Lo
que ofrece el Estado Islámico/Fernando Reinares es investigador principal de Terrorismo Internacional en el Real Instituto Elcano y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.
El
País | 9mde septiembre de 2014
En
abril de 2013 fue cuando se produjo la ruptura entre Al Qaeda y una de sus dos
ramas territoriales en la región de Oriente Próximo, la organización yihadista
cuyos antecedentes se remontan a 2004 y que el pasado mes de junio adoptó el
nombre de Estado Islámico (EI). Desde entonces, esta última sobrepasa con
creces a la primera en la movilización de seguidores y el reclutamiento de
militantes o colaboradores, dentro y fuera de aquella región del mundo, en
países con poblaciones predominantemente musulmanas así como entre las
colectividades islámicas que existen en el seno de las sociedades occidentales.
No
es sólo un fenómeno observable en redes sociales y canales de Internet. Una
gran mayoría de los varios miles de yihadistas extranjeros procedentes del norte
de África o de Europa Occidental que se encuentran actualmente en el escenario
común de insurgencia que forman Siria e Irak está a las órdenes de Abu Bakr al
Bagdhadi, el líder del EI, en lugar de estarlo a las de Abu Muhammad al Julani,
subordinado de Ayman al Zawahiri como dirigente del Frente Al Nusra, la filial
en Siria de Al Qaeda. Por cierto que Julani fue entrevistado en enero de 2014
para la cadena catarí de televisión Al Yazira por Taysir Alouny, ciudadano
español de origen sirio a quien la Audiencia Nacional condenó en 2005 a siete
años de cárcel por colaboración con una célula de Al Qaeda desmantelada en
nuestro país cuatro años antes.
Más
aún, en la rivalidad que mantiene en estos momentos con Al Qaeda por la
hegemonía del yihadismo internacional en su conjunto, el EI ha conseguido
recabar el apoyo de organizaciones yihadistas de relativa reciente aparición,
como Ansar al Sharia en Túnez y Libia, Ansar Bayt al Maqdis en Egipto o Abu
Sayaf en Filipinas. Además, ha provocado significativas fracturas en
extensiones territoriales de Al Qaeda tan afianzadas como Al Qaeda en la
Península Arábiga (AQPA) o Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), e incluso
escisiones en entidades asociadas con aquella estructura terrorista de la importancia
de Therik e Taliban Pakistan.
Sin
embargo, la realidad es que el EI y Al Qaeda comparten ideología y fines. A
ambas es común la misma versión fundamentalista y belicosa del islam que se
denomina salafismo yihadista. Ambas coinciden también en un mismo objetivo
último declarado, que no es otro que el de extender por la fuerza la
observancia de esa religión, en su expresión más excluyente y rigorista, sobre
el conjunto de la humanidad y reinstaurar el califato —una suerte de imperio
político panislámico— sobre el conjunto de territorios en los que rigen o han
regido alguna vez, desde el siglo VII, las estipulaciones plasmadas en el
Corán. ¿Dónde está pues la diferencia?
Para
empezar, la diferencia está en que el EI, ante su población de referencia, por
otra parte la misma de Al Qaeda, presenta como resultados lo que para esta
última siguen siendo aspiraciones. Mientras que el EI controla amplias franjas
de Siria e Irak, Al Qaeda central se encuentra recluida desde 2002, bajo la
protección de islamistas radicales, en las áreas tribales de Pakistán, AQPA
tiene muy limitado su espacio de influencia en Yemen y AQMI fracasó en mantener
el condominio que durante 2012 instauró, junto al Movimiento por la Unicidad y
la Yihad en África Occidental y a Ansar al Din, en el norte de Malí.
Mientras
que Al Qaeda pretende, desde al menos mediada la década de los noventa,
restablecer el califato, el Estado Islámico lo ha proclamado en la práctica
—aunque administrativamente delimitado entre Alepo y Diyala— y ha convertido a
su propio líder en el nuevo califa que reclama autoridad política y religiosa
sobre todos los musulmanes del planeta. Poco importa que los dirigentes de
aquella insistan una y otra vez en que aún no se dan las condiciones favorables
para crear y consolidar el califato. Habiéndose anticipado en ello y
disponiendo de una base territorial donde ejerce poder y que otorga
credibilidad a su propaganda, al EI se le atribuyen un éxito y unas
expectativas de éxito que le son negadas a Al Qaeda.
A
este respecto, unas palabras de Osama Bin Laden, quien fuera fundador y emir de
Al Qaeda hasta su abatimiento en Abbottabad, Pakistán, en mayo de 2011,
permiten aprehender con particular rotundidad lo que, en definitiva, tiene o se
percibe tiene el EI que en estos momentos no tiene o se percibe no tiene
aquella. En noviembre de 2001, apenas dos meses después de los atentados de
Nueva York y Washington —de los que ahora se cumplen 13 años—, dirigiéndose a
unos partidarios suyos reunidos en la localidad afgana de Kandahar, afirmó:
“Cuando la gente ve un caballo fuerte y un caballo débil, preferirá el caballo
fuerte”.
Ese
éxito y esas expectativas de éxito atribuidas al EI refuerzan
extraordinariamente las motivaciones individuales para la implicación en
actividades yihadistas basadas en criterios de racionalidad. Este tipo de
motivaciones se interiorizan mediante el proceso de radicalización, a lo largo
del cual se adquieren las actitudes y creencias propias del salafismo
yihadista, que justifican en términos tanto morales como utilitarios el uso de
la violencia y el terrorismo, supuestamente para defender y expandir el islam.
Al Qaeda ha subrayado la utilidad del terrorismo en relación con, por ejemplo,
las consecuencias económicas o políticas que imputa a atentados tan letales
como los del 11-S o el 11-M, pero la brutal implantación del califato hecha por
el EI está superando esas y otras manifestaciones.
El
EI tampoco deja de fomentar, con su narrativa y con sus actos, un acendrado
odio hacia quienes cataloga como infieles o apóstatas. Ni cesa en el empeño de
trocar en sentimientos de humillación asociados con la condición islámica las
injusticias y las frustraciones que por otras razones aquejan a grandes
segmentos de las poblaciones musulmanas. Estas pasiones inducidas agitan en
estos momentos, mucho mejor de cuanto lo viene haciendo Al Qaeda, las
motivaciones emocionales para contribuir a la yihad neosalafista que hace suya
la minoría —eso sí, estadísticamente más que significativa— de musulmanes
radicalizados, principal pero no exclusivamente jóvenes, una porción de los
cuales termina optando por la militancia.
En
nuestro entorno europeo, la movilización yihadista relacionada con el EI afecta
mucho más a naciones como por ejemplo Francia, Reino Unido, Alemania, Bélgica o
Países Bajos, donde la población musulmana está básicamente compuesta por
descendientes de inmigrantes procedentes de países islámicos, las llamadas
segundas o incluso terceras generaciones. Ello sugiere que dicha movilización
incide muy especialmente sobre jóvenes que atraviesan por una crisis de
identidad. A este respecto también, la nación del islam a que tanto ha apelado
Al Qaeda es un marco menos atractivo para resolver en clave yihadista ese tipo
de crisis que la adscripción al califato propuesta por el EI.
En
suma, lo que Al Qaeda central y sus extensiones territoriales ofrecen a jóvenes
musulmanes radicalizados o vulnerables a la radicalización es pertenecer a una
organización yihadista que, aunque degradada en su núcleo, mantiene capacidades
operativas nada desdeñables en determinadas áreas del mundo islámico y persigue
la restauración del califato. Lo que el EI ofrece a esos mismos individuos es
algo más. Les ofrece nada menos que formar parte de una sociedad yihadista, de
un califato con territorio reducido pero al que sus arquitectos logran dar
visos de expansión, de un orden social y político en el que reiniciar sus
vidas, incluso emigrando en familia, con un nuevo significado y una nueva
identidad colectiva en la que reconocerse a sí mismos y ser reconocidos por los
demás.
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