La
paradoja de Parry/Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.
El
Mundo, 8 de septiembre de 2016..
Durante
los primeros 20 años del siglo XIX, el navegante británico William Edward Parry
realizó numerosas exploraciones por el Ártico con el fin de dibujar el mapa de
aquél desierto blanco. Un día, en su trineo tirado por perros, inició un viaje
hacia el norte sobre un suelo helado. La jornada fue tranquila, apenas se
detuvo a descansar y, cuando cayó la noche, quedó atrapado en un misterio que
le mantuvo en vilo durante muchas horas: al realizar las mediciones pertinentes
constató que se hallaba mucho más al sur de donde había comenzado su viaje.
¿Cómo era posible? La avispada mente de Parry, no sin esfuerzo, constató que a
lo largo de todo aquél día había caminado en dirección norte… sobre un inmenso
témpano de hielo impulsado hacia el sur por las corrientes marinas.
Nos
hallamos en una encrucijada histórica donde la creación de entidades
supranacionales (UE) coincide con la lucha de algunas teselas por separarse del
mosaico. El profesor Álvarez Junco resume en su última obra, titulada Dioses
útiles, sus conocimientos acerca del fenómeno nacionalista. Su riguroso
análisis confirma que las naciones son creaciones humanas, con fecha de inicio,
proceso de desarrollo y final inevitable, ya sea por vía de la desaparición o
por vía de la mutación. España, como Estado Nación contemporáneo, no surge en
el pleistoceno, ni siquiera a partir de la unidad política fraguada por los
Reyes Católicos, sino que se crea a partir de 1812; y la nación catalana
obedece a un proceso de construcción simbólica y discursiva, de matriz
burguesa, que hunde sus raíces a finales del siglo XIX, cobra fuerza a lo largo
del siglo XX y se acelera en estos primeros años del XXI. La primera y más
evidente diferencia entre ambos movimientos es que el nacionalismo español
consiguió fraguar un Estado, y el catalán aún no, aunque lucha denodadamente
por ello.
Asumido
el principio de que “las naciones son creaciones”, conviene afirmar que lo
natural es la diversidad de razas, idiomas, culturas e idiosincrasias. Un
valle, una cadena montañosa, un río, un océano dividen a los grupos humanos
tornándolos diversos en su particular concepción del mundo y de sus semejantes.
Pero como consecuencia del ataque de un enemigo común (los franceses a las
puertas, en la España de 1808), o de la apuesta por un proyecto ilusionante que
busca beneficios compartidos (la unión aduanera de 1834, o Zollverein, que
precede al nacimiento de Alemania), los grupos humanos -diversos por
naturaleza- buscan unirse en organizaciones mayores que puedan responder, con
solvencia, a los sueños forjados o a las amenazas inminentes. Y esas unidades
mayores, que acabarían cristalizando en la fórmula del Estado-Nación durante la
edad contemporánea, enseguida pretenden diferenciarse de sus vecinas para
sobrevivir, manteniendo la cohesión a partir de una doble vía: la uniformidad
(cultural, simbólica) aplicada al interior; y la exclusión (el fomento de la
diferencia) con respecto al exterior.
El
nacionalismo separatista catalán dibuja como enemigo a España y persigue como
sueño la independencia. Una amenaza y una ilusión son los mimbres de este
proyecto excluyente que niega, en aras de la uniformidad cultural, ideológica y
lingüística impuesta de puertas adentro, la manifestación de la natural
diversidad de pensamientos y actitudes instalada en cualquier grupo humano. Por
eso no puede equipararse, con injusta equidistancia, la actual idea de España
con el nacionalismo catalán vigente; por eso, no puede hablarse de
“nacionalismo español” y “nacionalismo catalán” como especies idénticas en la
actualidad, manifestaciones iguales de un mismo prurito ideológico. Sin duda
que el nacionalismo español, en algunas etapas de nuestra historia (durante el
franquismo, por ejemplo), actuó como apisonadora de la diversidad. Lo han hecho
todos los nacionalismos que al final consiguieron un Estado, tanto al sur como
al norte de los Pirineos. Pero algunas concepciones de España acuñadas ayer
nada tienen que ver con la idea que rige hoy.
Claro
que hay manifestaciones nacionales españolas: una bandera (escondida muchas
veces), un himno (sin letra, para no molestar a nadie), una selección española
de fútbol (aplaudida casi siempre), un idioma (no siempre defendido en todo el
territorio del Estado)… Sí que hay signos comunes, señas de identidad producto
de la construcción de un Estado Nación cuyo origen hay que buscarlo a
principios del siglo XIX. Pero hoy esos signos comunes no excluyen, no son
barreras, pues la Constitución de 1978 consagra el principio de la unidad en la
diversidad, inspirador también del proyecto integrador europeo nacido tras la
Segunda Guerra Mundial. La diversidad, que no la diferencia, es elemento matriz
y motriz de la cohesión. Son dos extremos de un bucle que se realimenta, y así
debería concebirse nuestro pésimamente aplicado Estado Autonómico, donde la
diversidad de intereses deja paso, desgraciadamente en demasiadas ocasiones, a
diferencias insalvables por cuestiones tan incomprensibles como, por ejemplo,
el aprovechamiento de un río que atraviesa más de una Comunidad Autónoma.
Admitiendo
que el modelo de financiación autonómica merece un estudio y posible
replanteamiento, lo indiscutible es que la España de hoy no castiga la
diversidad sino que la premia, considerándola condición indispensable de un
edificio común que persigue, acertadamente, integrarse cada vez más y mejor en
Europa. La nación española hoy busca incluir, no excluir, justo al contrario de
quienes enarbolan la bandera separatista catalana, siempre en contra de algo,
de alguien, como si un Ejército de agresores aguardaran al otro lado de la
muralla.
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