23 sept 2007

Sobre Günter Grass

La ocultación/Adolfo García Ortega, escritor

Publicado en EL PAÍS, 22/09/2007;

Oculta tu vida, dice Epicuro. Frase admirable, tan tentadora como enigmática. Es importante, y legítimo, poder organizar la imagen que de la vida de uno tengan los demás. Organizar requiere espacio, fecundar lo ideal, dejar crecer lo positivo, empequeñecer lo negativo, cuando no directamente taparlo, eludirlo, borrarlo. Pero en la vida nada se borra; a lo sumo, aquello que es vergonzante o terrible se oculta mediante una enorme arquitectura de engaños y mentiras. Esto, por otra parte, es más común de lo que parece. Todos, más o menos, maquillan su pasado, lo engrandecen o lo minimizan ante el temor de que lo juzguen sin matizaciones exculpatorias. Tememos el juicio y la imposibilidad de justificación, pero sobre todo tememos no poder cambiar el pasado.

Existir y desaparecer, en estos dos verbos consiste todo. Tranquiliza esta severidad epicúrea, a la hora de valorar la vida en sus más escuetos parámetros. Ser y dejar de ser. No hay nada más. No quiero juzgar a Günter Grass por la ocultación de su pertenencia a las Waffen-SS a los 17 años. Ni debo, por supuesto. Es su problema. No comparto los reproches que se le han hecho acerca de que ha sembrado la duda, ha generado desconfianza, ha perdido credibilidad, etcétera. No dejaría de ser un gran escritor por ello. Y grandeza aquí en sentido de escritor magistral, universal, magnífico. La grandeza moral tampoco la ha perdido. No hay que ser fariseo con las vidas ajenas.
Sin embargo, en el artículo de Juan Goytisolo Günter Grass y sus jueces (EL PAÍS, 8-IX-07) leo una frase que me parece tan ambigua como peligrosa: “Hoy pienso que toda verdad confesa no es ni más ni menos que una ocultación derrotada”. Inquietante, cuando poco, ya que deduzco de aquí que la derrota de la ocultación es el fracaso de los intentos por mantenerla oculta, y no el logro de la justicia por sacar a la luz la verdad, sea cual sea.
Lo de Grass, que, como escribe John Irving en un extensísimo artículo (bastante bochornoso y hasta bravucón, me atrevería a decir) en defensa del Nobel alemán (Babelia, 8-IX-07), es ya “café frío” en Alemania, y me temo que en todo el mundo, hay que verlo en un doble aspecto: por una parte, no es algo “anormal”; es más, ha sido una práctica tolerada en Alemania durante la larga posguerra, amparada por el escenario amenazante de la guerra fría. ¿Cuántos ciudadanos no-famosos, no-escritores, no-mediáticos han pasado por el mismo “mal de juventud”, o cosas peores? En este sentido vale la pena leer la novela de Jonathan Littell Les Bienveillantes (Las Clementes, de próxima aparición en España), novela extraordinaria por muchas razones, merecedora de los premios franceses más prestigiosos, como el Goncourt o el de la Academia, escrita directamente en un francés no menos fascinante por un norteamericano que ha recibido la nacionalidad francesa gracias al monumental alarde que ha supuesto su escritura. La novela relata magistralmente, a lo largo de sus más de novecientas páginas, las memorias ficticias de un ex miembro de las Waffen-SS que ha ejercido la ocultación de su pasado al acabar la guerra, y que, como tantos y tantos otros en Alemania, acabaron por pasar por ciudadanos honrados, trabajadores, médicos, empresarios y escritores cuya ocultación nunca fue derrotada, luego no fue necesaria ninguna verdad confesa. Leer las memorias de Grass a la luz de Les Bienveillantes incrementa esa desazón y esa inquietud que el caso Grass, legítimo en lo personal, ha abierto de pronto en lo social.
Y ello, inevitablemente, me lleva a pensar en el segundo aspecto de su confesión: el momento. Creo que el “pecado” (término inexacto, pero que a tenor de la lectura de Pelando la cebolla se torna el apropiado, pues Grass trata de hacer ver al lector que juega con el arrepentimiento, aunque lo traslada a un estado de fatalidad juvenil, de engaño colectivo, precisamente la justificación que siempre esgrimió la sociedad alemana), el pecado, digo, de Grass, lo que para algunos tiene una dimensión inmoral, es la oportunidad de su confesión, haciéndola coincidir con la salida de su libro. Increíblemente se convierte en parte de su promoción, aviniéndose a integrarla como un elemento de marketing más para que sus ventas alcancen grandes cifras por la prometida revelación de un escándalo. Escándalo, por otra parte, muy descafeinado, ya que llega tarde y llega cuando ya no importa… salvo para vender libros. Y lo ha conseguido.
El oportunismo es lo que puede pasar por intolerable, e incluso censurable. Esto es lo que ahora es inmoral, digan lo que digan sus defensores, ya que inmoral fue siempre, en aquella época nada lejana, ser nazi, filonazi o de las Waffen-SS, por mucho que las circunstancias históricas y juveniles fuesen una venda en los ojos. La broma macabra del destino es esa doble ss de su apellido, algo así como una condena a perpetuidad.
La gran duda vital es ésta: ¿gobierna uno lo que le sucede? Tal vez sí. O tal vez no, pues ¿hasta qué punto puede uno planear su vida, gobernarla o controlarla? La pregunta, en consecuencia, sigue siendo: ¿están en mis manos las esperanzas, los amores, las desesperaciones, las actitudes frente a los conflictos y frente a la felicidad propia y ajena, todo eso que conforma el suceder de la vida? ¿No son acaso descubrimientos, encuentros, hechos que acaecen y me involucran sin que exista en mí una voluntad determinante que permita toda previsión? La memoria, como bien apunta Goytisolo, es la mayor deformadora de la realidad, jamás es lineal y reproduce tan fantasmagóricamente como reconstruye con imaginación, alterando, al manifestarse de algún modo, los valores y puntos de vista. La memoria es la gran creadora. Parafraseando a Wittgenstein, el recuerdo y la realidad necesitan un espacio. La literatura es la proveedora de espacios por excelencia. Es más, la literatura es el espacio en que se funden recuerdo y realidad para dar origen a otra cosa que participa de ambas y que se acerca al mito. “Escribir es una recompensa admirable y dulce; pero ¿de qué?”, se pregunta Franz Kafka. Puede que Grass tenga una respuesta que salga en otro volumen, alguna vez. Él también ha querido existir y desaparecer. Con el tiempo, todos acabamos arrastrando monstruos.
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Günter Grass y sus jueces/Juan Goytisolo, escritor

Publicado en EL PAÍS, 08/09/2007;
Hace aproximadamente un año, la tan traída y llevada entrevista con Günter Grass en el Frankfurter Allgemeine Zeitung con motivo de la publicación de su libro de memorias, Pelando la cebolla, provocó un auténtico linchamiento mediático en Alemania y fuera de ella. Autoproclamados fiscales y jueces, limpios, claro está, de toda culpa y mancha, arremetieron contra el novelista por haber reconocido su breve alistamiento en la Waffen-SS en los meses que precedieron al derrumbe del Tercer Reich.
El abultado número de justicieros venidos de ámbitos muy diversos -algunos de ellos merecedores de todo mi respeto- me sorprendió. Aunque habituado a las maneras de los aleccionadores profesionales -prefiero la expresión francesa donneurs de leçons-, los argumentos empleados para descalificar a Grass, fustigando la ceguera e irreflexión de un muchacho de 17 o 18 años y la ocultación del episodio durante seis décadas, me parecieron injustos, marcados unos por una autosuficiencia de dómine y otros por una avidez carroñera. ¡La ocasión de derribar del pedestal a un escritor de su talla y talento artístico no se presenta todos los días!
Por referirse a un libro que, dado mi lamentable desconocimiento del alemán, no podía consultar, preferí callar y esperar. La reciente traducción de Pelando la cebolla me ha facilitado el acceso a sus páginas y, gracias a ello, me permito meter baza, aun tardíamente, en una polémica no extinta del todo.
El libro de memorias de Grass no tiene la ambición y maestría literaria de las grandes novelas suyas que he leído y releído -El tambor de hojalata, El rodaballo y, sobre todo, Es cuento largo, a la que dediqué un largo ensayo-, pero su lectura es incitativa y a ratos apasionante. Conozco por experiencia las trampas de la memoria y la manipulación literaria inherente a toda biografía en la medida en que dota de una posterior coherencia a recuerdos dispersos, y los integra en la estructura de un relato que se rige conforme a leyes distintas. En otras palabras, la labor del arqueólogo se transmuta en obra de ingeniería. Günter Grass lo sabe tan bien como yo, y a lo largo del libro subraya el lapso que separa el yo adolescente y juvenil del yo que compone el texto. ¿Se trata de un mismo yo, o el yo es otro? ¿Qué instancia intermedia los separa? El recuerdo del recuerdo del recuerdo ¿es todavía un recuerdo? Pisamos arenas movedizas y debemos caminar con tiento si no queremos enviscarnos en ellas.
La tentación de condenar sin apelación al muchacho que un día fue no nos concedería la facultad de entenderlo. Las consignas patrióticas del entorno nazi, el seductor proyecto de la Gran Alemania y la guerra a muerte contra la horda bolchevique cautivaron a una multitud de jóvenes que creyeron a pies juntillas en el discurso delirante de Hitler. Como tantos compatriotas mayores que yo que militaron en las filas de la Falange hasta el día en que se quitaron las telarañas de los ojos, el Grass temperamental e inmaduro siguió ciegamente un esquema irracional y patriótico que no era suyo. El escritor de hoy podría alegar con razón la habitual insensatez juvenil y el silencio de todos, pero no cede a este acomodo fácil. No busca evasivas ni disculpas. Al evocar la trayectoria de su yo de entonces, sigue los pasos incautos de aquel doble remoto desde su ingreso voluntario en el Ejército con el sueño de ser submarinista -ilusión frustrada por su minoría de edad-, a la posterior adscripción al llamado Servicio de Trabajo y, por fin, mientras el poder nazi se desmorona en todos los frentes, a la Waffen-SS, la fanática organización hitleriana a la que el führer encomendaba la creación del Orden Nuevo.
Creyente hasta el fin, el joven Grass ignoraba la cruda realidad de la Shoa y del universo concentracionario. Su inexperiencia le salvó de mancharse las manos de sangre en el frente ruso, y no fue sino un pelele sacudido por el vendaval de los acontecimientos. Como otros colegas suyos, el autor podría haber puesto entre paréntesis el desvarío juvenil, pero al pelar la cebolla del recuerdo, hoja tras hoja y capa tras capa, rehúsa escudarse en el “no sabía” y en una neblinosa culpabilidad colectiva. Adelantándose a las críticas que lloverían sobre él, expone con nitidez sus sentimientos en unos párrafos que me permitiré citar por extenso:
“Lo que había aceptado con el tonto orgullo de mis años jóvenes quise ocultármelo a mí mismo después de la guerra, por una vergüenza que surgió después. No obstante, la carga subsistía y nadie podía aligerarla.
Es verdad que durante mi adiestramiento en la lucha de tanques, que me embruteció durante el otoño y el invierno, no se sabía nada de los crímenes de guerra que luego salieron a la luz, pero la afirmación de mi ignorancia no podía disimular mi conciencia de haber estado integrado en un sistema que planificó, organizó y llevó a cabo el exterminio de millones de seres humanos. Aunque pudiera convencerme de no haber tenido una culpa activa, siempre quedaba un resto, que hasta hoy no se ha borrado, y que con demasiada frecuencia se llama responsabilidad compartida. Viviré con ella los años que me queden, eso es seguro”.
La exposición cabal de los hechos y de los sentimientos que a posteriori le embargan no puede ser más explícita y clara. Grass no escamotea el pasado: muy al revés, asume su carga con las consecuencias que ello acarrea. Queda el punto controvertido de su revelación tardía. ¿Por qué tanto tiempo antes de sincerarse? La cuestión es compleja y no admite respuestas simplistas. Todos administramos mejor o peor los propios recuerdos y las situaciones difíciles a las que nos enfrenta la vida: procuramos velar los episodios poco gloriosos de ésta hasta que el peso acumulado se vuelve insoportable. Por poner un ejemplo que me concierne, yo mismo llevé durante unos años una carga semejante, cuando cedí a un impulso sexual considerado aberrante no sólo en el entorno social y católico de la España franquista, sino también en los medios de la izquierda marxista que frecuentaba en París, y traté de esconderlo a los demás y, sobre todo, a la mujer que quería. El disimulo me obligaba a asumir una sucesión de mentiras cuyo número aumentaba de día en día hasta el extremo de asfixiarme. Y acabé así por ser sincero porque era un ocultador desesperado. Hoy pienso que toda verdad confesa no es ni más ni menos que una ocultación derrotada.
Contrariamente a quienes viven de exhibir su biografía impoluta o un victimismo rentable, Grass ha tenido el valor de exponer llanamente la nesciencia del joven que fue y debemos por ello darle las gracias.

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