Un aspecto desatendido de la historia del siglo XX/ Gabriel
Jackson es historiador norteamericano.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
Publicado en EL PAÍS, 11/02/12:
El importante semanario
progresista estadounidense The Nation
publicó en su número del 28 de noviembre un artículo de lo más interesante de Ariel Dorfman, famoso escritor chileno,
exiliado durante mucho tiempo y opositor a la dictadura de Pinochet. El
artículo, titulado “Confesiones de un exiliado impenitente” aborda su gradual
cambio de actitud hacia el Partido Comunista y la Unión Soviética. El autor se
sentía igual de atraído hacia las posturas de su padre, que por necesidades
prácticas solía aceptar los aspectos opresivos del estalinismo, y de su madre,
“que nunca había perdido de vista las deficiencias del comunismo”. De manera
que, para el joven Ariel, “en Salvador Allende confluían perfectamente mis
progenitores: admirador de Cuba y ardiente marxista, insistía al mismo tiempo
en que se podía construir un orden social más justo sin tener que reprimir a
nuestros adversarios”.
Después de que el general
Pinochet asesinara al presidente Allende e instaurara una represiva dictadura
patrocinada por Estados Unidos, el joven exiliado Dorfman señaló que “la Unión
Soviética era la punta de lanza en la lucha internacional contra la dictadura…
(y que) el Partido Comunista de Chile… constituía el eje de la resistencia
contra Pinochet”. A pesar de sus crecientes dudas respecto a las políticas
soviéticas, esos dos hechos le llevaron a “morderme la lengua siempre que se
atacaba a los soviéticos o a los comunistas”.
Entre 1973 y 1982,
Dorfman, exiliado y opositor a la dictadura chilena, desde Europa occidental y
desde otros lugares de ese hemisferio, aceptó el liderazgo comunista de la
resistencia, aunque sus aspectos represivos cada vez le generaran más dudas. En
1975 tuvo lugar un encuentro especialmente desafortunado, cuando le presentaron
al novelista y pintor alemán Günter Grass. Este acababa de asistir a “una
conferencia de solidaridad con opositores checos a la ocupación soviética, a la
que los socialistas chilenos se habían negado a asistir. “¿No se dan cuenta”
—preguntó Grass— “de que el levantamiento de la primavera de Praga y la
revolución chilena han sido aplastados por fuerzas afines, uno por el imperio
soviético, la otra por los estadounidenses?”.
Dorfman
y el propio Allende habían condenado la ocupación soviética de Praga cuando
tuvo lugar en 1968. Para Grass, esto hacía todavía más deshonrosa la
posición de los socialistas chilenos en 1975, echando por tierra un amigable
encuentro personal entre dos autores que se admiraban mutuamente. Por su parte,
durante los setenta Dorfman asistió a numerosos encuentros con demócratas
izquierdistas exiliados de la Unión Soviética y de sus satélites de Europa
oriental, sobre lo cual Dorfman escribe que “la gran lentitud de mi propia
apertura a las víctimas de los experimentos comunistas fue acompañada de otra
evolución paralela: el progresivo debilitamiento de los vínculos que me unían a
mi propio partido”.
Podemos citar cómo define
el propio Dorfman la principal pregunta política que entonces se estaba
planteando: “Por insustituibles que pudieran ser esas organizaciones en la
guerra contra un feroz enemigo que tenía su propio ejército, ¿acaso debían
inundar cualquier aspecto vital, obligando a dar una respuesta coral a
cualquier problema? ¿Cómo se podía construir una sociedad democrática con
partidos que, con tendencias totalitarias, se perpetuaban a sí mismos y eran
tan sofocantes como las catacumbas en las que nos escondíamos?”. Para Dorfman,
el momento de la “independencia moral” llegó en 1982 en Washington DC, cuando
acompañó a unos amigos estadounidenses a una reunión celebrada en la embajada
de Polonia para apoyar a los trabajadores polacos que se resistían a la
dictadura del general Jaruzelski. “Siete años después de rechazar el
razonamiento de Günter Grass sobre la necesidad de denunciar conjuntamente la
represión producida, tanto por Estados Unidos como por los países comunistas,
había encontrado una hermandad mixta y afín que, intachablemente dedicada a ese
mismo objetivo, entendía que no se puede estar a favor de la libertad en
Nicaragua y en contra de ella en Hungría, que no se puede denostar el apoyo
estadounidense a Pinochet y aplaudir” una dictadura militar de cuño soviético
en Polonia.
La lectura de las
fascinantes “confesiones” de Ariel Dorfman no pudo por menos de recordarme
algunas de mis propias experiencias con el Partido Comunista estadounidense. En
julio de 1936 yo estaba en mi segundo año de secundaria cuando tuvo lugar la
sublevación militar del 18 de julio que inició los 30 meses de Guerra Civil en
España. Durante toda la contienda fui uno de los miles de adolescentes
estadounidenses que colaboraron con los diversos comités de progresistas
laicos, protestantes, judíos, cuáqueros, socialistas y comunistas partidarios
del apoyo político de EE UU, recogiendo fondos para enviar material sanitario y
alimentos a la zona republicana. En esa misma época, mi hermano mayor comunista
confiaba en reclutarme para la Liga de Jóvenes Comunistas.
Pero en agosto de 1936
Stalin orquestó el primero de los increíbles juicios por alta traición en los
que los principales líderes de la revolución bolchevique confesaron sus
conspiraciones para matar al propio Stalin, entregar la Unión Soviética a la
Alemania nazi y al militarista Japón y cometer otros espantosos crímenes. Mi
hermano pensaba que las espectaculares declaraciones, en las que todos se
acusaban mutuamente, demostraban lo acertadas que eran las purgas de Stalin,
mientras yo me preguntaba cómo se habrían conseguido esas confesiones sin dejar
rastro de tortura.
Entre agosto de 1936 y el
otoño de 1938, mientras el propio Stalin sugería que las purgas habían sido
algo excesivas, miles de leales ciudadanos soviéticos, comunistas y no
comunistas, eran ejecutados o enviados al exilio interior de los campos de
concentración siberianos. Durante esos mismos dos años dudé cada vez más de que
fuera a entrar en el Partido Comunista. Pero ni yo ni la mayoría de los izquierdistas
de todo el mundo abandonamos a la República española porque el principal
miembro del régimen bolchevique fuera un monstruo paranoico.
Hasta finales de 1937
seguí perteneciendo a un comité “frentepopulista” que reunía dinero para enviar
ayuda sanitaria a la España republicana. Nuestro comité estudiantil tenía un
“asesor” adulto comunista, que asistía a nuestras reuniones y nos daba con
frecuencia interesantísimos informes sobre, entre otras cosas, política
exterior o actividades frentepopulistas en EE UU, Canadá e Inglaterra. Pero
durante el otoño de 1937, en una de nuestras reuniones, describió las
necesidades monetarias del semanario comunista The New Masses y después de su
alocución propuso que las aportaciones semanales se destinaran a salvarlo.
Durante el debate le pregunté cómo podía justificar que una publicación
partidista se salvara con dinero recogido en nombre del comité de ayuda
sanitaria a España. Con una sonrisa incómoda, contestó que ambos objetivos
formaban parte de la misma causa. El grupo aceptó posponer la votación sobre la
propuesta. Sinceramente, 75 años después no puedo recordar qué se decidió
finalmente, pero después de esa reunión que quedó totalmente claro que nunca
entraría en el PC.
En este artículo
no tengo espacio para hablar de las políticas comunistas respecto a la Guerra
Civil Española que sí aprobé, y que también he recordado al leer el artículo de
Ariel Dorfman. Pero el monstruoso Stalin, con el que las potencias occidentales
cooperaron a la desesperada durante la Segunda Guerra Mundial para salvarse, en
realidad había propuesto entre 1935 y 1939 una alianza defensiva que, en mi
opinión, podría haber evitado esa contienda, por lo menos tal como se
desarrolló. Prometo abordar este asunto en mi siguiente artículo.
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