Equivocarse no es delito/ Francesc de Carreras, catedrático de Derecho
Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 26/01/12):
El derecho al secreto de las
comunicaciones es una garantía para que las personas se comuniquen libremente
entre ellas. La comunicación es un instrumento fundamental en cualquier
relación humana y, para que se lleve a cabo con libertad, los sujetos de esta
comunicación deben tener la seguridad que lo comunicado no puede ser
interferido por un tercero sin su consentimiento. Sin embargo, como la inmensa
mayoría de los derechos, no es absoluto sino relativo, es decir, en
determinados casos puede ser suspendido por entrar en colisión con el ejercicio
de otros derechos. La Constitución, además de prever algunos casos concretos,
establece con carácter general que dicha suspensión sólo puede ser declarada
mediante resolución judicial.
En el caso más frecuentemente
conflictivo, el de las comunicaciones telefónicas, una antigua doctrina del
Tribunal Constitucional sostiene que la suspensión de este derecho debe ser
interpretada muy restrictivamente dado que al intervenir un determinado número
de teléfono por razones justificadas –es decir, sólo en el curso de la
investigación de un delito y con la finalidad de obtener indicios de
criminalidad– se escuchan inevitablemente conversaciones en las que participan
personas a las que no se les ha suspendido este derecho. Por tanto, la ley debe
acotar con precisión los supuestos en los que cabe la suspensión dejando el mínimo
espacio de discrecionalidad al juez y este debe justificar convincentemente la
necesidad de la intervención concreta y adecuarla de forma proporcional a los
fines legítimos que pretende.
La semana pasada tuvo lugar
en el Tribunal Supremo el juicio oral contra el juez Baltasar Garzón, acusado de un delito de prevaricación por
vulnerar el derecho al secreto de las comunicaciones entre unos internados en
prisión pendientes de juicio y sus abogados defensores. Al escribir este
artículo todavía no se ha dictado sentencia.
El único supuesto previsto
por la ley para autorizar en estos casos la intervención de las comunicaciones es que se trate de delitos relacionados con
el terrorismo, excluyéndose a los demás. La razón de esta restricción es el
respeto debido al derecho fundamental de defensa, imprescindible para la
celebración de un juicio con todas las garantías. En efecto, el artículo 51 de
la ley general Penitenciaria establece que las comunicaciones entre el preso
preventivo y su abogado defensor sólo podían ser suspendidas o intervenidas
“por orden de la autoridad judicial y en los supuestos de terrorismo”.
Sin embargo, la
interpretación de este inciso no es del todo clara. Se plantean dudas sobre si
deben acumularse ambas condiciones –orden del juez y supuesto de terrorismo– o
bien pueden ser alternativas: tanto por orden de la autoridad judicial como en
casos de terrorismo. A estas dudas se sumó el confuso artículo 579 de la ley de
Enjuiciamiento Criminal que parece permitir, con carácter general y mediante
auto del juez, una intervención de las comunicaciones entre los abogados y sus
clientes.
Estas dudas fueron despejadas
por la STC 183/1994 al establecer que la única norma aplicable en el caso de
que el acusado estuviere preso es la que se contiene en la ley penitenciaria y
que las condiciones son acumulativas: por orden judicial y, además, sólo en
delitos de terrorismo. Que la norma aplicable fuera la ley penitenciaria
parecía claro. Así se prevé literalmente en el artículo 25.2 de la Constitución
y se deduce del principio de especialidad: la ley especial (la penitenciaria)
es de preferente aplicación respecto de la general (la de enjuiciamiento
criminal). No obstante, las dudas sobre si deben acumularse las condiciones o
estas son alternativas no han cesado y aún siguen, tanto en resoluciones
judiciales –algunas dentro de este mismo proceso que empezó a instruir Garzón–,
como debido a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y a
ciertas opiniones doctrinales. Incluso la fiscal del proceso contra Garzón ha
considerado que las intervenciones ordenadas por este –a pesar de no tratarse
de terrorismo– respetan nuestro ordenamiento.
Si consideramos que Garzón se
equivocó, y hay razones para así considerarlo, la consecuencia es, simplemente,
que las pruebas obtenidas son ilícitas y, por tanto, inválidas. Pero de ahí a
concluir que ha prevaricado media un trecho injustificable. El delito de
prevaricación consiste en dictar conscientemente –“a sabiendas”– una resolución
judicial contraria a la ley. Para ello es preciso que tal resolución sea
manifiestamente irrazonable, sin justificación ni argumento jurídico que la
sustente. Hemos visto que en este caso ello no es así: los criterios de Garzón
son acogidos por otros jueces, fiscales, tribunales internacionales de derechos
humanos y sectores doctrinales.
El derecho no es una ciencia exacta y el legislador debería modificar las
leyes para ser más claro en este punto y no ocasionar confusión. Es probable
que Garzón se equivocara, como tantas veces otros tantos jueces pero, por el
mero hecho de equivocarse, un juez no incurre en un delito de prevaricación. Si
así fuera, todos los jueces serían delincuentes.
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