El libro de nunca acabar/Juan Cruz
Publicado en EL PAÍS, 29/02/12;
Leamos: “Antes de que se acabe este siglo, el periodismo será todo lo que se imprima, abarcará todo el conocimiento humano. El pensamiento se expandirá por el mundo a la velocidad de la luz, concebido al instante, instantáneamente escrito, entendido de inmediato. Cubrirá la Tierra de un polo al otro: súbito, instantáneo, inflamado del fervor del alma que lo alumbró. Será el reino de la palabra humana en toda su plenitud. El pensamiento no tendrá tiempo de madurar, acumularse en la forma, morosa y tardía, de un libro. Hoy el único libro posible es un periódico”.
Hasta el penúltimo punto, parece que el autor habla de la Red, esta bendición tan mal interpretada por los que no la desean y tan bien pregonada por los que la consideran el centro del porvenir de toda la cultura escrita. Pero ese largo excurso acerca del porvenir de lo que se imprime se refiere pura y exclusivamente al enorme porvenir que se le concedía en el primer tercio del siglo XIX al invento de los inventos: el periódico impreso, que después de años de experimentación más o menos afortunada al fin tomaba la forma que han ido teniendo los diarios.
Y quien escribió eso fue el poeta y político francés Alphonse Lamartine en 1831; fue recogido en su libro ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? por el profesor norteamericano Nicholas Carr, empeñado en hallar encuentros entre las nuevas tecnologías y las viejas tecnologías de las que venimos. Carr encontró otras advertencias sobre el final del libro tal como lo concibió Gutenberg; desde entonces hasta ahora, los más diversos gurús han tenido la certidumbre de que el formato libro, tal como lo hemos conocido, estaba herido de muerte.
Cuando están más cerca de acertar estos gurús es ahora mismo, pues cada vez es más inmediata la evidencia de que la tecnología sustitutiva del libro, los iPads, Kindles y otros aparatos de distribución de lo impreso, ha alcanzado un nivel de desarrollo que ya es imposible de parar. Al contrario de lo que pasaba en tiempos de Lamartine, esta invasión tecnológica que va a suceder está aquí para quedarse y para sustituir al papel como vehículo del pensamiento o la ficción.
Lo que sucede empezó a suceder hace nada, pero ha sido tan imparable como inesperada la virulencia con la que esta novedad se ha impuesto. Y ya es irreversible, algunos pensarán que para bien, otros dirán que para regular, pero ya no importa nada: ahí está, supone una revolución, nadie podrá con ella. Lamartine creía que los periódicos eran la letra impresa que serviría de correa de transmisión del pensamiento, que dejaría de ser reposado para convertirse en instantáneo; eso que iba a ser el periódico es ahora Internet; la Red es instantánea, expresa lo que ha sido instantáneamente escrito, y es “súbito, instantáneo, inflamado del fervor del alma que lo alumbró”.
El hombre siempre ha buscado esa instantaneidad, y para eso inventó primero la radio y luego la televisión, para saber de todo en seguida. La radio cumplió el propósito que sigue cumpliendo. ¿La tele? Ese es otro cantar de los cantares.
En su voluntad profética, Lamartine cometió un único error: lo que él creía que iba a hacer el periódico (de papel) que entonces venía a revolucionar la materia escrita lo está consiguiendo la Red. Y en esa lucha ahora desigual es la propia prensa impresa la que, con el libro que conocíamos, corre la probable suerte de pasar a otra vida, o quizá a mejor vida; en todo caso, a otra vida.
El porvenir es ese; lo dicen los gurús y lo conceden los que hasta el momento se resistían a entender que el papel sería virtual, y va a ser virtual. ¿Cuándo? Hace dos años, el veterano periodista francés Jean Daniel me dijo en París que “probablemente este periódico [Le Monde era el diario que mostraba] será un día un suplemento de una web de Internet”. Y su colega y coetáneo Eugenio Scalfari (el fundador de La Repubblica), me dijo en Roma, cuando le advertí que sabios norteamericanos auguraban una fecha exacta para el final de los diarios de papel, si acaso esos gurús decían a qué hora se podría observar ese fenómeno.
Bromas aparte, ya ha pasado lo que auguraba Daniel, no exactamente con Le Monde, pero sí con diarios (como The Guardian) cuyos directivos han expresado su deseo de convertirse en medios casi exclusivamente dedicados a servir a sus lectores a través de la Red.
Y al libro le está aguardando el mismo porvenir, aunque hasta ahora, como dice Beatriz de Moura, la directora de Tusquets, muchos editores analógicos están quedándose un rato atrás para observar con serenidad los movimientos que hace la industria para despojarse de las virtudes de su pasado y adentrarse en la Red como fórmula habitual para sacar adelante sus productos.
Los últimos tiempos han sido frenéticos; desde 2008 se sucedieron, en Estados Unidos, los cierres de grandes librerías, a favor de instrumentos mucho más eficaces y agresivos de distribución y venta; muchas editoriales potentes anunciaron entonces a autores que les fueron rentables que ya no les servían sus manuscritos, e incluso dieron por concluidos los contratos de lectores de lo que recibían en sus abrumadores correos (postales) de antaño. Y, además, Amazon (y agentes y autores) están pensando seriamente en abandonar los raíles habituales de edición, distribución y venta para confiar a la Red todas esas tareas que antes conocían un proceso lento pero seguro: el autor escribía, el agente representaba sus intereses ante el editor, y el editor se agenciaba los distribuidores más adecuados ante libreros cuya tradición era (lo es aún) sacrosanta.
Esa estructura ha saltado por los aires, y el sector anda en un revoltillo mental que acentúa su incertidumbre y hace aún más oscuro el porvenir de la crisis. En ese revoltillo se está divulgando una profecía que es tan peligrosa (para el futuro del libro) como cualquier desafío industrial o económico. Y es la previsible desfiguración de la personalidad del editor. El editor cuida los textos, trabaja a fondo el material que recibe y a veces hace tanto por un libro que cuando este sale de las plantas de impresión (¡y ya no será de las planchas, eso es seguro!) el autor siente el orgullo de haberlo hecho, pero también la gratitud (probable) a quien se lo ayudó a hacer…
El libro ya no es lo que era, ya va siendo otra cosa; es probable que no lo sepamos ver o que no lo queramos ver aquellos que seguimos practicando la romántica teoría de que las dos fórmulas (el papel, lo virtual) van a coexistir; de una serie de entrevistas con algunos de los más importantes, e interesantes, editores del mundo, salí con la impresión de que el editor de siempre va a seguir siendo posible, y que coexistirá con el editor (o con la edición) del futuro…
Esa coexistencia tendrá matices culturales o no será posible; la nueva estructura que viene propone nuevas aventuras económicas que han de enfrentarse a una creciente piratería en la Red, contra la que es muy difícil luchar; afecta a los derechos de autor, que ya no se pueden contrastar con el precio (más o menos elevado) del producto de papel, pues la Red obliga a abaratar los contenidos, y por tanto va a afectar a anticipos y a derechos de autor. Y el editor puede quedarse, si los autores lo estiman oportuno, sin la materia prima principal de su oficio, los originales, pues los creadores pueden optar por publicar por su cuenta y riesgo en canales que ahora pueden ser individuales, ajenos a la red tradicional editorial por la que Lamartine lloraba en 1831. Y ese es un riesgo que no tiene que ver con las cuentas…, de momento.
Hay otros desafíos por delante; el tema está muy abierto; tanto que parece un lago de reflejos, dorados a veces y oscuros tantas veces más. Lo cierto, y esto lo tendría que decir otro Lamartine de esta época, es que al libro lo han estado matando, en cualquiera de sus formas, y siempre se ha sostenido. Porque el único libro posible es el libro, y libro se quedará, en las manos de Gütenberg o en las manos de Steve Jobs, por citar a dos de sus inventores muertos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario