10 feb 2012

Equivocarse no es delito


Equivocarse no es delito/ Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 26/01/12):
El derecho al secreto de las comunicaciones es una garantía para que las personas se comuniquen libremente entre ellas. La comunicación es un instrumento fundamental en cualquier relación humana y, para que se lleve a cabo con libertad, los sujetos de esta comunicación deben tener la seguridad que lo comunicado no puede ser interferido por un tercero sin su consentimiento. Sin embargo, como la inmensa mayoría de los derechos, no es absoluto sino relativo, es decir, en determinados casos puede ser suspendido por entrar en colisión con el ejercicio de otros derechos. La Constitución, además de prever algunos casos concretos, establece con carácter general que dicha suspensión sólo puede ser declarada mediante resolución judicial.

En el caso más frecuentemente conflictivo, el de las comunicaciones telefónicas, una antigua doctrina del Tribunal Constitucional sostiene que la suspensión de este derecho debe ser interpretada muy restrictivamente dado que al intervenir un determinado número de teléfono por razones justificadas –es decir, sólo en el curso de la investigación de un delito y con la finalidad de obtener indicios de criminalidad– se escuchan inevitablemente conversaciones en las que participan personas a las que no se les ha suspendido este derecho. Por tanto, la ley debe acotar con precisión los supuestos en los que cabe la suspensión dejando el mínimo espacio de discrecionalidad al juez y este debe justificar convincentemente la necesidad de la intervención concreta y adecuarla de forma proporcional a los fines legítimos que pretende.
La semana pasada tuvo lugar en el Tribunal Supremo el juicio oral contra el juez Baltasar Garzón, acusado de un delito de prevaricación por vulnerar el derecho al secreto de las comunicaciones entre unos internados en prisión pendientes de juicio y sus abogados defensores. Al escribir este artículo todavía no se ha dictado sentencia.
El único supuesto previsto por la ley para autorizar en estos casos la intervención de las comunicaciones es que se trate de delitos relacionados con el terrorismo, excluyéndose a los demás. La razón de esta restricción es el respeto debido al derecho fundamental de defensa, imprescindible para la celebración de un juicio con todas las garantías. En efecto, el artículo 51 de la ley general Penitenciaria establece que las comunicaciones entre el preso preventivo y su abogado defensor sólo podían ser suspendidas o intervenidas “por orden de la autoridad judicial y en los supuestos de terrorismo”.
Sin embargo, la interpretación de este inciso no es del todo clara. Se plantean dudas sobre si deben acumularse ambas condiciones –orden del juez y supuesto de terrorismo– o bien pueden ser alternativas: tanto por orden de la autoridad judicial como en casos de terrorismo. A estas dudas se sumó el confuso artículo 579 de la ley de Enjuiciamiento Criminal que parece permitir, con carácter general y mediante auto del juez, una intervención de las comunicaciones entre los abogados y sus clientes.
Estas dudas fueron despejadas por la STC 183/1994 al establecer que la única norma aplicable en el caso de que el acusado estuviere preso es la que se contiene en la ley penitenciaria y que las condiciones son acumulativas: por orden judicial y, además, sólo en delitos de terrorismo. Que la norma aplicable fuera la ley penitenciaria parecía claro. Así se prevé literalmente en el artículo 25.2 de la Constitución y se deduce del principio de especialidad: la ley especial (la penitenciaria) es de preferente aplicación respecto de la general (la de enjuiciamiento criminal). No obstante, las dudas sobre si deben acumularse las condiciones o estas son alternativas no han cesado y aún siguen, tanto en resoluciones judiciales –algunas dentro de este mismo proceso que empezó a instruir Garzón–, como debido a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y a ciertas opiniones doctrinales. Incluso la fiscal del proceso contra Garzón ha considerado que las intervenciones ordenadas por este –a pesar de no tratarse de terrorismo– respetan nuestro ordenamiento.
Si consideramos que Garzón se equivocó, y hay razones para así considerarlo, la consecuencia es, simplemente, que las pruebas obtenidas son ilícitas y, por tanto, inválidas. Pero de ahí a concluir que ha prevaricado media un trecho injustificable. El delito de prevaricación consiste en dictar conscientemente –“a sabiendas”– una resolución judicial contraria a la ley. Para ello es preciso que tal resolución sea manifiestamente irrazonable, sin justificación ni argumento jurídico que la sustente. Hemos visto que en este caso ello no es así: los criterios de Garzón son acogidos por otros jueces, fiscales, tribunales internacionales de derechos humanos y sectores doctrinales.
El derecho no es una ciencia exacta y el legislador debería modificar las leyes para ser más claro en este punto y no ocasionar confusión. Es probable que Garzón se equivocara, como tantas veces otros tantos jueces pero, por el mero hecho de equivocarse, un juez no incurre en un delito de prevaricación. Si así fuera, todos los jueces serían delincuentes.

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