8 sept 2016

La paradoja de Parry/

La paradoja de Parry/Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.
El Mundo, 8 de septiembre de 2016..
Durante los primeros 20 años del siglo XIX, el navegante británico William Edward Parry realizó numerosas exploraciones por el Ártico con el fin de dibujar el mapa de aquél desierto blanco. Un día, en su trineo tirado por perros, inició un viaje hacia el norte sobre un suelo helado. La jornada fue tranquila, apenas se detuvo a descansar y, cuando cayó la noche, quedó atrapado en un misterio que le mantuvo en vilo durante muchas horas: al realizar las mediciones pertinentes constató que se hallaba mucho más al sur de donde había comenzado su viaje. ¿Cómo era posible? La avispada mente de Parry, no sin esfuerzo, constató que a lo largo de todo aquél día había caminado en dirección norte… sobre un inmenso témpano de hielo impulsado hacia el sur por las corrientes marinas.

 El nacionalismo separatista catalán se halla atrapado en esta paradoja de Parry que Ortega relata en uno de los pasajes de Meditaciones del Quijote. Hámsters que corren, sin pausa, en la rueda de la jaula ideológica que ellos mismos han construido, los nacionalistas sueñan con la arcadia feliz de una república catalana independiente que se ha convertido en único norte de su ejecutoria política, punto de llegada innegociable, “unidad de destino en lo universal” por la que se ilusionan, apasionan y viven. Es su sueño, inflamado por la vehemencia de “unos labios que han perdido la cabeza”, como diría Joaquín Sabina.
 Pero los vientos de la Historia son contrarios al deseo nacionalista, porque al ser los problemas globales, las soluciones locales resultan ineficaces e insignificantes. Ilusionados, caminan hacia el norte de la independencia, a pesar de que las corrientes telúricas del siglo XXI les arrastran justo en sentido inverso de donde quisieran ir. En un mundo de gigantes, poco pueden los liliputienses. El terrorismo internacional, las grandes olas migratorias, las amenazas que pesan sobre nuestro Estado del Bienestar, la complicada situación por la que atraviesa la Unión Europea, el peligro de los populismos en plena crisis de las democracias liberales, los refugiados que huyen buscando salvar su vida tras nuestras fronteras… son retos que trascienden al actual Estado Nación, por eso intentar compartimentar aún más el mapa, levantando nuevas fronteras además de las ya existentes, se antoja tarea del pasado, decimonónica e inútil. Es cierto que rige aquí el principio físico de que cualquier acción encuentra enseguida una reacción en sentido contrario, igual y opuesta. Por eso, al viento globalizador le responde hoy la ventisca localista que mira al terruño como solución contra todo los males, sueño que inflama pasiones, inunda las calles e ilusiona a pesar de la rutina. Los estudiosos del fenómeno llaman a este cruce de vientos encontrados “glocalización”.
Nos hallamos en una encrucijada histórica donde la creación de entidades supranacionales (UE) coincide con la lucha de algunas teselas por separarse del mosaico. El profesor Álvarez Junco resume en su última obra, titulada Dioses útiles, sus conocimientos acerca del fenómeno nacionalista. Su riguroso análisis confirma que las naciones son creaciones humanas, con fecha de inicio, proceso de desarrollo y final inevitable, ya sea por vía de la desaparición o por vía de la mutación. España, como Estado Nación contemporáneo, no surge en el pleistoceno, ni siquiera a partir de la unidad política fraguada por los Reyes Católicos, sino que se crea a partir de 1812; y la nación catalana obedece a un proceso de construcción simbólica y discursiva, de matriz burguesa, que hunde sus raíces a finales del siglo XIX, cobra fuerza a lo largo del siglo XX y se acelera en estos primeros años del XXI. La primera y más evidente diferencia entre ambos movimientos es que el nacionalismo español consiguió fraguar un Estado, y el catalán aún no, aunque lucha denodadamente por ello.
Asumido el principio de que “las naciones son creaciones”, conviene afirmar que lo natural es la diversidad de razas, idiomas, culturas e idiosincrasias. Un valle, una cadena montañosa, un río, un océano dividen a los grupos humanos tornándolos diversos en su particular concepción del mundo y de sus semejantes. Pero como consecuencia del ataque de un enemigo común (los franceses a las puertas, en la España de 1808), o de la apuesta por un proyecto ilusionante que busca beneficios compartidos (la unión aduanera de 1834, o Zollverein, que precede al nacimiento de Alemania), los grupos humanos -diversos por naturaleza- buscan unirse en organizaciones mayores que puedan responder, con solvencia, a los sueños forjados o a las amenazas inminentes. Y esas unidades mayores, que acabarían cristalizando en la fórmula del Estado-Nación durante la edad contemporánea, enseguida pretenden diferenciarse de sus vecinas para sobrevivir, manteniendo la cohesión a partir de una doble vía: la uniformidad (cultural, simbólica) aplicada al interior; y la exclusión (el fomento de la diferencia) con respecto al exterior.
El nacionalismo separatista catalán dibuja como enemigo a España y persigue como sueño la independencia. Una amenaza y una ilusión son los mimbres de este proyecto excluyente que niega, en aras de la uniformidad cultural, ideológica y lingüística impuesta de puertas adentro, la manifestación de la natural diversidad de pensamientos y actitudes instalada en cualquier grupo humano. Por eso no puede equipararse, con injusta equidistancia, la actual idea de España con el nacionalismo catalán vigente; por eso, no puede hablarse de “nacionalismo español” y “nacionalismo catalán” como especies idénticas en la actualidad, manifestaciones iguales de un mismo prurito ideológico. Sin duda que el nacionalismo español, en algunas etapas de nuestra historia (durante el franquismo, por ejemplo), actuó como apisonadora de la diversidad. Lo han hecho todos los nacionalismos que al final consiguieron un Estado, tanto al sur como al norte de los Pirineos. Pero algunas concepciones de España acuñadas ayer nada tienen que ver con la idea que rige hoy.
Claro que hay manifestaciones nacionales españolas: una bandera (escondida muchas veces), un himno (sin letra, para no molestar a nadie), una selección española de fútbol (aplaudida casi siempre), un idioma (no siempre defendido en todo el territorio del Estado)… Sí que hay signos comunes, señas de identidad producto de la construcción de un Estado Nación cuyo origen hay que buscarlo a principios del siglo XIX. Pero hoy esos signos comunes no excluyen, no son barreras, pues la Constitución de 1978 consagra el principio de la unidad en la diversidad, inspirador también del proyecto integrador europeo nacido tras la Segunda Guerra Mundial. La diversidad, que no la diferencia, es elemento matriz y motriz de la cohesión. Son dos extremos de un bucle que se realimenta, y así debería concebirse nuestro pésimamente aplicado Estado Autonómico, donde la diversidad de intereses deja paso, desgraciadamente en demasiadas ocasiones, a diferencias insalvables por cuestiones tan incomprensibles como, por ejemplo, el aprovechamiento de un río que atraviesa más de una Comunidad Autónoma. 
Admitiendo que el modelo de financiación autonómica merece un estudio y posible replanteamiento, lo indiscutible es que la España de hoy no castiga la diversidad sino que la premia, considerándola condición indispensable de un edificio común que persigue, acertadamente, integrarse cada vez más y mejor en Europa. La nación española hoy busca incluir, no excluir, justo al contrario de quienes enarbolan la bandera separatista catalana, siempre en contra de algo, de alguien, como si un Ejército de agresores aguardaran al otro lado de la muralla.
 El 11 de septiembre celebrará Cataluña su Diada, su “fiesta nacional”, y sus impulsores otra vez la diseñarán en términos excluyentes. El rugido de la tribu volverá a manifestarse en forma de estelada, inundando las calles en una procesión casi religiosa (el nacionalismo como “Dios útil”) que destila odio contra quien no piensa, siente, habla y vive según las coordenadas del catalanismo ortodoxo. Retando a la ley, en permanente estado de rebeldía, los líderes nacionalistas catalanes recetarán demagogia para diluir la democracia, haciendo creer a la masa que las reglas de juego que en su día nos dimos son obstáculo, y nunca cauce, para solventar conflictos. Relativismo moral y político se mezclan en un aquelarre que supone todo un reto a la sana, pacífica y sensata convivencia entre quienes no tienen por qué asumir el dogma de una bandera y unos símbolos. Y frente a ello sólo cabe la firmeza de un Estado de Derecho que cambiará sus reglas cuando la gran mayoría de los ciudadanos, y no una parte minoritaria, decidamos que las actuales no sirven. Firmeza con delicadeza, contundencia sin estridencia. La respuesta al desafío independentista, que pone en peligro nuestra libertad e igualdad ante la ley, sólo puede ser, como hasta ahora, serena porque se respalda en la Constitución y se inspira en la democracia.
 Atrapadas en su paradoja, como Parry, las huestes nacionalistas caminarán el 11 de septiembre desnortadas, buscando afanosamente el norte de una independencia que nunca llega y sólo les aleja del presente. Es el viaje a ninguna parte del hámster en la rueda de su jaula.

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