México
cumple una década de duelo por el fracaso de la Guerra contra el Narco/José Luis Pardo Veiras es periodista independiente y coautor de Narcoamérica: de los Andes a Manhattan, 55.000 km tras la ruta de la cocaína.
The
New York Times, 8 de septiembre de 2016
Cuando
Felipe Calderón llegó en 2006 a la presidencia de México, un país ya convertido
en epicentro de los grandes carteles de la droga, le dijo a los mexicanos: “Si
se preguntan si las cosas pueden cambiar, la respuesta es sí. Y van a cambiar
para bien”. Para cumplir su promesa mandó a las calles al Ejército, y se lanzó
a una guerra frontal contra el narcotráfico.
Las
cosas, en efecto, cambiaron.
El
año anterior a su investidura, el índice de homicidios en México era de 9,5 por
cada 100.000 habitantes. La cifra se duplicó y entonces el discurso oficial
negó que hubiera víctimas civiles: los muertos de la Guerra contra el Narco
eran solo los villanos (narcotraficantes) o los héroes (policías y militares
que combatían contra ellos). Una década después, esta guerra se ha cruzado en
la vida de demasiadas personas anónimas. Se calcula que ha provocado 150.000
muertos y unos 28.000 desaparecidos. La promesa de Calderón fue grandilocuente;
su estrategia, simplista.
La
lucha de los narcos entre sí y con el Estado se ha extendido. En lugares como
Tamaulipas, frontera con Estados Unidos, denunciar equivale muchas veces a una
sentencia de muerte. En el Triángulo Dorado (Chihuahua, Durango, Sinaloa), los
habitantes de la sierra tienen que huir de sus comunidades por las amenazas de
los sicarios. Ni siquiera los santuarios turísticos están a salvo. Acapulco es
hoy la ciudad más violenta del país y una de las más violentas del mundo.
Aunque
los mexicanos creyeran en la promesa de Calderón, la pregunta que subyacía era:
¿por qué tantas miles de personas se dedicaban al narcotráfico?
El
narco es un fenómeno social, cultural, económico, de salud; la inseguridad es
solo una de sus expresiones. Viajar por zonas deprimidas de México es entender
que, en muchas de ellas, el crimen organizado es la única presencia constante,
el principio y el fin de la realidad cotidiana. Allí donde no llega el Estado,
o lo hace solo para corromperse o luchar contra el crimen, lo ilícito es en ocasiones
la única fuente de trabajo. Para miles de mexicanos el tráfico de drogas es un
ejercicio de supervivencia. Los eslabones más débiles de la cadena, como los
cultivadores o las mulas, no suelen plantearse si lo que hacen está bien o mal.
Solo trabajan en lo que pueden para subsistir.
La
Guerra contra el Narco ha demostrado ser un rotundo fracaso. La droga continúa
subiendo a Estados Unidos, el gran consumidor, y las armas regresan a México
desde el norte, donde siguen causando miles de muertos. La persecución
sistemática del narcotráfico ha desembocado en un buen número de detenciones,
incluso algunas de grandes capos como Joaquín “el Chapo” Guzmán. Las cárceles,
de hecho, se han sobrepoblado. Pero el 41 por ciento de los presos por delitos
de drogas han sido arrestados solo por la posesión de sustancias con un valor
menor a 500 pesos (unos 30 dólares).
Mientras
tanto, el trasiego de cocaína continúa, y también la trata de personas, el
tráfico de recursos naturales, la extorsión y las plantaciones de amapola.
Según datos de la DEA, la heroína mexicana ya es la más consumida por los
estadounidenses, por encima de la colombiana. En Guerrero, el mayor estado
productor del país, 50 bandas criminales luchan por el control del territorio.
Si
Calderón fue el padre de esta política, Enrique Peña Nieto, el actual
presidente, es como el hijo adolescente que quiere romper con el padre pero
calcando los gestos paternos que veía en la infancia.
Julio
fue el mes más violento de toda su presidencia con 2073 muertos. Hay que
remontarse hasta el verano de 2011, el año más sangriento bajo el gobierno de
Calderón, para encontrar una cifra similar.
Diez
años son suficientes para tener perspectiva y ensayar otras soluciones. Empezar
por despenalizar la posesión para el consumo personal sería un buen primer
paso: aliviaría un sistema de justicia colapsado, aplacaría los incentivos de
los policías para hacer detenciones y estos podrían centrar sus esfuerzos en
apresar a aquellos traficantes que realmente atemorizan a los ciudadanos con el
uso de la fuerza, no a los consumidores.
El
gran giro de la política de Peña Nieto ha sido su apoyo al uso medicinal de la
marihuana, una acción necesaria pero insuficiente. Mucho más si se compara con
otras iniciativas en la región.
En
los últimos años Colombia ha suspendido las fumigaciones de plantaciones, ha
impulsado un plan nacional de sustitución de cultivos y el presidente Juan
Manuel Santos decretó la regulación de la marihuana con fines medicinales; en
Costa Rica, un país sin Ejército, se ha implementado un programa de reducción
de daños; en Jamaica se han aprobado leyes para el uso tradicional y medicinal
del cannabis; desde 2009 la Corte Suprema de Argentina declaró inconstitucional
la punición a la tenencia de drogas, y Uruguay ha regulado la producción,
distribución y uso de la marihuana.
México
tabula las cantidades de droga que alguien puede poseer sin que se considere
que podría estar traficando. Pero esa tabla no se ajusta a la realidad de los
consumidores (por ejemplo, alguien solo puede llevar cinco gramos de
marihuana). Si bien las políticas de drogas deben atender a las características
de cada país, la descriminalización de los consumidores debería ser una base
común.
Desde
hace más de 15 años Portugal despenalizó la tenencia de drogas para uso
personal y creó un sistema para la reducción de daños y la reinserción social.
El consumo de cannabis sigue estabilizado, el número de adictos a la heroína ha
bajado un 70 por ciento, y las muertes por sobredosis también se han reducido.
Holanda, con su sistema de cafeterías, ha creado una fuente de trabajo legal
alrededor del cannabis y, en parte, gracias a no perseguir a los consumidores,
se ha quedado sin presos. En los últimos años varias cárceles holandesas han
cerrado por la falta de delincuentes. El consumo de drogas —de todas las
drogas— es un problema de salud, no penal. Y así debería ser tratado.
La
Guerra contra el Narco como solución a la problemática en México ha sido una
enfermedad mucho peor que la propia enfermedad. Diez años en estado de
excepción, con el ejército inmune a las investigaciones sobre sus
responsabilidades, ha probado ser otro fracaso.
Para
que las cosas cambien realmente, el gobierno debería devolver las acciones
antinarcóticos progresivamente a la autoridad civil. Después de esta década de
luto, de matanzas sin castigo, de corrupción en las autoridades, es necesario
pensar una política integral que visualice al narcotráfico más allá de un
combate entre héroes y villanos. En medio de estos extremos, la sociedad se ha
tenido que adaptar a una situación de violencia permanente. La despenalización
del consumo no arreglará un problema tan arraigado en el país, pero ayudará a
que los mexicanos distingan la droga de la Guerra contra el Narco. Los
consumidores de los narcotraficantes. Es el primer paso para aceptar que otra
solución es posible.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario