cada región. Si bien la RV permitió elevar notablemente la producción de alimentos, no se preocupó por los efectos que los plaguicidas y fertilizantes ocasionaban en la salud humana, en la de los ecosistemas, en la flora y fauna, así como en la calidad del agua. Raquel Carson documentó en su libro, Primavera silenciosa de 1962, que el DDT, uno de los plaguicidas más utilizados en esa época y hoy prohibido a nivel mundial, estaba provocando cáncer a los jornaleros agrícolas, chicanos, de los campos del sur de Estados Unidos. Ella misma murió de cáncer poco después de su investigación.
En cuanto a la explotación forestal, ésta se llevaba a cabo por medio de concesiones a empresas privadas, sin que los dueños de la tierra obtuvieran más que un ridículo pago por sus árboles. El saldo de las empresas fue devolver las tierras degradadas a sus dueños. Por si esto fuera poco, en 1972 se formó la Comisión Nacional de Desmontes que fomentó la deforestación de selvas y bosques de manera vertiginosa.
Las incipientes políticas públicas de conservación de los ecosistemas de décadas pasadas sufrieron un gran retroceso. Bajo la lógica de que la naturaleza podía renovarse ilimitadamente, que los recursos naturales del país eran muy abundantes y que el deterioro es el costo del desarrollo, la destrucción del capital natural continuó sin control. No existía en esa época ninguna institución dedicada a la gestión ambiental, y era desde la Secretaría de Agricultura y Ganadería que se administraban los temas de los bosques, agua, flora y fauna.
Los avances que había logrado desde la Subsecretaría Forestal y de la Fauna el primer biólogo de México, Enrique Beltrán (1903-1994), durante el periodo de López Mateos, los echó abajo Díaz Ordaz y en la misma línea continuó Echeverría. Por ejemplo, en esos dos sexenios no se decretó ni un área natural protegida nueva y las existentes no se atendieron; se retiró el financiamiento al importantísimo programa de restauración del Lago de Texcoco que estaba controlando las tolvaneras de la Ciudad de México; y los recursos destinados a la reforestación se dedicaron a las plantaciones comerciales privadas.
Así, 40 años después, sin duda, la situación ha cambiado. La política ambiental, sus instituciones, programas e instrumentos, la legislación, los recursos humanos y económicos, entre otros, han evolucionado notablemente contribuyendo a frenar y modificar muchas tendencias de deterioro. Sin embargo, surgen nuevos retos ambientales como el cambio climático y la acelerada pérdida de biodiversidad, que no sólo no permiten bajar la guardia, sino que obligan a buscar nuevas formas de gobernar el capital natural y el medio ambiente global.
El campo enfrentaba una profunda crisis de producción de alimentos por el desplome de los precios internacionales. La inversión pública disminuyó en el sector agrícola y la privada prácticamente se retiró. En contraste, la demanda de productos cárnicos se incrementó como resultado del cambio de los patrones de consumo característicos de la creciente población urbana. Esto fue un incentivo para que los capitales, tanto públicos como privados (incluyendo préstamos del BID), se invirtieran en la ganadería.
En respuesta a la crisis de alimentos, el gobierno impulsó en 1965 el primer megaproyecto, conocido como Plan Chontalpa, Tabasco, para convertir a esta región del trópico húmedo en el granero nacional y resolver la demanda creciente de tierra de campesinos del centro y norte del país. El Plan Chontalpa fue el responsable de la tala de decenas de miles de hectáreas de selva para los cultivos agrícolas y para la reubicación de campesinos de diferentes regiones del país, ajenos a las condiciones del trópico, incluso originarios del desierto mexicano.
El plan, a los pocos años, fue un fracaso. Se aplicaron tecnologías agrícolas intensivas, producto de la Revolución Verde (RV) -dependientes de insumos químicos, semillas mejoradas, monocultivos, riego y maquinaria-, que nada tenían que ver con las condiciones tropicales. La producción de alimentos no prosperó y la Chontalpa se convirtió en una cuenca lechera, a partir de una ganadería extensiva muy ineficiente que, además, fue expulsora de mano de obra.
Así inició la acelerada deforestación del trópico húmedo, la cual se prolongó agresivamente durante toda la década de los años setenta, en Tabasco, Veracruz y Chiapas principalmente, eliminando varios millones de hectáreas de la selva tropical húmeda.
También en la década de los sesenta se consolidaron y extendieron por todo el país las innovaciones tecnológicas de la RV, sin mediar adecuaciones a las especificidades ambientales de cada región. Si bien la RV permitió elevar notablemente la producción de alimentos, no se preocupó por los efectos que los plaguicidas y fertilizantes ocasionaban en la salud humana, en la de los ecosistemas, en la flora y fauna, así como en la calidad del agua. Raquel Carson documentó en su libro, Primavera silenciosa de 1962, que el DDT, uno de los plaguicidas más utilizados en esa época y hoy prohibido a nivel mundial, estaba provocando cáncer a los jornaleros agrícolas, chicanos, de los campos del sur de Estados Unidos. Ella misma murió de cáncer poco después de su investigación.
En cuanto a la explotación forestal, ésta se llevaba a cabo por medio de concesiones a empresas privadas, sin que los dueños de la tierra obtuvieran más que un ridículo pago por sus árboles. El saldo de las empresas fue devolver las tierras degradadas a sus dueños. Por si esto fuera poco, en 1972 se formó la Comisión Nacional de Desmontes que fomentó la deforestación de selvas y bosques de manera vertiginosa.
Las incipientes políticas públicas de conservación de los ecosistemas de décadas pasadas sufrieron un gran retroceso. Bajo la lógica de que la naturaleza podía renovarse ilimitadamente, que los recursos naturales del país eran muy abundantes y que el deterioro es el costo del desarrollo, la destrucción del capital natural continuó sin control. No existía en esa época ninguna institución dedicada a la gestión ambiental, y era desde la Secretaría de Agricultura y Ganadería que se administraban los temas de los bosques, agua, flora y fauna.
Los avances que había logrado desde la Subsecretaría Forestal y de la Fauna el primer biólogo de México, Enrique Beltrán (1903-1994), durante el periodo de López Mateos, los echó abajo Díaz Ordaz y en la misma línea continuó Echeverría. Por ejemplo, en esos dos sexenios no se decretó ni un área natural protegida nueva y las existentes no se atendieron; se retiró el financiamiento al importantísimo programa de restauración del Lago de Texcoco que estaba controlando las tolvaneras de la Ciudad de México; y los recursos destinados a la reforestación se dedicaron a las plantaciones comerciales privadas.
Así, 40 años después, sin duda, la situación ha cambiado. La política ambiental, sus instituciones, programas e instrumentos, la legislación, los recursos humanos y económicos, entre otros, han evolucionado notablemente contribuyendo a frenar y modificar muchas tendencias de deterioro. Sin embargo, surgen nuevos retos ambientales como el cambio climático y la acelerada pérdida de biodiversidad, que no sólo no permiten bajar la guardia, sino que obligan a buscar nuevas formas de gobernar el capital natural y el medio ambiente global.
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